En los abismos de la historia, repletos de grandes guerras, inventos revolucionarios y personajes memorables, hay también un huequito entrañable —y no menos fascinante— reservado para la mediocridad con mayúsculas. Y uno de estos huecos ocurrió en 1927, entre Charleston, Jazz y un Wall Street aún sin colapsar, cuando un editor llamado William S. Dutton, de la revista American Magazine, se levantó una mañana y pensó: “¿Y si encontrásemos al hombre más promedio de América?”.
Porque a ver… ¿quién necesita otro artículo sobre Charles Lindbergh o Henry Ford cuando se le puede ofrecer al lector el retrato glorioso del perfecto Don Nadie?
La caza del hombre medio: un casting de lo más exquisitamente anodino
Para encontrar al nuevo héroe de la mediocridad, Dutton no improvisó. Nada de lanzar dardos a un mapa o de encuestar a transeúntes al azar. El método fue más científicamente exquisito: el censo nacional, ese venerable almacén de estadísticas y sueños rotos, sería el punto de partida. A él se sumó un mapa y una lista de requisitos que haría palidecer a cualquier comité de admisión de Harvard, pero en versión inversa.
Los criterios eran precisos hasta la meticulosidad: el hombre debía haber nacido en Estados Unidos (la mediocridad empieza en casa), tener una estatura media (nada de sobresalir), una educación media (ni listo ni tonto, por favor), y una ideología centrada como un diapasón en reposo. El domicilio debía encontrarse en una calle común, la casa debía ser perfectamente normal, el coche, ni lujoso ni lamentable, y la familia debía contar con cuatro miembros exactos —dos adultos, dos crías— como dictaba la Oficina del Censo. Ah, y su empleo, por supuesto, debía ser el más insulso: un pequeño negocio unipersonal, sin éxito excesivo, sin bancarrota dramática.
El resultado de tan peculiar búsqueda geodemográfica fue Fort Madison, Iowa, una localidad que, dicho sea sin ánimo de ofender, parece diseñada por un comité de urbanistas empeñados en no emocionar a nadie. Allí, en sus calles serenas y previsibles, se desató una encuesta entre los vecinos:
¿Quién de vosotros, queridos ciudadanos, es el más perfectamente olvidable?
Roy L. Gray: el emperador del gris
El veredicto cayó como una losa amable pero firme: Roy L. Gray, propietario de una tienda de ropa, casado, dos hijos, 43 años. El nombre mismo parece salido de un generador aleatorio de empleados públicos. Y sin embargo, Roy era real. Y cumplía todos y cada uno de los requisitos con una precisión que rozaba lo poético: ni demasiado simpático ni abiertamente hostil, ni rico ni pobre, ni demasiado alto ni particularmente bajo.
Roy, el medallista olímpico de la mediocridad.
Cuando William S. Dutton llamó a su puerta y le informó, con ese tono entre triunfal y ligeramente condescendiente, que era el «Hombre Más Normal de Estados Unidos«, Roy no se desmayó, ni lloró de alegría, ni se abalanzó sobre el editor en un arranque de pasión cívica. Simplemente dijo: “Ah, bueno, está bien”, y aceptó una entrevista como quien acepta una galleta sin azúcar.
Porque Roy era eso: moderación con patas.

De Fort Madison a Chicago: la odisea de un Don Nadie
La revista, encantada con su hallazgo, decidió premiar al campeón de la tibieza con una experiencia VIP en Chicago. Gray fue recibido por el mismísimo alcalde, agasajado como si hubiera inventado el pan de molde, y mimado por unos días como si de un héroe nacional se tratara. Pero ni con esa dosis de gloria prestada se le subió la fama a la cabeza. Roy siguió siendo Roy: amable, templado, probablemente con un sombrero perfectamente convencional y un traje de corte anodino.
No hay constancia de que causara alboroto en Chicago, ni que la ciudad se rindiera a sus pies. Posiblemente, fue saludado con una mezcla de simpatía y desconcierto. ¿Acaso esperaban que el Hombre Más Promedio de América fuera… interesante?
Tras aquella breve excursión a la extravagancia mediática, Gray regresó a su hogar, a su tienda de ropa, a su familia de manual. Y allí se le perdió el rastro. No porque ocurriera algo trágico, sino porque sencillamente no pasó nada. Lo cual, en cierto modo, era coherente con su título.
El encanto perverso de lo común
La historia de Roy L. Gray puede parecer una anécdota pintoresca más, pero encierra una reflexión sutil sobre la obsesión estadounidense por la norma. En una época en la que la individualidad y el genio eran idolatrados con fervor, Dutton hizo justo lo contrario: celebró la mediocridad.

O mejor dicho, la representatividad estadística, que viene a ser la mediocridad con diploma.
En el fondo, este experimento era una forma de responder a una pregunta que atormentaba a sociólogos, políticos y publicistas: ¿quién es el americano promedio? ¿Cómo piensa? ¿Qué come? ¿Qué coche conduce? ¿Qué música detesta en secreto?
Gray se convirtió, sin pretenderlo, en el espejo donde todos podían mirarse y decir: “Yo también soy un poco Roy”.
Su mérito fue encajar como un guante en el molde de la norma.
¿Qué fue de Roy L. Gray?
Después de su fugaz momento de gloria, Roy L. Gray volvió a Fort Madison y se desvaneció, como el humo de un puro a medio terminar. No se hizo escritor de memorias, no se postuló para alcalde, no protagonizó anuncios de coches ni fue invitado al Congreso. Siguió vendiendo ropa, criando a sus hijos, y probablemente reparando goteras los domingos por la tarde.
Y esa, queridos lectores, es precisamente la gracia. Porque en un mundo que idolatra a los que rompen moldes, Roy fue una oda viviente al molde mismo. Y eso tiene su aquel.
Hoy, en la era de los selfis con filtro, del “sé tú mismo” convertido en franquicia y del algoritmo que bendice cualquier rareza con tres “me gusta”, Roy no tendría cabida. Sería un fantasma digital, condenado al anonimato entre gatos que tocan el piano y gurús del minimalismo en TikTok.
O peor aún: algún iluminado le convencería de abrir un pódcast titulado La insoportable levedad de ser normal. Pero no: a Roy le tocó vivir en una época benévola, donde la normalidad aún podía ser un lujo y lo ordinario, con toda su gloriosa falta de épica, resultaba extraordinariamente… ordinario.
Fuentes: El Progreso – Weirduniverse – NYTimes
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.