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Adam Ant: de corsario del pop a cowboy con pistola de pega

El ascenso de un pirata con eyeliner

En la Inglaterra de finales de los setenta, cuando los Sex Pistols vociferaban nihilismo y la mugre se convirtió en estética oficial, apareció un tipo que decidió que el punk podía ser algo más que escupitajos y guitarras desafinadas. Stuart Leslie Goddard, rebautizado como Adam Ant, tenía claro que el ruido podía ir de la mano del teatro. Estudiante de diseño gráfico, con achaques de salud mental y una inclinación natural a disfrazarse como si cada día fuese carnaval, convirtió lo marginal en moda. Así nació Adam and the Ants, grupo que en ocasiones parecía más una cuadrilla de teatro experimental que una banda pop.

Con pinturas tribales, chaquetas de época y bailes a medio camino entre un desfile militar y una coreografía de carnaval, Ant y su séquito lograron lo que parecía imposible: vender discos a espuertas con sus pintas de figurantes de zarzuela marciana ensayada en un galeón embarrancado, entre pelucas empolvadas, plumas de papagayo y monos tocando timbales reciclados.

Era el post-punk con lentejuelas, el glam-pop con parche en el ojo y sobredosis de brilli-brilli. Y funcionó. Eran los 80.

Himnos con purpurina

Canciones como Stand and Deliver o Prince Charming no sólo fueron éxitos de ventas, sino auténticos rituales de iniciación para adolescentes que querían rebelarse con cierta clase. Mientras otros destrozaban guitarras, Adam se pintaba la cara y se plantaba en escenarios televisivos con pintas de pirata libertino e ínfulas de noble decadente.

Adam Ant

El público caía rendido: la televisión lo adoraba, los adolescentes lo imitaban y los críticos, aunque muchos arrugaban la nariz, no podían ignorar el fenómeno. Pero los egos y la maquinaria del pop son crueles y el propio Adam decidió disolver la banda en 1982 para lanzarse en solitario.

Hubo éxitos como Goody Two Shoes, pero la magia tribal se evaporaba entre productores más perdidos que un monaguillo en un pogo y peinados tan rígidos que podrían haber pasado por yelmos medievales en una recreación histórica patrocinada por L’Oréal.

Las discográficas dejaron de verlo como el heredero natural de Bowie y empezaron a sospechar que era más bien un Liberace con toneladas de traumas postpunk.

El sueño americano y la caída libre

A principios de los noventa, Adam probó suerte en Hollywood. La meca del cine no le esperaba con los brazos abiertos, sino con papeles secundarios y mucha frustración. Entre castings fallidos y rechazos en cadena, su salud mental empezó a resentirse de forma alarmante. Diagnosticado con trastorno bipolar, oscilaba entre la euforia y la depresión con la inevitable regularidad de un metrónomo.

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El oscuro asunto «Prince of Wales«

Y llegó la escena que marcaría su biografía como un tatuaje de tinta imborrable: enero de 2002, pub The Prince of Wales en Camden Town. El antiguo ídolo, vestido de vaquero como si acabara de rodar un western de saldo para la BBC, irrumpió en el local con una pistola en la mano mientras vociferaba, fuera de sí, una frase que, según testigos, sonaba a mezcla entre “¡Esto no ha terminado, bastardos!” y “¡Llamad a vuestros jefes, quiero justicia!”, aunque ninguna versión oficial ha logrado unificar las declaraciones.

El problema no era tanto la amenaza —la pistola era de plástico, adquirida probablemente en alguna tienda de disfraces— como la puesta en escena: un ex dandi del glam-pop, disfrazado de Billy el Niño de mercadillo, irrumpiendo en un céntrico y bullicioso pub de Londres. Los parroquianos observaban entre atónitos y divertidos. Algunos pensaron que se trataba de un happening artístico patrocinado por el establecimiento; otros, que era una promo encubierta de la MTV.

Incluso hubo quien aplaudió por inercia, como si esperase que empezara a cantar Prince Charming con sombrero de cowboy mientras se marcaba un baile aderezado con filigranas ejecutadas con el lazo para cazar reses.

Adam Ant in mental ward

Tampoco se sabe a ciencia cierta si lo que gritó sonaba a amenaza, a performance o a Clint Eastwood en un karaoke con resaca y sin almorzar. Lo único seguro es que aquel pub se convirtió durante unos minutos en escenario involuntario de un videoclip sin director, sin presupuesto, sin guion y con agentes de la policía como actores invitados.

Escándalo, tabloides y rehabilitación

La policía lo arrestó y los tabloides británicos encontraron un filón para sus portadas durante semanas: “De Príncipe azul a cowboy con problemas”. Los diarios sensacionalistas, siempre ávidos de transformar cualquier tropiezo en tragicomedia nacional, explotaron la noticia con titulares cada vez más barrocos. Uno hablaba de “El forajido del pop”, otro de “Western en Camden con cerveza tibia de por medio”.

Era el circo perfecto: un ídolo caído, un pub como escenario y un revólver de juguete que parecía sacado de la sección infantil de Harrods.

Que se levante el húsar… perdón, el acusado

El tribunal, más perplejo que severo, le impuso tratamiento psiquiátrico. La imagen de Adam Ant pasó entonces de ser la de un icono excéntrico a la metáfora viviente de la decadencia ochentera: eyeliner corrido, chaquetas con charreteras y un diagnóstico clínico más sólido que su carrera musical en aquel momento.

Para muchos, su caída simbolizaba la resaca cultural de una generación que se maquilló como guerreros tribales y terminó con cita mensual en la consulta del psiquiatra.

Pero la historia no terminó ahí, ni mucho menos.

En 2013, tras años de silencio, terapia y especulaciones de fans que lo daban por perdido, reapareció con un disco de título que hace honor a su personalidad, excesivo e inabarcable: Adam Ant Is the Blueblack Hussar in Marrying the Gunner’s Daughter.

Adam Ant
Adam Ant postulándose para «Piratas del Caribe: naufragio sin perder el estilo»

El nombre parecía escrito por un corsario shakespeariano, pero ahí estaba. La crítica no sabía si enfrentarse a aquello como un gesto conceptual, como un chiste interno o como el diario personal de alguien con demasiada tinta en el tintero. Los seguidores, sin embargo, acudieron fieles a los conciertos, donde el dandi tribal resucitaba con menos brillo, más cicatrices y la misma testarudez de siempre.

Porque si algo no había perdido Adam, además del gusto por los títulos imposibles, era su obstinación casi heroica por seguir siendo él mismo, contra viento, marea y lógica de mercado.

El legado del pirata moderno

Adam Ant sigue siendo hoy una figura de culto, más por su inimitable teatralidad que por su discografía. Su caída fue tan aparatosa como su ascenso, y quizá por eso resulta fascinante. Mientras otros construyen carreras meticulosamente planificadas, Ant se despeñó entre lentejuelas, maquillajes pomposos y pistolas de juguete, dejando tras de sí una estela de épica desordenada.

Y en su rareza radica su grandeza: Adam Ant no es un simple músico, sino el recordatorio viviente de que el pop, en su versión más chispeante, es un carnaval desquiciado donde hasta el sheriff puede llevar maquillaje tribal y terminar esposado al ritmo de Prince Charming.

Adam and the Ants – Prince charming


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Fuentes: BBCThe GuardianWikipedia

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