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La tarantella: el baile que fingió curar picaduras y acabó curando la fiesta

De Tarento al zapateo: una introducción con retranca

La tarantella entra en escena como un número doble: a la izquierda, un baile mediterráneo de ritmo endiablado, tan rápido que el espectador duda entre aplaudir o llamar a emergencias; a la derecha, un mito irresistible que achaca sus giros frenéticos a la mordedura de una araña. En conjunto, una especie de performance múltiple que ha servido de medicina, cortejo amoroso, acto social y, últimamente, souvenir turístico con banda sonora incluida. Esa versatilidad no surge por arte de magia: es el resultado de siglos de supersticiones, transformaciones culturales y reinterpretaciones sucesivas que convierten a la tarantella en un auténtico fósil danzante, vivo y con ritmo propio.

El origen mordido: cuando la araña se convirtió en excusa

Según la leyenda —que en Italia nunca falta y suele venir acompañada de un buen tamburello—, todo comenzó en la provincia de Tarento, en la región de Apulia. Allí, la picadura del arácnido Lycosa tarantula habría provocado convulsiones y estados de histeria colectiva. La única cura, según se decía, consistía en bailar sin descanso hasta que el veneno saliera por los poros, una especie de exorcismo musical a base de sudor y percusión. Las víctimas, a menudo mujeres (las célebres tarantolate), entraban en un trance rítmico frente a músicos que ajustaban el tempo como médicos improvisados. La escena tenía algo de liturgia y algo de verbena: un público entregado, la iglesia de fondo, y una coreografía entre lo sagrado y lo pagano.

La medicina moderna, siempre aguafiestas, ha desmontado el mito: la picadura de la tarántula raramente causa algo más que una leve inflamación. Algunos investigadores apuntan a la viuda negra mediterránea, otros a causas puramente psicológicas o sociales. Lo que sí parece claro es que la tarantella curaba menos el cuerpo que la tensión acumulada de una comunidad entera.

Entre el trance, la histeria y la juerga

Antropólogos y musicólogos coinciden en que lo del veneno fue, en el fondo, un pretexto. El tarantismo encajaba dentro de un fenómeno mucho más amplio en la Europa premoderna: las llamadas “manías danzantes”, brotes colectivos de baile compulsivo que mezclaban fervor religioso, histeria social y, probablemente, una buena dosis de aburrimiento rural.

Algunos estudiosos ven en la tarantella un eco de los antiguos cultos báquicos, perseguidos por Roma, que habrían sobrevivido camuflados bajo el disfraz de ritual terapéutico. Otros creen que fue simplemente una válvula de escape, una forma de liberar angustias en tiempos de hambre, peste o represión moral. Sea como fuere, el resultado fue una danza que servía lo mismo para sanar que para pecar, para rezar que para ligar.

El pulso del tamburello: cómo suena el remedio

La tarantella suena a tambor y cuerda, a Mediterráneo y a sudor. Su compás, casi siempre en 6/8, late con una urgencia que empuja los pies sin pedir permiso. El tamburello —esa pandereta grande con más carácter que un director de orquesta napolitano— marca el pulso y anima al bailarín a seguir hasta la extenuación. Se suman guitarras, mandolinas, violines, acordeones y, según el presupuesto del pueblo, cucharas, botellas o cualquier objeto con capacidad de hacer ruido.

La estructura musical es un tira y afloja: el músico acelera, el bailarín responde; si el segundo cae rendido, se reanuda el ciclo hasta que “la cura” se completa. Más que un baile, es una negociación entre cuerpo y sonido, una terapia por agotamiento que, al menos, garantizaba espectáculo.

No hay una, sino muchas tarantellas

Llamar la tarantella a todo ese universo es como meter en el mismo saco el flamenco, la jota y el reguetón. Existen múltiples versiones, cada una con su idiosincrasia y su geografía: la napolitana, de carácter más cortesano; la pizzica del Salento, la más vinculada al tarantismo; la tammurriata de Campania, con fuerte componente ritual; o la calabresa, más veloz y de influencias helenas.

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En Nápoles se convirtió en baile de cortejo; en Apulia, en ceremonia de sanación; en Calabria, en una celebración colectiva de pura resistencia física. Esta diversidad hace de la tarantella una especie de mosaico cultural, un lenguaje corporal compartido pero con dialectos propios.

Galatina: donde la fiebre se volvió patrimonio

Si hay un lugar que se asocia de forma indisoluble con el tarantismo, ése es Galatina, en pleno corazón del Salento. Allí, las tarantolate acudían cada verano a la capilla de San Pablo, patrón y supuesto protector contra el veneno. En el interior del templo, entre rezos y tamburellos, comenzaba el baile curativo que podía durar horas o incluso días.

Lejos de censurarlo, la comunidad participaba con devoción. El fenómeno estaba tan interiorizado que el pueblo entero actuaba como un escenario ritual: músicos, familiares y curiosos cumplían roles bien definidos, y la “enferma” era tanto protagonista como ofrenda. Hoy, esas ceremonias sobreviven transformadas en festivales culturales, donde el trance se representa como memoria colectiva y reclamo turístico.

De rito a espectáculo: la tarantella se globaliza

En las últimas décadas, la tarantella ha pasado del anonimato rural al escaparate internacional. Festivales como la Notte della Taranta, celebrada cada verano en Melpignano, han convertido la antigua danza de curación en un fenómeno de masas. Decenas de miles de personas bailan al son de grupos que mezclan tradición y electrónica, folk y rock, tamburello y sintetizador.

Este renacimiento tiene su doble filo: mientras preserva y difunde la herencia popular, también la adapta a las reglas del consumo cultural. La espontaneidad deja paso a la coreografía; la fe, al espectáculo. Pero quizá sea ese el precio de la supervivencia: seguir bailando, aunque sea bajo focos LED.

Cuando la “cura” era también teatro

Las crónicas de época están llenas de episodios entre lo patológico y lo carnavalesco. En un pueblo del siglo XVIII, una joven mordida por una tarántula (o eso creyeron) comenzó a danzar sola en la plaza. Los músicos improvisaron una melodía, la gente se unió, y al amanecer la chica, agotada, cayó dormida entre aplausos. Milagro o agotamiento, la comunidad lo celebró igual.

Estos relatos, lejos de ser anécdotas pintorescas, muestran cómo el baile servía de mecanismo de cohesión social. Cuando la medicina oficial no llegaba más allá del rosario, la música actuaba como catarsis colectiva: una cura simbólica que funcionaba precisamente porque todos participaban de ella.

La tarantella como musa del romanticismo

El exotismo sureño, tan apetecible para los artistas del siglo XIX, hizo de la tarantella un icono exportable. Pintores, escritores y compositores la incorporaron a su repertorio como sinónimo de pasión desbordada y temperamento meridional. Pianistas románticos la llevaron al salón burgués, y la ópera la usó como recurso pintoresco para ambientar escenas napolitanas.

Eso sí, el sur que mostraban era más fantasía que geografía: una postal de sensualidad, sol y superstición. La mujer en trance y el ritmo frenético servían como símbolos de un Mediterráneo salvaje y emocional que fascinaba a los europeos del norte. Así, la tarantella pasó de terapia rural a cliché cultural con compás de exportación.

Lo que enseña la tarantella a quien la estudia

Quien se acerque hoy a la tarantella con curiosidad académica o turística descubrirá que no hay una única lectura. Es danza, sí, pero también documento histórico, rito social y expresión identitaria. Enseña que las fronteras entre medicina, religión, arte y política son tan porosas como los límites entre mito y realidad.

Los investigadores actuales la abordan desde múltiples frentes: la etnomusicología analiza su ritmo; la antropología, su función social; la historia, su evolución simbólica. Y en todos los casos emerge la misma constante: la tarantella como espacio de comunidad, como metáfora de resistencia y como baile que, por mucho que cambie, siempre conserva el pulso.

Mitos que conviene sacudirse

  1. Mito: la tarantella curaba la picadura de una araña venenosa.
    Realidad: ninguna prueba médica respalda esa relación. Era, más bien, una terapia colectiva para males del alma.
  2. Mito: existe una única tarantella.
    Realidad: cada región tiene la suya, con pasos, ritmos y significados distintos.
  3. Mito: es una reliquia del pasado.
    Realidad: sigue más viva que nunca, en festivales, documentales y nuevas fusiones musicales.

Guía breve para ver una tarantella auténtica

Para quien quiera vivir la experiencia de primera mano, la Notte della Taranta en Melpignano es la cita más célebre. Pero si se busca algo más íntimo, conviene perderse en las fiestas patronales del Salento o de Calabria, donde todavía se baila sin escenario ni guion. Allí el tamburello sigue mandando, y el público no aplaude: se une.

Quien prefiera la investigación a la pista de baile encontrará grabaciones etnográficas en archivos italianos y estudios de campo que documentan cómo el rito se transformó en música. Basta escuchar con atención para notar que el ritmo sigue ejerciendo su vieja magia: empujar el cuerpo, liberar la mente.

Último giro de tamburello: la metáfora de un pueblo

Mirada con cierta ironía, la tarantella resume una verdad universal: frente al miedo, la gente baila. Cuando no hay remedio médico, la comunidad inventa uno simbólico; cuando falta explicación, se improvisa una coreografía. Ese impulso colectivo —mezcla de superstición, música y alegría— ha mantenido con vida una tradición que empezó como cura milagrosa y terminó como patrimonio cultural.

En el fondo, la tarantella demuestra que hay males que no se curan con antídotos, sino con ritmo.


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