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Los científicos que murieron de hambre rodeados de comida: la epopeya del Instituto Vavílov en el sitio de Leningrado

Durante el sitio de Leningrado, aquella ciudad helada y asediada durante 872 días entre 1941 y 1944, la comida dejó de ser un derecho para transformarse en mito, ración mínima y objeto de trueque. El pan oficial llegó a mezclarse con serrín para dar impresión de volumen. Se comieron perros, gatos, ratas, pegamento, cuero hervido y, demasiado a menudo, lo innombrable. El hambre fue una táctica militar, no un accidente; una forma lenta y deliberada de extinguir a la población.

Y, sin embargo, en medio de esa ciudad que se caía literalmente de inanición, existía un lugar donde la comida no faltaba. No era un almacén común, sino un auténtico tesoro de la humanidad: toneladas de arroz, trigo, legumbres, tubérculos y frutos secos cuidadosamente ordenados y etiquetados. El banco de semillas del Instituto de Industria Vegetal de Leningrado, hoy conocido como Instituto Vavílov, era por entonces la mayor reserva de diversidad agrícola del planeta.

Un pequeño grupo de botánicos y técnicos decidió encerrarse dentro para custodiar aquel patrimonio. Tomaron una determinación que, vista con los ojos de hoy, parece casi inasimilable: proteger aquellas semillas… sin permitirse consumir ni un puñado, aunque su propia supervivencia dependiera de ello. Muchos murieron de hambre rodeados de sacos que podrían haber prolongado sus vidas.

La historia tiene esa manía de crear episodios que superan cualquier argumento de novela.

Leningrado sitiada: una ciudad famélica y congelada

El cerco de Leningrado se inició el 8 de septiembre de 1941, cuando las tropas alemanas, junto a sus aliados finlandeses, cortaron las últimas rutas de suministro. La ciudad quedó aislada del resto del país, salvo por un estrecho y frágil corredor a través del lago Ladoga que funcionaba de forma intermitente y bajo fuego constante.

Durante más de dos años, los habitantes malvivieron con raciones tan escasas que rozaban lo simbólico. El pan se elaboraba con sustitutos que poco tenían de cereal. Miles de personas murieron de hambre y frío; las cifras más prudentes hablan de más de un millón de civiles fallecidos en una ciudad que, antes de la guerra, rondaba los tres millones de habitantes.

instituto vavilov

El invierno de 1941-1942 fue el más cruel. Con temperaturas que alcanzaron los cuarenta grados bajo cero, sin electricidad, sin combustible y con bombardeos diarios, Leningrado se convirtió en un laboratorio extremo de resistencia humana. La población arrancaba el parquet para quemarlo, hervía cinturones o zapatos para obtener algo de calorías y hacía desaparecer cualquier forma de vida de los parques. El canibalismo dejó de ser susurro para convertirse en una realidad que la policía documentaba.

Y en ese paisaje estremecedor, un edificio gris en la calle Herzen albergaba un tesoro silencioso: cientos de miles de variedades de semillas recolectadas por todo el mundo. Allí se jugaba una batalla paralela, tan decisiva como la militar: la lucha por preservar el futuro de la agricultura.

El sueño de Nikolái Vavílov: acabar con el hambre a través de las semillas

Mucho antes de que la palabra “biodiversidad” entrara en el vocabulario habitual, un botánico ruso ya perseguía ese concepto con pasión casi febril. Nikolái Vavílov, nacido en 1887, consagró su vida a una idea tan sencilla como revolucionaria: si la humanidad reunía, estudiaba y cruzaba las variedades adecuadas de plantas, se podrían erradicar las hambrunas que habían marcado la historia durante siglos.

Para ello recorrió medio planeta. Visitó Persia, Asia Central, China, Japón, América del Norte y América Latina en busca de los centros de origen de los cultivos, las regiones donde las plantas domesticadas habían surgido y se habían diversificado. Identificó ocho grandes focos, desde China hasta los Andes, pasando por la India, el Mediterráneo y Centroamérica.

instituto vavilov

El fruto de esas expediciones fue monumental. En la década de 1930, su instituto reunía entre 200.000 y 220.000 variedades de semillas, la mayor colección de riqueza genética vegetal de su tiempo. En 1921 asumió la dirección del Instituto de Cultivo y Botánica Aplicada de Petrogrado, que más tarde se convertiría en el Instituto de Industria Vegetal de Leningrado, origen del actual Instituto Vavílov.

El destino, sin embargo, le reservó una ironía trágica. El científico que soñó con erradicar el hambre terminó muriendo precisamente de hambre en una prisión soviética en 1943. Cayó en desgracia política ante un régimen obsesionado con Trofim Lysenko, un agrónomo afín al poder que rechazaba la genética y defendía teorías pseudocientíficas.

Cuando comenzó el cerco de Leningrado, Vavílov ya estaba entre rejas. Pero su instituto seguía repleto de semillas… y de discípulos determinados a protegerlas.

El banco de semillas de Leningrado: toneladas de comida… intocables

El Instituto de Industria Vegetal no era una fortaleza subterránea ni un laboratorio ultramoderno. Era un edificio del centro de la ciudad, situado cerca del consulado alemán y del prestigioso Hotel Astoria, dos lugares que los nazis evitaron bombardear para conservarlos de cara al futuro. Gracias a esa coincidencia geográfica, el instituto sobrevivió a muchos ataques que habrían destruido su contenido.

En sus salas se guardaban colecciones de arroz, trigo, maíz, cebada, legumbres, frutas desecadas, frutos secos y, a través de la estación experimental de Pavlovsk, miles de variedades de frutas y bayas. Pavlovsk, situada en las afueras, conservaba unas cinco mil variedades de frutos y más de mil de fresas, muchas de ellas irreemplazables.

Antes de que el cerco se cerrara por completo, una parte de la colección fue evacuada apresuradamente hacia los Urales en trenes improvisados y equipajes personales. Decenas de miles de muestras pudieron salir, pero no todo. Una cantidad enorme de material genético quedó en Leningrado, especialmente el que necesitaba condiciones de conservación estables.

instituto vavilov

Cuando el aislamiento fue total, el instituto dejó de ser simplemente un centro de investigación. Aquellas salas repletas de semillas se transformaron en un almacén de comida potencial en una ciudad que se desangraba de hambre. Las semillas eran vida en estado latente, calorías compactas y, por tanto, una tentación evidente.

Los trabajadores tomaron una decisión casi suicida. Sellaron el edificio, tapiaron ventanas, organizaron turnos de guardia y durmieron en los pasillos. Había que defender las colecciones de tres amenazas principales: las bombas, el saqueo… y la desesperación propia.

Mientras medio Leningrado desmontaba muebles para calentarse, los botánicos seguían clasificando variedades de arroz sin llevarse un solo grano a la boca. La imagen, por sí sola, resume la dimensión moral del episodio.

Morir de hambre rodeados de comida

Aquí la historia adquiere un tono que incomoda. No por melodramático, sino por la crudeza del dilema.

Muchos trabajadores del instituto murieron literalmente de inanición junto a las semillas que protegían. El responsable de la colección de arroz apareció sin vida junto a los sacos que él mismo había cuidado. Algunos de los expertos en tubérculos fallecieron en los sótanos donde se almacenaban miles de variedades de patata que nunca probaron.

Cuando el cerco terminó, las colecciones estaban prácticamente intactas. Ni los saqueos, ni los bombardeos, ni las ratas, ni la desesperación humana lograron destruir aquella reserva genética.

Años más tarde, un divulgador preguntó a los supervivientes si no se habían vuelto locos. La respuesta fue contundente. Sabían que la guerra arrasaría cosechas, campos, variedades autóctonas. Tras el conflicto, el país necesitaría esas semillas para volver a sembrar y alimentar a millones. Si se las comían, destruirían décadas de investigación y condenarían a futuras generaciones a pasar hambre.

En resumen, consideraron que sus vidas eran sacrificables, pero las semillas no.

Cuántos murieron realmente: entre la historia y la leyenda

Uno de los aspectos más llamativos del episodio es que las cifras no coinciden.
Algunas crónicas mencionan nueve científicos muertos. Otras hablan de doce, incluyendo al encargado del arroz y varios expertos en patatas. Hay estudios en castellano que elevan la cifra a una treintena de trabajadores fallecidos. En otras fuentes se mencionan entre diecinueve y veintiocho muertos entre investigadores y estudiantes.

Las discrepancias no implican engaño, sino la dificultad de reconstruir los hechos con documentación soviética fragmentaria y testimonios tardíos. Lo esencial permanece inalterado: un número significativo de hombres y mujeres del Instituto Vavílov murió de hambre sin tocar las semillas que custodiaban.

La precisión numérica modifica la estadística, pero no la profundidad del sacrificio. Lo que cambia, quizá, es el aura de leyenda que ha ido creciendo alrededor del suceso.

Ratas, nazis y burocracia: enemigos inesperados

Toda historia épica necesita antagonistas, y aquí aparecen varios.

Las ratas, por ejemplo, estuvieron a punto de destruir lo que no consiguieron ni las bombas ni el frío. En un edificio helado, con montañas de grano, encontraron un paraíso. Los trabajadores tuvieron que mantener una lucha constante contra ellas, reorganizando salas y diseñando trampas improvisadas.

El régimen nazi también trató de hacerse con colecciones agrícolas soviéticas. Hubo expediciones dirigidas por científicos afines a las SS para trasladar bancos de semillas desde Ucrania o Crimea a Austria. Sin embargo, el banco de Leningrado resistió tras sus muros y nunca cayó en manos alemanas.

A todo ello se sumaba la propia burocracia soviética, que no consideró el instituto una prioridad en los primeros compases de la guerra. Mientras museos como el Hermitage eran evacuados con rapidez, el banco de semillas quedó a la deriva y fueron los propios científicos quienes organizaron las evacuaciones parciales y la defensa del edificio.

La ironía se escribe sola: aquel tesoro agrícola, despreciado por muchos dirigentes, resultó ser esencial para la agricultura soviética después de la guerra.

Lo que aquellas semillas cambiaron del mundo

Puede parecer un episodio marginal, reservado a amantes de rarezas históricas, pero las consecuencias fueron enormes.

Después de la guerra, las colecciones del Instituto Vavílov se convirtieron en la base de los programas de mejora genética de cultivos en todo el país. Algunos análisis señalan que una proporción amplísima de los cultivos soviéticos de la posguerra procedía directa o indirectamente de esas semillas. Otros cálculos afirman que, hacia finales de los años setenta, una parte sustancial de las tierras cultivadas utilizaba variedades derivadas del material conservado en Leningrado.

El trabajo de Vavílov inspiró la creación de bancos de semillas por todo el mundo. Hoy existen más de mil. Entre los más conocidos se encuentran grandes depósitos internacionales que actúan como respaldo global de la agricultura.

El Instituto Vavílov sigue activo en San Petersburgo, con recursos modestos pero con una colección que supera las cuatrocientas mil muestras. Custodia variedades que ya han desaparecido de sus lugares de origen, convirtiéndose en un refugio de biodiversidad vegetal.

La epopeya también ha llegado a la cultura popular. Libros, canciones y ensayos han recuperado la historia de los científicos que murieron por proteger las semillas. En Rusia, la figura de Vavílov ha sido reivindicada oficialmente y su instituto lleva su nombre desde finales de los años sesenta.

Una lección incómoda sobre ciencia, hambre y futuro

La historia del Instituto Vavílov resume muchas contradicciones del siglo XX: regímenes que desconfiaban de sus propios científicos, guerras capaces de borrar del mapa cosechas enteras, burocracias que ignoraban lo esencial y, por encima de todo, personas dispuestas a sacrificarlo todo por preservar el futuro.

En la ciudad más hambrienta de Europa, un grupo de hombres y mujeres decidió que aquellas semillas no se tocaban. Que el arroz, el trigo, las patatas y los frutos que custodiaban no eran comida, sino esperanza.
El lector quizá habría actuado de otra forma. Ellos no. Y gracias a esa determinación, buena parte de la agricultura posterior pudo reconstruirse con variedades que, sin su sacrificio, se habrían extinguido.

Vídeo: “They Starved Surrounded By Food

Fuentes consultadas

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