En el ya caluroso mes de abril del año 2000, cuando el mundo aún se reponía de la paranoia del efecto 2000, un hombre en Filipinas decidió darle un nuevo significado al concepto de “viaje de alto riesgo”. Se llamaba Augusto. Augusto Lakandula. Y destinado a alcanzar la inmortalidad en los anales del ridículo trágico.
Augusto Lakandula, en su inmensa sabiduría, abordó un vuelo de Philippine Airlines entre Davao y Manila. El plan era sencillo, como los grandes despropósitos. Subirse al avión como un pasajero más y bajarse convertido en un mito… o en un esparadrapo humano. Spoiler: no fue lo primero.
El uniforme del fracaso: pasamontañas y gafas de natación
El vuelo iba transcurriendo con normalidad hasta que, en pleno trayecto, Augusto Lakandula decidió cambiar el rumbo de su vida y del avión. Se enfundó un pasamontañas, ese complemento tan invernal como sospechoso en un país tropical, y unas gafas de natación. Uno podría pensar que pretendía atracar una piscina, pero no: aún faltaba la artillería.
Sacó entonces una pistola y una granada. Las había escondido tan eficazmente que ni el control de seguridad, ni el sentido común, ni el karma las detectaron. Con un aplomo digno de mejor causa, anunció en voz alta que acababa de secuestrar el avión. Y exigió lo que cualquier secuestrador sensato habría pedido en su lugar: que se diera media vuelta y se regresase a Davao. ¿Motivo? Misterio. Tal vez se había olvidado las llaves. O a su madre. O apagar la luz del pasillo.
El piloto con más paciencia que un santo
El comandante del avión, al que deberían canonizar por no estrellar la nave directamente del susto, trató de explicarle a Augusto, con una calma estoica, que no quedaba suficiente combustible para regresar. Le mostró los indicadores, le habló como a un niño que quiere irse a vivir con los unicornios, y al final, lo convenció de continuar hacia Manila. Augusto, ante las evidencias, decidió redirigir su locura.
Ya que no podía jugar a regreso al futuro, optó por atracar uno a uno a los pasajeros. Lo hizo con bastante eficacia, hay que decirlo. Reunió unos 25.000 dólares. Un botín nada despreciable.
¿Quién necesita la NASA pudiendo hacer un paracaídas casero?
Aquí es donde la historia se transforma en epopeya de lo absurdo. Augusto, rebosante de confianza pidió que bajasen el avión a 6.500 pies (unos 2.000 metros). Quería saltar. Pero no así como así. Había llevado consigo una mochila que, según sus propias palabras, contenía un paracaídas que él mismo había fabricado.
No consta si usó tutoriales de YouTube, hilos de Reddit o el manual de supervivencia de Frank de la Jungla, pero lo cierto es que el resultado era más bien… dudoso. Una azafata, al borde del colapso, despresurizó la cabina y abrió la compuerta. El plan estaba listo. Solo faltaba que Augusto saltara al vacío como si estuviese en una película de acción de Steven Seagal. Pero el universo, ese comediante cósmico, tenía otros planes.
El viento: ese enemigo invisible que no sale en las películas malas
Cada vez que Augusto intentaba lanzarse, el viento lo devolvía al interior del avión como quien devuelve un zapato defectuoso a la tienda. Empujado una y otra vez hacia atrás, el secuestrador frustrado empezaba a parecer ese muñeco de feria que nadie lograba derribar.
En medio del bochorno, sin saber ya si reír o llorar, optó por el dramatismo de opereta: amenazó con suicidarse. Pero no solo eso. Quería hacerlo con estilo explosivo y homicida. Tiró de la anilla de seguridad de la granada que llevaba encima y se dispuso a lanzarla. Pero… ay, el destino…
Una azafata, una patada y una caída épica
Justo antes de que el artefacto mortal hiciera de las suyas, una azafata —de las de antes, con vocación y ovarios de acero— le propinó una patada estratégica en la entrepierna. Una maniobra rápida, eficaz y absolutamente cinematográfica. El grito de Augusto debió escucharse en Cebú, pero eso no evitó que saliera disparado hacia el vacío.
El paracaídas, fiel a su origen casero, no se abrió. La granada, al parecer, tampoco. Y Augusto cayó como cayó Ícaro: con mucha ambición y poca aerodinámica.
Premio Darwin 2000: y el ganador es…
Lo demás es historia de manual de seguridad aérea y de comedia negra. Augusto ganó, a título póstumo y estruendosamente literal, el Premio Darwin al fallecimiento más absurdo del año 2000. Un galardón que premia a aquellos que contribuyen al avance evolutivo… eliminándose del acervo genético de la humanidad. Un honor que, en su caso, fue más que merecido.
Porque si bien muchos sueñan con dejar huella en el mundo, pocos lo consiguen de manera tan contundente y, sobre todo, tan ridículamente espectacular. Augusto no sólo se saltó todas las normas de la física, la aerodinámica y la decencia: también demostró que el bricolaje casero no debería incluir el diseño de paracaídas.
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Fuentes: BBC
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