En el verano ardiente y polvoriento de 1936, Buenaventura Durruti, anarquista de verbo rápido y gatillo aún más rápido, se embarcó en una misión singular: construir un camino en medio de la nada. Literalmente. En los Monegros, ese desierto aragonés que parece diseñado para ensayar distopías, el líder anarquista organizó algo insólito: una brigada de construcción de caminos. Lo realmente extraordinario no fue la iniciativa en sí, sino los protagonistas que puso a cargar palas y picos: un campamento entero de gitanos. Y sí, esto ocurrió.
De las barricadas a los baches: el anarquismo se hace obra pública
La columna Durruti, compuesta por milicianos convencidos e idealistas avanzaba hacia el frente aragonés. Pero no todo era pegar tiros y gritar «¡No pasarán!». También había tiempo para reorganizar la retaguardia, discutir sobre colectivización campesina y, de paso, echar una mano con la infraestructura.
Durruti, lejos de limitarse a hacer discursos inflamados, se arremangó el mono de faena y decidió que hacía falta un camino que conectara Pina de Ebro con el recóndito Monegrillo, una localidad que en aquella época parecía tan accesible como la cara oculta de la luna. ¿La solución? Una brigada de voluntarios «no aptos para el combate». Eufemismo donde los haya: inválidos, torpes, viejos…. Y, por supuesto, los gitanos.
Encuentro en el campamento: del cante jondo al trabajo forzoso
Un día, mientras su columna cruzaba el desierto monegrino, Durruti dio con un campamento gitano. Familias enteras, con sus carros, mantas y cántaros, instaladas sin preocuparse lo más mínimo de guerras, lucha de clases, líneas de frente ni trincheras. Aquello era, para el líder anarquista, un rompecabezas con sombrero cordobés. ¿Qué hacía esa gente ahí, sin permiso, sin ideología definida, y sobre todo, sin colaborar?
La sospecha no tardó en aparecer: «Podrían ser espías de Franco», susurraron algunos. Durruti, con la mezcla de desconfianza y pragmatismo que lo caracterizaba, tomó una decisión temeraria: integrarlos. A la fuerza.
Lo primero: el vestuario. “¡Fuera esos trapos!”, ordenó, y no con mucha dulzura. “Ahora os vestís como nosotros”. Es decir, con monos de trabajo. Los gitanos, poco entusiasmados, obedecieron. Porque Durruti no era precisamente un párroco de aldea de suaves modales: era el tipo que mandaba en ese trozo de mundo y no toleraba objeciones.
Segundo paso: la moral laboral. “Ya que vestís como obreros, ¡a trabajar como obreros!”. Aquí es donde la historia se vuelve tragicómica. A los gitanos se les dio pico y pala.
Con el calor del mes de julio.
Se les asignó un tramo del camino.
Y allí, entre sudores, maldiciones en caló y resignación, comenzó a forjarse lo que hoy se conoce como el camino de los gitanos.
El castigo de Dios, versión libertaria
Para los habitantes locales, aquel episodio fue poco menos que milagroso. Que Durruti, aquel revolucionario temido y admirado, hubiese conseguido que los gitanos trabajaran como peones de obra, se comentaba en los cafés de Pina con una mezcla de incredulidad y asombro. Para los propios gitanos, sin embargo, aquello fue, literalmente, «un castigo de Dios».
Cuentan los testigos, que cada vez que el líder anarquista aparecía a supervisar las obras, se producía un silencio casi litúrgico. Los gitanos, sudorosos y con la espalda doblada, alzaban el brazo con el puño cerrado, el saludo antifascista oficial. Pero no lo hacían por ideología: lo hacían por miedo. «Allí está el señor Durruti», murmuraban con acento andaluz, como si se tratara de una aparición mariana con cara de malas pulgas.
Infraestructura revolucionaria: con sus palas y sus penas
Hoy en día, aquel tramo de carretera sigue ahí, polvoriento pero funcional. Y aún se le conoce como el camino de los gitanos. No por desdén, sino porque nadie ha podido borrar la huella que dejaron aquellos días en los que la historia y el absurdo se dieron la mano bajo el sol monegrino. Aquel episodio, mezcla de paternalismo revolucionario, improvisación y una pizca de coerción, sintetiza como pocos la extraña epopeya de la Guerra Civil Española: donde la utopía a menudo acababa con agujetas, y la revolución se pavimentaba a pico y pala, aunque fuera a regañadientes.
Lo cierto es que Durruti no era precisamente un burócrata ni un esteta. Él veía un problema y lo resolvía, aunque fuera a base de imponerse con carisma de acero y ceño fruncido. ¿Que había que colectivizar? Se colectivizaba. ¿Que había que movilizar a los gitanos? Se les movilizaba. ¿Que no querían trabajar? Pues se les daba un mono, una pala, y que el cielo les pillara confesados.
El episodio no sólo retrata a Durruti como un líder pragmático y algo bruto, sino que desnuda, con toda su crudeza tragicómica, los límites del idealismo en tiempos de guerra.
Porque entre los sueños de justicia social y la realidad del secano aragonés, hay un camino. Y sí, lo cavaron los gitanos.
Un humilde camino que, hasta el día de hoy, es la única obra civil en la historia construida íntegramente por gitanos.
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Fuentes: Principio de incertidumbre – El corto verano de la anarquía – Revista Montesnegros
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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