Un país derrotado, hambriento y con uniformes extranjeros en cada esquina
Tras la rendición de Japón en agosto de 1945, el país quedó convertido en un tablero roto donde solo quedaban escombros, colas de racionamiento y un ejército de ocupación paseando por las calles como si fuesen suyas. La gente sobrevivía como podía, las ciudades eran cicatrices humeantes y las instituciones, sombras de lo que habían sido. En ese paisaje de desconcierto, las autoridades japonesas temían algo que podía añadir más caos al caos: un incremento brutal de agresiones sexuales por parte de soldados aliados.
De ahí nació una idea tan pragmática como polémica: si no podían evitar que miles de hombres jóvenes buscaran sexo, quizá podían controlar adónde se dirigía ese impulso. Así surgió la Recreation and Amusement Association, o RAA, conocida en japonés como 特殊慰安施設協会. El nombre sonaba a parques de atracciones, pero su función real era más terrenal: ofrecer espacios regulados donde los soldados pudieran desahogarse sin aterrorizar a la población civil.
La fundación: un Estado débil que improvisa soluciones incómodas
La RAA vio la luz a finales de agosto de 1945, apenas unos días después de la rendición. Nació del miedo, de la falta de recursos y de una burocracia que, pese a estar medio en ruinas, aún era capaz de poner sellos y organizar lo que hiciera falta. Para justificarla públicamente se habló de «instalaciones de consuelo», una expresión tan suave que casi dolía.

Bajo ese barniz eufemístico se escondía una maquinaria compleja que incluía bares, casas de té, salones de baile y centros de prostitución legalizados y supervisados. Las autoridades presentaron la iniciativa como un sacrificio necesario para proteger a las mujeres «respetables» de posibles abusos. Un razonamiento que hoy chirría, pero que entonces parecía encajar en un país que trataba de mantener algún tipo de orden en medio del desastre.
Reclutar en medio de la ruina: entre la necesidad y el engaño
Se calcula que alrededor de 55.000 mujeres acabaron trabajando bajo el paraguas de la RAA. No todas ejercían la prostitución; algunas servían en locales de ocio, otras actuaban como acompañantes o trabajaban en puestos vinculados al entretenimiento. Pero miles sí se vieron implicadas directamente en la prestación de servicios sexuales.
¿Entraron voluntariamente? El concepto es delicado. Muchas procedían de los antiguos distritos de placer, y para ellas el negocio no era nuevo. Otras se presentaron engañadas por anuncios que prometían empleo, techo y comida en un país donde la supervivencia diaria era una carrera cuesta arriba. También hubo quienes se vieron empujadas por la presión familiar o la mera necesidad.
En cualquier caso, el hambre fue el mayor reclutador. Las palabras bonitas de los anuncios eran apenas un lazo sobre una realidad cruda: no había alternativas.
Cómo funcionaba: de Komachien a un sistema tan meticuloso como incómodo
El primer establecimiento de la RAA se llamó Komachien y se instaló en Ōmori, Tokio. Desde ahí, la red se extendió con rapidez, hasta convertirse en una estructura casi orgánica que crecía allí donde se concentraban tropas aliadas.
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La organización era sorprendentemente detallada:
- Policías apostados en la entrada, para evitar peleas y controlar a los clientes.
- Controles médicos frecuentes, imprescindibles para contener las enfermedades venéreas.
- Registros exhaustivos, porque en Japón incluso la catástrofe se administra con orden.
- Reparto de preservativos, un esfuerzo coordinado entre unidades militares y autoridades niponas.
El resultado era un mecanismo que mezclaba ocio, sanidad y prostitución en un equilibrio extraño. Un híbrido que solo podía existir en un momento histórico completamente excepcional.
Entre la utilidad y el escándalo: cuando la realidad se impone
En los despachos, la idea parecía razonable: si se ofrecía un entorno controlado, se reducirían las violaciones y las enfermedades, y se mantendría un mínimo de estabilidad social. Pero en la práctica ocurrieron cosas menos optimistas.
Los contagios venéreos aumentaron, algunos sectores del ejército estadounidense se llevaron las manos a la cabeza y grupos religiosos presionaron para acabar con el sistema. La prensa norteamericana tampoco ayudó: denunció la relación entre el Ejército de Ocupación y la prostitución organizada, generando un escándalo que cruzó el Pacífico.
Lo que empezó como una solución pragmática terminó transformándose en un problema diplomático, sanitario y moral.
El cierre: la puritana reacción de los ocupantes
En enero de 1946, la administración estadounidense emitió una orden tajante: todos los prostíbulos supervisados oficialmente debían cerrar. Lo que meses antes se había tolerado pasó de repente a considerarse inaceptable.
La RAA apagó sus luces rojas casi de inmediato. Sin embargo, la prostitución —como era previsible— no desapareció. Simplemente se trasladó a espacios más privados y mucho menos controlados. Las mujeres que antes trabajaban bajo cierta supervisión sanitaria quedaron expuestas a condiciones más precarias, peor pagadas y más peligrosas.
Una ironía difícil de ignorar: lo que pretendía «proteger» terminó dejando a muchas en una situación peor.
Forjar una narrativa: ¿protección o explotación institucionalizada?
La RAA continúa partiéndole la cabeza a los historiadores. Para unos, fue un intento desesperado de proteger a la población japonesa en un contexto extremo. Para otros, una violación institucionalizada de los derechos de miles de mujeres bajo la excusa del orden público.
Además, la sombra del sistema anterior de «mujeres de consuelo», implementado por el propio ejército japonés durante la guerra, planea sobre este episodio. El paralelismo incomoda: un país derrotado que, en la posguerra, reproduce en versión corregida y aumentada mecanismos de explotación que antes aplicó a mujeres de territorios ocupados.
Las voces que tardaron décadas en sonar
El silencio envolvió durante mucho tiempo a quienes trabajaron en la RAA. La vergüenza y el estigma eran tan fuertes que muchas guardaron su pasado bajo llave. Con los años, algunas comenzaron a hablar, y sus relatos oscilaron entre la resignación, el dolor y la dignidad silenciosa de quien sobrevivió a lo que le tocó vivir.
Hablaron de engaños, de jornadas agotadoras, de violencia ocasional, de compañeras que se apoyaban mutuamente para sobrellevarlo todo. Testimonios fragmentarios, sí, pero suficientes para entender que pocas tuvieron capacidad real de decisión.
Una cicatriz difícil de borrar
Aunque oficialmente la RAA duró apenas unos meses, su impacto se extendió durante décadas. Representó:
- Un choque abrupto entre la moral pública japonesa y las imposiciones de la posguerra.
- Un ejemplo de cómo, en situaciones límite, los gobiernos toman decisiones que hoy serían impensables.
- Una prueba más de que, en épocas de hambre y derrota, los cuerpos femeninos suelen convertirse en recurso de negociación.
Durante mucho tiempo, este episodio quedó relegado a notas al pie, a estudios académicos y a conversaciones incómodas. Pero su peso histórico no desapareció.
Los números, terreno de disputa
La cifra de 55.000 mujeres aparece en muchos análisis, pero su precisión sigue siendo motivo de discusión. Algunos investigadores incluyen en esa cantidad a todas las trabajadoras vinculadas de alguna forma a la RAA; otros prefieren contar solo a quienes ejercieron prostitución directa.
Lo cierto es que las cifras se han convertido en campo de batalla historiográfico. Más altas o más bajas, siguen recordando que detrás de cada número hubo una vida atrapada en un engranaje improvisado por la urgencia y el miedo.
Preguntas que desafían a la memoria
La RAA deja en el aire interrogantes que incomodan todavía hoy:
- ¿Puede un Estado justificar la gestión del acceso sexual a su población en nombre del orden público?
- ¿Qué significa «consentimiento» cuando el hambre aprieta?
- ¿Hasta dónde llega la responsabilidad de un gobierno derrotado?
Este episodio de la posguerra japonesa no ofrece soluciones fáciles. Solo muestra cómo, en tiempos de crisis extrema, las decisiones se toman en un terreno minado de contradicciones, donde lo moral, lo práctico y lo humano chocan sin descanso.
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Fuentes consultadas
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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