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Los Caú: los Kiss de la cumbia tropical que arrasaron con laca, chamamé y desparpajo

Era la Argentina de los 80, ese laboratorio de realismo mágico donde convivían militares en retirada, mullets en auge y una televisión que parecía escrita por un guionista puesto de LSD. Y en ese entorno tan fértil para lo improbable, nacieron Los Caú, una banda que decidió que el chamamé necesitaba más brillantina, más distorsión… y sobre todo, más maquillaje.

Los Caú: cuando el maquillaje pesaba más que el acordeón

Para los no iniciados, Los Caú no eran una banda de tributo. Ni un grupo de parodia. Eran una epifanía cultural con timbaleta, un delirio chamamecero con estética de Kiss y alma tropical. Se les atribuye la invención de la llamada cumbia metálica, un oxímoron tan glorioso que merecería su propio género en Spotify.

Los Caú

Pero vamos por partes. Fundados por Víctor Morel, un joven de 27 años con antecedentes rockeros y melódicos, el grupo surgió como respuesta a una propuesta que, por lo general, sólo se escucha en reuniones etílicas: “¿Y si nos pintamos como Kiss, pero en vez de cantar Rock and Roll All Nite metemos un Sapucay?”

Un productor visionario (y/o absolutamente desquiciado)

El artífice tras la locura se llamaba Américo Cardinale, productor del sello Irupé y una especie de Malcolm McLaren subtropical. Cardinale escuchó a Morel tocar con su banda de entonces —Base Fundamental, que hacía versiones de Creedence y Deep Purple— y le soltó una frase que cambiaría la historia de la cumbia argentina: “¿Por qué no hacés un chamamé más… arriba?”

Los Caú

Y así, Víctor aceptó el desafío. El resto de sus compañeros se bajaron del tren —probablemente por dignidad, miedo escénico o alergia al maquillaje barato—, pero él persistió. Reunió nuevos músicos, entre ellos un acordeonista virtuoso, Marcelo Videla, y grabaron su primer disco. Como aún no tenían formación completa, la portada fue una pareja bailando. Un arranque modesto para lo que sería una explosión tropical de laca, cuero, y energía bailable.

Cuando el chamamé dejó de ser cosa de viejos

Los inicios no fueron sencillos. Las radios no querían saber nada con esos «degeneradores del chamamé«. El folclore tradicional los miraba como si fueran herejes con botas de plataforma. Pero el pueblo los abrazó. Los Caú no profanaron el chamamé, lo resucitaron, lo sacaron de la peña y lo llevaron a los salones de fiesta, al televisor de la cocina, al corazón de la clase media que quería bailar con algo propio… pero con distorsión.

Los Caú

La gente, que no es tonta, entendió que lo suyo era un homenaje con lentejuelas. Un chamamé “más arriba”, que respetaba a sus autores originales pero que no se tomaba tan en serio. Al fin y al cabo, si uno puede bailar al ritmo de una polca paraguaya mientras un tipo vestido como Gene Simmons agita una timbaleta, ¿por qué no hacerlo?

Los Caú en Obras

A mediados de los 80, cuando tocar en el estadio Obras Sanitarias era sinónimo de consagración rockera, Los Caú decidieron que ese era su sitio natural. No por tener guitarras afiladas ni por llenar pabellones con pogos rabiosos. No. Porque querían una sesión de fotos. Una sesión de fotos en Obras, vestidos con mamelucos y herramientas, como obreros del chamamé industrial.

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También hubo una sesión en un cuartel militar que nunca salió a la luz. Los productores, con algo de cordura, entendieron que en tiempos de carapintadas, lo último que necesitaba el país era una banda de cumbia disfrazada de soldados maquillados. Aun así, la imagen quedó grabada en el inconsciente colectivo: Los Caú eran capaces de cualquier cosa, siempre con humor, desparpajo y ese puntito de riesgo político involuntario.

Del éxito masivo al accidente y la resurrección

Durante los 80 y parte de los 90, Los Caú estaban en todas partes: televisión, radios, bailantas, festivales. Sus discos volaban. Sus coreografías eran imitadas en cumpleaños y en carnavales. Pero como toda estrella fugaz tropical, también llegaron los tiempos oscuros.

Tras el retiro de Cardinale, el grupo perdió parte de su impulso mediático. El sello Leader Music —creado por los mismos productores que antes les habían jurado amor eterno— empezó a apostar por otras bandas más rentables. El chamamé tropical entraba en hibernación.

Años después, Morel sufrió un grave accidente que lo dejó casi fuera de combate: brazos, piernas y un hombro rotos. Afirmaba tener “más clavos que una ferretería”. Durante años estuvo fuera de los escenarios, pero nunca del todo lejos de la música. Sus hijos, Omar y Damián, integrantes fundadores de Ráfaga, lo convencieron de grabar de nuevo. Y así, como si el maquillaje tuviera propiedades regenerativas, Los Caú resucitaron.

El día que Kiss y Los Caú se cruzaron en un estudio argentino

Pero si hay un momento que merece su lugar en los anales del absurdo glorioso, ese fue cuando, en el programa El Rayo, Kiss conoció a Los Caú. La banda estadounidense, de gira por Argentina en 1997, fue sorprendida con un vídeo de estos “otros Kiss” subtropicales que usaban su misma estética… pero al ritmo de Salten todos.

Gene Simmons, que ha visto cosas que harían vomitar a un Gremlin, no pudo dejar de reír. Les regalaron un disco firmado, que hoy descansa en el museo oficial de Kiss como una rareza de colección. Uno de los miembros de Kiss incluso preguntó si Los Caú habían salido antes que ellos. Y la respuesta fue de antología, con un grito gutural digno de chamamé coreografiado: “¡Los Cauuuú!”

La estética del exceso: portadas para enmarcar (o quemar)

Mención especial merecen sus portadas de discos, una mezcla entre cómic post-apocalíptico, catálogo de sex shop y mitología guaraní. Los Caú posaban con gestos demoníacos, brazaletes con clavos, humo artificial y miradas que desafiaban a cualquier norma del buen gusto. Y sin embargo, funcionaban. El público entendía que lo suyo era una oda kitsch al delirio musical, una fiesta sin culpa ni vergüenza.

En plena era de los filtros de Instagram y el marketing de precisión, Los Caú representan una Argentina que no necesitaba ironía porque ya era irónica por defecto, donde los límites entre lo serio y lo ridículo se difuminaban alegremente bajo capas de pintura facial.




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Fuentes consultadas

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