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Vuelo 19: cuando cinco bombarderos se desvanecieron en el Atlántico

Un entrenamiento rutinario transformado en leyenda

El 5 de diciembre de 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial aún resonaba en los oídos del mundo, cinco bombarderos torpederos TBM Avenger de la Marina estadounidense despegaron de la base de Fort Lauderdale, en Florida. Era un ejercicio sencillo: navegar unas horas, practicar bombardeo con munición inerte y regresar a tierra justo a tiempo para una cena sin complicaciones. No había héroes, ni épica, ni sombras de peligro inminente. Sólo práctica, sudor y disciplina militar.

A esta formación se le asignó el nombre que quedaría grabado en la posteridad: Vuelo 19. A bordo viajaban catorce hombres repartidos en cinco aparatos construidos para resistir las duras campañas del Pacífico. Salieron rumbo al este, hacia las Bahamas, con depósitos llenos y la esperanza de tachar otro entrenamiento de la lista. Ninguno regresó.

A simple vista, todo podría haberse archivado como una desgracia más de posguerra: sin restos, sin supervivientes, sin un testigo capaz de reconstruir la escena. Pero la ubicación aproximada del desastre —esa zona triangular y cargada de historias que después adoptaría el nombre de Triángulo de las Bermudas— convirtió el caso en material de largo recorrido para aficionados al misterio, programas sensacionalistas y documentales con banda sonora inquietante.

Aviones veteranos, pilotos con oficio y un océano sin supersticiones

Para entender por qué el caso continúa generando fascinación, conviene dejar a un lado los dramatismos y empezar por los hechos.

Los TBM Avenger eran aviones sólidos, concebidos para atacar a baja altura y soportar el fuego enemigo. Su cabina, amplia y funcional, alojaba a tres tripulantes: piloto, navegante-bombardero y radiotelegrafista-artillero. Sobre el mar, sin montañas ni carreteras para orientarse, estos ejercicios enseñaban la navegación pura, casi artesanal, basada en brújulas, derroteros y paciencia.

El líder de la escuadrilla, el teniente Charles Carroll Taylor, acumulaba unas 2.500 horas de vuelo, muchas con este mismo modelo de aparato. Había combatido en el Pacífico y ejercía como instructor. El resto de los pilotos andaba por las 300 horas, con alrededor de 60 a los mandos del Avenger. No eran novatos, aunque todavía daban forma a su pericia.

Las condiciones meteorológicas no apuntaban a ningún fenómeno extraño. Cielo parcialmente cubierto, mar movida pero manejable, buena visibilidad… nada que justificara un desenlace fuera de lo común. Todo parecía alineado para una tarde de trabajo sin sobresaltos.

Y, sin embargo, la tragedia se abrió paso.

“Problema de navegación número 1”: un ejercicio que no daba pie a la sospecha

La misión asignada llevaba el imponente nombre burocrático de “Problema de navegación número 1”. El plan: despegar hacia el este, practicar bombardeo sobre un barco hundido en un bajío cercano, seguir avanzando hacia el noreste, virar hacia el noroeste a la altura de Gran Bahama y regresar a Florida desde el suroeste. Una especie de triángulo dibujado sobre el océano, mucho antes de que otros autores popularizaran el triángulo más célebre de todos.

El objetivo era poner a prueba la capacidad de los alumnos para fijar rumbos y calcular tiempos sin depender de ayudas radioeléctricas. Una lección clásica de navegación.

No obstante, algún detalle chirriaba ya en tierra: los aviones no llevaban relojes de abordo. El instructor supuso que cada tripulante llevaba uno en la muñeca, pero cuando la orientación se pierde y los minutos cuentan como oro, esa confianza puede convertirse en un problema mayor de lo previsto.

El despegue sufrió un ligero retraso y se produjo finalmente a las 14:10. Durante la primera fase no hubo complicaciones. A las 15:00, uno de los pilotos pidió permiso para lanzar su última bomba de práctica. El entrenamiento avanzaba según lo previsto.

El problema llegó más tarde, cuando los aviones iniciaron la ruta hacia el noreste y se adentraron en mar abierto. A partir de ese momento, la historia dejó de ser rutinaria.

“Creo que estamos perdidos”: las últimas palabras del Vuelo 19

El primero en detectar que algo iba mal fue otro instructor, el teniente Robert F. Cox, que escuchó por radio una conversación confusa procedente de una formación que parecía desorientada. Era el Vuelo 19.

Según las transcripciones, Taylor comunicó que sus brújulas no funcionaban correctamente y que no sabía con certeza dónde se encontraban. Aseguraba sobrevolar los Cayos de Florida, en pleno Golfo de México, cuando todo indica que estaba al este de las Bahamas. Un error de percepción inicial puede arrastrarlo todo: si se cree estar al oeste de la península pero en realidad se está al este, las decisiones de rumbo conducen justo al lado contrario.

Desde tierra insistían: “vuelen hacia el oeste”. Si estaban al este, tarde o temprano verían la costa. Algunos subordinados parecían tenerlo claro. Las grabaciones dejan caer frases que invitan a un rumbo decidido hacia Florida, lejos de dudas innecesarias.

Pero Taylor no cedía. En su cabeza, los Cayos seguían bajo el avión. Volar al oeste, desde esa perspectiva equivocada, parecía una temeridad. Así, la formación comenzó a alternar rumbos, atrapada entre instrumentos que no inspiraban confianza y una intuición que empujaba al error.

Entre tanto, las condiciones se complicaban. La tarde avanzaba, el combustible bajaba y las comunicaciones se volvían espasmódicas, con interferencias de emisoras procedentes de Cuba. El ruido no ayudaba precisamente a tomar decisiones claras.

Los mensajes se hicieron más breves, más tensos, más escasos. Finalmente, dejaron de llegar. Un silencio denso se adueñó del canal.

El rescate que tampoco regresó: el hidroavión desaparecido

Al confirmarse la desorientación del Vuelo 19, se activó una búsqueda a gran escala. Acudieron hidroaviones, aeronaves de la Marina, embarcaciones mercantes… entre ellos dos grandes aparatos de patrulla y rescate, los PBM Mariner.

Uno de ellos, identificado como 59225, despegó al anochecer. Poco después envió un mensaje rutinario. No volvió a pronunciar palabra. A las 21:15, un petrolero informó de una explosión masiva en el aire y de una enorme mancha de combustible flotando sobre las olas. Nunca se recuperó ni un cuerpo.

El PBM arrastraba fama de ser un tanto delicado: sus tuberías de combustible eran proclives a fugas, y una chispa desafortunada podía convertir el avión en una antorcha. La investigación posterior señaló una explosión en vuelo como causa más probable. Sin triángulos malditos. Sin mitologías.

Pero el símbolo quedó servido: cinco aviones desaparecidos y otro que explota mientras los busca. Veintisiete hombres perdidos en un día. Los ingredientes de una leyenda estaban listos.

Tres días de rastreo sin una sola prueba

La búsqueda se prolongó durante jornadas enteras. Aviones, barcos y equipos de rescate recorrieron decenas de miles de kilómetros cuadrados del Atlántico, el Caribe y el Golfo de México. Cero restos. Ni una balsa, ni un chaleco, ni un fragmento identificable.

La Marina abrió una investigación exhaustiva que ocupó cientos de páginas. La conclusión inicial fue que Taylor había confundido islas de las Bahamas con los Cayos de Florida, error que se vio agravado por la supuesta avería de sus instrumentos. Esa combinación habría empujado a la formación cada vez más hacia el nordeste, internándose en alta mar hasta agotar el combustible.

vuelo 19

El informe también reconoce que algunos subordinados parecían orientados correctamente y recomendaron volar al oeste, pero el jefe del vuelo mantuvo el rumbo contrario. La estimación final es desoladora: los aviones habrían amerizado de noche, con oleaje alto, en una zona profunda al norte de las Bahamas. Las opciones de supervivencia eran prácticamente nulas.

En un giro tan humano como burocrático, el informe fue suavizado. La frase que señalaba directamente a Taylor como responsable del error de navegación se sustituyó después por la más diplomática “causa desconocida”. Una concesión a las familias, que acabó siendo terreno abonado para las teorías extravagantes.

De los papeles oficiales al mito del Triángulo de las Bermudas

Durante años, el Vuelo 19 fue un caso conocido entre militares y entusiastas de la aviación. Pero la metamorfosis llegó en la década de 1960.

Un artículo en una revista veterana adornó el relato con frases grandilocuentes que jamás aparecieron en los registros oficiales. Poco después, un escritor especializado en lo paranormal popularizó definitivamente la expresión “Triángulo de las Bermudas” y asoció la desaparición a supuestas anomalías de la zona.

La literatura sensacionalista hizo el resto. Libros superventas, documentales de sobremesa, reportajes repletos de misterio… pronto, la desaparición del Vuelo 19 se convirtió en el ejemplo perfecto del océano “insaciable” que engulle aviones sin dejar rastro.

La réplica escéptica no tardó en llegar: investigadores y expertos demostraron que los errores, omisiones y licencias narrativas eran abundantes. Organismos marítimos y aseguradoras recordaron, además, que la zona no registra más accidentes que cualquier otra región intensamente transitada.

Pero la fuerza del mito ya era imparable.

Restos buscados, hallazgos fallidos y obsesiones sin final

Desde los años cuarenta, se han encontrado distintos restos de Avengers en aguas cercanas a Florida. En cada ocasión surgía la ilusión de haber resuelto el enigma. Una vez identificados los números de serie, siempre quedaba claro: eran aparatos caídos en otros accidentes.

En las décadas posteriores, varias expediciones descubrieron grupos de aviones sumergidos que fueron presentados como candidatos a ser el Vuelo 19. De nuevo, la documentación confirmó lo contrario. El fondo marino de esa zona es un auténtico museo de metal disperso, y las confusiones resultan inevitables.

Familiares, curiosos y apasionados de la aviación han mantenido vivo el interés. Museos locales conservan documentos y recreaciones del vuelo. Incluso existen aficionados empeñados en reconstruir minuto a minuto la ruta perdida, algunos consumidos por una búsqueda que nunca termina.

El hidroavión PBM desaparecido también ha sido objeto de rastreos, e incluso se han topado por azar con restos de otros accidentes mientras se buscaba el suyo.

A día de hoy, no existe evidencia física atribuida de forma concluyente a ninguno de los dos sucesos. Todo apunta a una combinación terrible de orientaciones erróneas, mar embravecida y noche cerrada.

Vuelo 19 y Triángulo de las Bermudas: entre el dato y la leyenda

El caso tiene todos los elementos que requiere un buen relato: aviones militares desaparecidos, un líder experimentado perdido en la duda, comunicaciones que se desvanecen y un océano voraz. El Triángulo de las Bermudas llegó después, como envoltorio literario y reclamo editorial.

Si se dejan atrás las metáforas, lo que queda es la realidad cruda de la aviación naval de mediados del siglo pasado: la desorientación sobre el mar es implacable cuando la noche cae, la climatología cambia y la mente juega malas pasadas.

La misión que debía enseñar a no perderse acabó convirtiéndose en uno de los ejemplos más célebres de extravío colectivo. Todo lo demás —islas míticas, energías misteriosas, geometrías malditas— pertenece a otro territorio: el de los relatos que prefieren el misterio a la verdad oficial.


Fuentes consultadas

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