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El atentado contra Fernando el Católico en Barcelona: cuchilladas en la plaza del Rey

El 7 de diciembre de 1492, cuando aún resonaban los ecos de Granada conquistada y las noticias del navegante genovés que cruzaba mares desconocidos, en Barcelona se vivió un episodio tan rocambolesco como inquietante. Un payés de remensa llamado Juan de Cañamares se plantó en las escalinatas del Palacio Real Mayor y, sin previo aviso, clavó un cuchillo en el cuello del mismísimo Fernando el Católico. Por unos centímetros, la historia del país estuvo a punto de dar un giro abrupto.

Aquel suceso, a caballo entre lo trágico y lo grotesco, mezcló diplomacia internacional, nervios colectivos, una dosis de suerte que rozaba lo milagroso y un castigo final tan brutal que hoy provocaría más de un escalofrío. Y lo curioso es que todo comenzó con una corte saturada de compromisos.

1492: Granada conquistada, Francia en negociaciones y Barcelona como tablero

A mediados de 1492, Fernando e Isabel habían completado la empresa de Granada, coronando un proyecto político que llevaba décadas en construcción. Apenas habían tenido tiempo de respirar cuando surgió otro asunto espinoso: la recuperación del Rosellón y la Cerdaña.

Esos territorios pirenaicos habían quedado en manos francesas desde que Juan II de Aragón los cedió en 1462 como garantía durante la Guerra Civil Catalana. Aquella cesión temporal se había convertido en un préstamo interminable que los Reyes Católicos querían cerrar cuanto antes.

Por eso la corte se trasladó a Barcelona, donde debían entrevistarse con los representantes de Carlos VIII de Francia. La ciudad vivía una calma aparente: seguía marcada por las guerras remensas y la nobleza vigilaba cada movimiento. Los campesinos, aunque teóricamente apaciguados por la Sentencia de Guadalupe, no estaban precisamente satisfechos.

Cuando Fernando hizo su entrada en Barcelona el 22 de octubre de 1492, la ciudad recobró a un rey ausente durante demasiado tiempo. Se sucedieron audiencias, recepciones solemnes, encuentros con síndicos y negociaciones diplomáticas. Todo parecía funcionar siguiendo el guion previsto, hasta que un mediodía cualquiera dejó de serlo.

Las escaleras del Palacio Real Mayor: un escenario perfecto para la tragedia

El Palacio Real Mayor, situado en la actual plaza del Rey, era entonces el centro simbólico del poder monárquico en la ciudad. Sus escaleras exteriores, imponentes y cargadas de solemnidad, funcionaban como pasarela oficial por la que el rey descendía tras las audiencias para montar a caballo ante la mirada del público.

La mañana del 7 de diciembre, tras reunirse con delegados campesinos encargados de gestionar la Sentencia de Guadalupe, Fernando salió del palacio rodeado de su comitiva. Se disponía a montar a caballo, en una escena tan habitual que nadie habría adivinado lo que estaba a punto de suceder. Entre criados, cortesanos y curiosos, se mezclaba un hombre que ocultaba mucho más que la expresión tensa de quien va a cometer una locura.

Juan de Cañamares: el payés que soñaba con un trono

De Cañamares se sabe poco, aunque lo suficiente para entender la dimensión del suceso. Natural de Canyamars, en el actual Maresme, era un campesino remensa acostumbrado a soportar los famosos “malos usos”. Tenía ya una edad avanzada para la época, rondando los sesenta años.

Las crónicas lo describen como un individuo “imaginativo y malicioso”, una forma elegante de sugerir que su estado mental no era precisamente estable. No obstante, existe un dato que pone en entredicho la idea de una demencia absoluta: un año antes había heredado legalmente los bienes de su padre, algo que exigía plena capacidad jurídica.

Durante el interrogatorio, afirmaría que el Espíritu Santo le había revelado veinte años atrás que él era el auténtico rey. Más adelante matizaría que tal vez se lo había dicho el demonio. En cualquier caso, en su mente el trono tenía un hueco libre y su nombre grabado con letras doradas.

El golpe: la delgada línea —de oro— entre la vida y la muerte

Mientras Fernando descendía las escaleras, Cañamares avanzó por detrás mezclado entre la multitud. Ocultaba bajo la capa un terciado, una especie de arma corta de unos tres palmos, lo bastante firme como para cercenar hueso si se aplicaba con fuerza.

De un momento a otro, alzó el brazo y descargó un tajo vertical. La hoja rozó la sien y la oreja izquierda del rey y terminó hundiéndose en la zona donde el cuello se encuentra con el hombro. La herida era profunda y larga, un golpe pensado para matar, no para asustar.

Y, sin embargo, no lo consiguió. La resistencia del cuello del jubón y, sobre todo, una gruesa cadena de oro que el rey llevaba colgada amortiguaron la cuchillada. Un simple adorno se convirtió en escudo inesperado. De no ser por aquella cadena, Fernando habría podido morir allí mismo.

Los hombres del rey y un linchamiento evitado por un hilo

Tras el ataque, dos miembros de la comitiva reaccionaron de inmediato. Antonio Ferriol, trinchante del rey, y Alonso de Hoyos, mozo de espuelas, se abalanzaron sobre Cañamares y le asestaron varias cuchilladas con intención evidente de matarlo.

Lo sorprendente es que el propio Fernando, aun herido y sangrando, ordenó que lo dejaran con vida. Quería saber si detrás del campesino se escondía una conspiración urdida por enemigos políticos o extranjeros. En una época en la que un atentado rara vez era obra de un solo individuo, la sospecha tenía lógica.

Aquel gesto de clemencia real sería después utilizado para reforzar su imagen de soberano piadoso y magnánimo. Algo discutible, teniendo en cuenta lo que vendría más tarde.

Cirujanos en acción: huesos rotos y siete puntos

La herida era grave. De inmediato llevaron al rey al interior del palacio para que los cirujanos examinaran el daño. Descubrieron que la clavícula estaba fracturada y que algunos fragmentos del hueso habían quedado incrustados. Los retiraron, limpiaron la zona con minuciosidad y suturaron la herida con siete puntos.

Los médicos consideraron que la vida del monarca no corría peligro inmediato, aunque sabían que la recuperación sería delicada. Para su alivio, parecía evolucionar bien… hasta que el 14 de diciembre sufrió una fiebre intensa que hizo temer lo peor. La corte entera contuvo el aliento durante varios días.

Afortunadamente, Fernando se recuperó hacia finales de año y completó su convalecencia en el monasterio de Sant Jeroni de la Murtra. Curiosamente, en ese mismo lugar recibiría meses después a Cristóbal Colón tras su primer viaje, uniendo así dos episodios que marcaron aquel turbulento 1492.

Barcelona en ebullición: rumores, miedo y ganas de justicia rápida

Mientras en el palacio se luchaba por evitar una tragedia, en las calles reinaba el caos. Las noticias corrían sin control y las versiones se multiplicaban. Para algunos, el atacante era un moro; para otros, la cuchillada ni siquiera iba dirigida al rey.

La reina Isabel, temiendo un levantamiento, ordenó que las galeras castellanas se acercaran al puerto para evacuar al príncipe Juan y a las infantas si fuese necesario. La ciudad se llenó de vecinos armados que patrullaban las calles buscando al culpable… o a cualquiera que encajara en los rumores del momento.

La tensión llegó a tal punto que la muchedumbre se congregó ante el palacio exigiendo ver al rey. Solo cuando Fernando apareció en una ventana, pálido pero vivo, la multitud empezó a calmarse.

Tortura, confesiones delirantes y un perdón inútil

Mientras tanto, las autoridades tenían a Cañamares bajo custodia. Lo sanaron lo justo para someterlo a interrogatorio, que incluyó tormento. Bajo presión, insistió en su revelación divina —o demoníaca, según el momento— y aseguró que, tras la muerte de Fernando, él ascendería legítimamente al trono. No apareció ni rastro de conspiración política.

El rey, convencido de que el agresor estaba desequilibrado, se inclinó por perdonarle la vida. Pero la ley era otra historia. Un atentado contra el soberano caía de lleno en el delito de lesa majestad, el más grave posible. Y ese delito no admitía misericordias ni perdones reales.

Una ejecución que buscaba aterrorizar

El Consejo Real dictó sentencia: muerte ejemplar, de las que dejaban huella. Cinco días después del atentado, Cañamares fue paseado por Barcelona en un carro, expuesto a insultos y gritos. No se trataba de trasladarlo, sino de preparar a la ciudad para lo que vendría.

atentado contra Fernando el Católico

Primero se le atenaceó, arrancándole trozos de carne con tenazas al rojo. Luego fueron seccionadas la mano derecha y los pies, siguiendo un simbolismo obvio: la mano que empuñó el arma, los pies que lo llevaron hasta allí. Le sacaron los ojos y el corazón, cerrando un ritual punitivo que pertenece más al imaginario del terror que a la justicia.

Se aseguró, eso sí, que muriera estrangulado antes del proceso, un gesto que las crónicas describen como obra de la “clemencia” de la reina. Un consuelo dudoso para quien acabó convertido en cenizas dispersadas.

Del suceso a la propaganda: literatura, teatro y memoria

La corte no tardó en convertir el atentado en materia propagandística. Alonso Ortiz redactó un tratado ensalzando la resistencia del rey y, sobre todo, la figura de Isabel. En Roma, Marcelino Verardo transformó el episodio en una tragicomedia latina, donde convivían la gravedad del ataque con el alivio final.

El suceso inspiró también romances y apareció en crónicas de décadas y siglos posteriores. Desde historiadores del Renacimiento hasta autores del siglo XIX, todos repetían una misma idea: el campesino estaba loco y el rey había sido salvado por intervención divina.

¿Un loco, un símbolo o un síntoma?

La explicación tradicional siempre apuntó a la locura individual. Sin embargo, algunos investigadores del siglo XX empezaron a cuestionarla. Si Cañamares era un perturbado, ¿cómo se explica que un año antes hubiese heredado legalmente?

Hay quienes ven en su gesto la huella del malestar remensa, que persistía pese a las reformas. Otros lo interpretan como un eco tardío del conflicto campesino catalán. Incluso se llegó a considerarlo, desde lecturas más románticas, una especie de representante involuntario de un malestar social profundo.

Lo cierto es que el intento de regicidio permite asomarse a una Cataluña marcada aún por guerras internas, tensiones políticas y demandas campesinas no resueltas.

La cicatriz del rey y las escaleras que aún hablan

El atentado dejó una marca física en Fernando. En un retrato atribuido al pintor Michel Sittow se aprecia en el lado izquierdo del cuello una cicatriz que muchos identifican con aquella cuchillada. El cuerpo del monarca se convirtió así en testigo permanente de lo ocurrido.

En Barcelona, las escaleras de la plaza del Rey siguen siendo un punto de referencia. Hoy las pisan turistas y vecinos sin saber que allí estuvo a punto de truncarse un proyecto político llamado a transformar la historia europea.

Basta detenerse un momento, mirar hacia arriba y evocar la escena: el rey descendiendo, el campesino acercándose, el brillo de la hoja, el frenesí posterior… y la cadena de oro que, de forma tan inesperada, evitó que la Europa del siglo XV cambiara rumbo en un instante.

Vídeo: “El atentado contra el rey Fernando el Católico en Barcelona”

Fuentes consultadas

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