La medicina y la muerte en el siglo XIX forman una pareja tan tragicómica como un entierro con orquesta: cuerpos que respiran bajo tierra, estudiantes de anatomía con pico y pala, y ataúdes que parecen prototipos de un IKEA victoriano diseñado por Julio Verne. El caso de John Macintire no es solo un relato macabro, sino una opereta de bisturí y pala, donde el protagonista, con una cortesía casi británica, se resiste a morirse del todo.
Un siglo con más histeria que higiene
El XIX fue ese simpático limbo entre la superstición medieval y la medicina moderna, un tiempo en el que si alguien no pestañeaba, lo lógico era enterrarlo. Eso sí, con una campanita por si decidía volver a la vida entre bostezo y bostezo. La taphephobia, el pánico a ser sepultado vivo, no era un capricho: era puro sentido común.
En 1896, el refinado William Tebb, inglés de apellido ilustre y nervios de cristal, fundó la Asociación de Londres para la Prevención del Entierro Prematuro. Que existiera semejante institución —y que tuviera socios— ya dice mucho del ambientillo sanitario de la época. Bastaba un diagnóstico torcido o una fiebre inoportuna para acabar a dos metros bajo tierra, con una ventana de aire fresco como último lujo.
No faltaban los inventores con imaginación mórbida. En 1868, Franz Vester diseñó un ataúd con compartimentos para comida, una especie de tupperware de ultratumba, equipado además con sistemas de aviso a la superficie. Un verdadero Airbnb para difuntos indecisos.
Y no solo los pobres desconfiaban de los médicos: el banquero Sir Edward Stern, fallecido en 1933, ordenó que no lo enterrasen hasta estar absolutamente seguros de que no iba a pedir un café después del velatorio. Por si acaso.
Cuando los anatomistas pagan al contado
Mientras algunos temblaban ante la idea de despertar bajo tierra, otros veían en los recién difuntos una oportunidad de negocio que olía a formol y libras esterlinas. Las escuelas de anatomía necesitaban cuerpos frescos —ojo, frescos, no en avanzado estado de compostaje— para que los estudiantes pudieran practicar con bisturís, pinzas y un entusiasmo casi gastronómico por las entrañas humanas.
Y ya se sabe: donde hay demanda, aparece la oferta. En el Edimburgo de 1828, dos visionarios del crimen, William Burke y William Hare, decidieron optimizar el proceso: en lugar de esperar a que alguien muriese, se encargaban personalmente de acelerar el trámite. Luego vendían los cuerpos al doctor Robert Knox, un anatomista con escasa curiosidad moral y una cartera generosa. En total, dieciséis “envíos” perfectamente embalados. Un delivery macabro, pero eficiente.
En medio de este ecosistema de terror gótico y ambición científica surge nuestro protagonista: John Macintire, el hombre que casi logra lo imposible —sobrevivir a su propia autopsia— y tener la decencia de contarlo después.
John Macintire: el muerto que se cansó de estar muerto
La historia de John Macintire tiene tanto dramatismo que uno juraría que Dickens la escribió con resaca y un exceso de café. En abril de 1824, en pleno auge del lucrativo “mercado de cuerpos”, el pobre John cayó víctima de una fiebre pertinaz que lo dejó en un estado que hoy llamaríamos catatonia o trance profundo. Pero claro, en la medicina del XIX eso se traducía con la precisión de un refrán: “más tieso que un bacalao en salazón”.
Y así, con la indiferencia burocrática de la época —una mirada compasiva del médico, un par de oraciones y listo—, Macintire fue declarado difunto, amortajado y despachado al club de los que ya no protestan.
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Lo que vino después parece un relato gótico dictado desde el más allá: oyó el llanto de su enfermera, sintió los dedos de su padre cerrándole los párpados, escuchó los rezos, notó cómo lo colocaban en el ataúd… todo, absolutamente todo, mientras su cuerpo se negaba a obedecerle. Fue un espectador inmóvil en su propio funeral.
Y, como si la escena no fuera ya digna de un exorcismo, su aventura bajo tierra no había hecho más que empezar.
La resurrección no siempre es milagrosa
Los resurrectionists —también llamados “rescatadores nocturnos” o, con menos poesía, “ladrones de tumbas”— eran figuras tan imprescindibles para la ciencia como insoportables para la moral pública. Para los anatomistas, auténticos héroes del suministro. Para el resto, carroñeros que hacían horas extra en el camposanto.
Dos de estos caballeros del subsuelo fueron los encargados de desenterrar a John Macintire, sin sospechar que no estaban levantando un cadáver, sino el preludio del susto más monumental de sus vidas.
Trasladado al anfiteatro anatómico, el cuerpo de John fue recibido con el entusiasmo propio de una clase práctica. Médicos y estudiantes se arremolinaron en torno al “recién llegado”, y uno de ellos, lleno de confianza y vanidad profesional, le hundió el bisturí en el pecho.
Y fue entonces, amigos, cuando el supuesto difunto decidió que ya estaba bien de fingir. Una sacudida violenta, un coro de gritos, bisturís al suelo y batas huyendo como si el infierno se hubiese abierto bajo la mesa. El trance había terminado; la disección, cancelada por intervención divina.
¿Qué le pasó realmente?
Aunque la historia tiene más aroma de leyenda clínica que de caso documentado, figura en The Diary of a Resurrectionist, un libro publicado en 1896 por James Blake Bailey. Presentado como si fueran las propias memorias de Macintire, el relato describe con una angustia casi táctil la experiencia de estar muerto sin estarlo… y de despertar justo cuando te están abriendo el pecho.
Desde el punto de vista médico, lo más probable es que Macintire padeciera un episodio de catalepsia, un trastorno neurológico rarísimo que provoca una parálisis total —fría, rígida y aparentemente definitiva— pero sin pérdida de consciencia. En resumen: un cuerpo inerte, una mente despierta y una pesadilla sin escapatoria. El infierno más íntimo imaginable: estar atrapado dentro de ti mismo.
Ataúdes con Wi-Fi (o casi): la evolución del miedo
La historia de John Macintire no fue un caso aislado, aunque pocas alcanzaron su nivel de drama y teatralidad. El pánico colectivo a ser enterrado vivo dio pie a una fiebre inventiva que desembocó en los llamados safety coffins o “ataúdes de seguridad”. Verdaderos gadgets funerarios equipados con campanillas, tubos de ventilación, trampillas secretas e incluso banderines que se alzaban cual desfile macabro si el “difunto” tiraba de la cuerda adecuada.
Entre los modelos más pintorescos destacó el del conde ruso Karnice-Karnicki, un genio de la paranoia post mortem. Su féretro incluía un rudimentario periscopio, iluminación interior, reserva de oxígeno y un mecanismo que permitía abrirlo desde dentro. El hombre, que debía de desconfiar hasta de San Pedro, diseñó el ataúd perfecto para asegurarse de que, si el cielo le daba portazo, al menos podría salir a contarlo.
Del drama al chiste: la herencia cultural
La imagen del muerto que abre los ojos en plena autopsia, lejos de ser una rareza de cementerio, se ha convertido en un símbolo universal. Desde Edgar Allan Poe hasta Tim Burton, pasando por los zombis descerebrados del cine moderno, el miedo a una muerte mal organizada ha mutado en literatura gótica, sátira negra y carcajada cinematográfica. Es, en el fondo, la gran obsesión humana: temer que la historia no acabe cuando se supone que debe hacerlo.
John Macintire, sin proponérselo, se transformó en pionero del humor macabro y santo patrón de los errores médicos. Logró sobrevivir al entierro, a la autopsia y, sobre todo, a la torpeza de una medicina que aún dudaba entre el incienso y el microscopio. Su caso resume a la perfección el siglo XIX: un tiempo en el que morir era fácil, pero hacerlo del todo… no tanto.
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Fuentes consultadas
- Tebb, W. (1896). Premature burial and how it may be prevented: With special reference to trance, catalepsy, and other forms of suspended animation. Swan Sonnenschein & Co. https://archive.org/details/prematureburialh00tebb
- Wikipedia contributors. (s. f.). Asesinatos de Burke y Hare. Wikipedia, la enciclopedia libre. https://es.wikipedia.org/wiki/Asesinatos_de_Burke_y_Hare
- Bailey, J. B. (Ed.). (1896). The Diary of a Resurrectionist, 1811–1812, to which are added an account of the resurrection men in London and a short history of the passing of the Anatomy Act. Swan Sonnenschein & Co. https://www.gutenberg.org/files/32614/32614-h/32614-h.htm
- Centro Universitario de Navarra (CUN). (s. f.). Catalepsia. Diccionario médico CUN. https://www.cun.es/diccionario-medico/terminos/catalepsia
- Wikipedia contributors. (s. f.). Ataúd de seguridad. Wikipedia, la enciclopedia libre. https://es.wikipedia.org/wiki/Ata%C3%ADd_de_seguridad
- Biblioteca Nacional de España (BNE). (s. f.). Muestra bibliográfica: Edgar Allan Poe (1809–1849). https://www.bne.es/es/servicios/informacion-bibliografica/muestras-bibliograficas/poe_edgar_allan_1809_1849
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