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Steve Wozniak y la bomba falsa del instituto: la broma que casi se le va de las manos

Mucho antes de hacerse famoso por posar sonriente en cada foto que le piden, Steve Wozniak fue un chaval tímido, con un soldador siempre a mano y una imaginación tan desbordada que cualquier adulto sensato habría sospechado. En su instituto californiano, a finales de los sesenta, los profesores veían a un alumno brillante en matemáticas y electrónica, pero lo que no terminaban de ver es que aquel talento servía tanto para construir circuitos impecables como para tramar bromas capaces de inquietar a toda la plantilla del centro.

Entre esas ocurrencias, una se ha convertido en relato casi mítico: la vez que un inocente metrónomo casero empezó a sonar como una bomba de película barata. Una historia tan extravagante que cualquiera juraría que es invento, pero que procede de biografías serias y del propio Wozniak, que con los años la ha contado con la sonrisa de quien sabe que aquello estuvo a un milímetro de acabar mucho peor.

Un adolescente tímido, brillante… y con ideas peligrosamente divertidas

La adolescencia de Wozniak no tuvo nada que ver con bailes de fin de curso ni romances de pasillo. Él jugaba otra liga: la de los transistores, las resistencias y la electrónica casera, esa que convierte una vivienda familiar en un campo de pruebas. De niño llegó a cablear su casa con altavoces que funcionaban como micrófonos, montándose un improvisado centro de escuchas dentro de su propio armario. Cuando su padre lo descubrió, le obligó a desmontar el invento pieza a pieza, seguramente con la esperanza de frenar a tiempo aquel impulso tan suyo de convertir cualquier estructura en un experimento clandestino.

La timidez le acompañaba a todas partes, y las bromas fueron la vía perfecta para expresarse sin tener que pronunciar demasiadas palabras. Si no sabía decir algo, lo decía con cables. Sus chistes no eran de tiza y pizarra, sino de placas y soldaduras. Y así, entre risas, cables sueltos y pequeños sustos al profesorado, terminó visitando varias veces la oficina del director, que ya no sabía si temerle o admirar su inventiva.

A la vez, era el alumno que pulverizaba las notas de matemáticas, ganaba premios sin inmutarse y destacaba en todas las ciencias. Tenía cabeza para todo, pero de vez en cuando la usaba para transformar el instituto en un laboratorio de humor técnico que no siempre era bien recibido.

El metrónomo inocente que sonaba a bomba de película

El capítulo más célebre de su carrera como bromista empezó con un metrónomo electrónico. De esos que marcan el ritmo en clase de música para que nadie destroce la melodía. Wozniak decidió construir el suyo, como quien monta un rompecabezas pero en versión soldador.

Al escucharlo terminado, un detalle le sacudió la mente: aquel “tic-tic-tic” tenía exactamente el mismo ritmo que las bombas de las películas. En lugar de pensar en solfeo, pensó en explosivos. Y ahí empezó la deriva.

Cogió unas baterías grandes, les quitó las etiquetas, las pegó con cinta adhesiva, acopló el metrónomo y creó un artefacto que, visualmente, parecía sacado de una serie policíaca de presupuesto escaso. Para colmo, instaló un sistema que aceleraba el tic-tac cuando se abría la taquilla donde decidió esconderlo.

El problema añadido era que el instituto llevaba semanas recibiendo amenazas de bomba. En ese clima, cualquier aparato sospechoso era dinamita emocional. La broma tenía todas las papeletas para terminar mal. Y así fue.

El director héroe de patio de instituto

Alguien abrió la taquilla y vio el invento. El pánico se activó como un resorte. Llamaron al director, que se sintió súbitamente convertido en protagonista de una película de acción de sobremesa. Sin pensarlo, agarró el “artefacto”, salió al campo de fútbol y allí, en mitad del césped, decidió jugarse el tipo arrancando cables como si estuviera desactivando una verdadera amenaza explosiva.

La imagen, contada con los años, roza la comedia: el director corriendo con el aparato contra el pecho, el metrónomo haciendo un “tic-tac” que iba ganando velocidad, y el resto del personal mirando como si aquello fuera a volar el centro entero. Al final, claro, no había pólvora ni detonadores, solo la mente juguetona de un adolescente que había llevado demasiado lejos una ocurrencia.

Lo triste —o lógico— es que en ese momento nadie tuvo ganas de reírse. Ni la policía, ni la dirección, ni quienes debían decidir qué hacer con aquel chico que confundía el contexto de amenazas reales con un ejercicio de creatividad electrónica.

De premio de matemáticas a detenido juvenil en un suspiro

Unas horas después, llamaron a Wozniak al despacho del director. Él entró pensando que era por su enésimo premio de matemáticas; aquello de recoger reconocimientos se había convertido en rutina. Pero encontró a la policía esperándolo.

El dispositivo estaba desmontado, el susto había recorrido el instituto y la broma había dejado de ser infantil para convertirse en asunto serio. Cuando el director relató su gesta en el campo de fútbol, Wozniak no pudo evitar reírse. Aquello no mejoró su situación.

El desenlace fue rápido: nada de castigos escolares. Acabó en un centro de detención de menores, donde pasó la noche, víctima de su talento y de su falta de freno.

Una noche en el correccional: barrotes, ventiladores y electricidad

La historia de esa noche se ha repetido tanto que ya forma parte del folclore tecnológico. Wozniak no dedicó las horas a reflexionar sobre su conducta. Según las versiones más extendidas, enseñó a otros internos a manipular los ventiladores del techo para llevar corriente a las rejas, de modo que cualquiera que las tocara recibiera una pequeña descarga. Una idea descabellada y peligrosa, pero perfectamente coherente con el personaje: para él, la electricidad era herramienta, juguete y arma cómica a la vez.

Algunos creen que quizá exageró esa parte con los años, que la adornó para darle gracia. Puede ser. Lo que sí es evidente es que su relación con la autoridad siempre estuvo atravesada por cables, chispazos y un sentido del humor que no entendía de límites.

Un historial de bromas tecnológicas: del instituto a la universidad

Lo del metrónomo no fue un caso aislado. En la universidad de Colorado, su pasión por las travesuras electrónicas casi le cuesta la expulsión. Manipuló los sistemas de impresión para generar interminables listados con mensajes provocadores, incluidos insultos al presidente de entonces. A Wozniak le salió muy cara la broma, tanto que tuvo que dejar la universidad y regresar a California.

Steve Wozniak bomba falsa

Ese regreso, paradójicamente, lo acercó de nuevo a Steve Jobs y, en última instancia, a la fundación de Apple. Las cosas que tiene el destino: una broma de mal gusto con impresoras acabó teniendo, indirectamente, impacto en la historia de la informática moderna.

Los experimentos continuaron. Ya junto a Jobs, se dedicaron a fabricar las llamadas “cajas azules”, aparatos con los que era posible manipular el sistema telefónico y hacer llamadas gratis a cualquier parte del mundo. Entre otras gamberradas, llamaron al Vaticano haciéndose pasar por un alto cargo estadounidense. La adolescencia había quedado atrás, pero el espíritu seguía intacto.

El metrónomo y su eco en pleno siglo XXI

Décadas después, la anécdota del metrónomo volvió a surgir cuando un estudiante de Texas fue detenido por llevar a clase un reloj casero. Aquel caso abrió un debate enorme sobre creatividad, prejuicios y miedo en las escuelas. Wozniak aprovechó para recordar su propia experiencia juvenil y explicó cómo, en 1967, aquel invento inocente interpretado como bomba lo llevó a pasar la noche arrestado.

Subrayó algo interesante: muchos perfiles creativos del ámbito tecnológico comparten una cierta inclinación a cruzar límites en la adolescencia, a trastear sin permiso, a curiosear donde no deben. Sin justificar comportamientos arriesgados, defendía la idea de que la creatividad nace a menudo de ese impulso de explorar y probar.

La fina línea entre la broma pesada y la vocación de ingeniero

Si se observa con perspectiva, el episodio del metrónomo revela un patrón nítido en la vida de Wozniak: para él, la tecnología siempre fue un modo de expresarse. No era solo cableado e interruptores, era una forma de hablar cuando las palabras le faltaban. El mismo ingenio que años después diseñaría los primeros ordenadores de Apple ya estaba ahí, escondido en una taquilla, disfrazado de bomba chapucera.

El instituto vio una amenaza. La policía vio un peligro. Wozniak, en cambio, veía un ejercicio de electrónica con una dosis generosa de humor adolescente. Ese choque de perspectivas explica por qué la historia ha perdurado tanto y por qué sigue fascinando: muestra cómo la creatividad puede confundirse fácilmente con algo más oscuro cuando el contexto se retuerce.

En resumen, aquel último año de instituto dejó una escena difícil de olvidar: un metrónomo que sonaba a bomba, un director que corrió por el campo de fútbol como si fuera a salvar el mundo, un adolescente esposado y una noche en un centro juvenil donde la electricidad volvió a ser protagonista. Un capítulo real que parece escrito por alguien con especial debilidad por la ironía.

Vídeo: Steve Wozniak on busting Apple myths and prank calling Henry Kissinger, Steve Jobs, and his favourite…”

Fuentes consultadas

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