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La gran familia (1962): la película y su estreno en el Lope de Vega

El 20 de diciembre de 1962, con el espíritu navideño caldeando Madrid y el régimen en plena rutina burocrática, el cine Lope de Vega levantó el telón para mostrar al país algo tan improbable como encantador: un matrimonio desbordado, quince criaturas, un abuelo entrañable, un padrino pastelero y la promesa —casi dogmática— de que, con buen humor, cualquier contratiempo encuentra solución. Así llegó La gran familia, dirigida por Fernando Palacios y protagonizada por Alberto Closas y Amparo Soler Leal.

Aquel estreno no se celebró en una sala cualquiera. El Lope de Vega, integrado en uno de los edificios más llamativos de la Gran Vía, llevaba años convertido en uno de los templos de los grandes estrenos madrileños. Allí coincidían actrices de abrigo de visón, familias en busca de entretenimiento y críticos que, lápiz afilado en mano, disfrutaban dictando sentencia desde la penumbra.

En ese panorama, apostar por una película sobre una familia numerosa que ocupaba media pantalla y buena parte del metraje era casi un acto de fe. Pero Pedro Masó, productor y coguionista, consideró que había llegado el momento de exaltar la épica doméstica hispana. Y la Gran Vía, con sus luces y su bullicio, parecía el escaparate perfecto para presentar una historia que pretendía reflejar un país moderno, vistoso y —si podía ser— con una fertilidad de récord.

El cine Lope de Vega: de gran escaparate a templo del musical

El Lope de Vega nació en 1949 como sala cinematográfica integrada en un edificio imponente que ofrecía hotel, comercios y espacios de ocio bajo una misma estructura. No era un cine de barrio, sino uno de esos lugares en los que todo parecía más grande, más brillante y mejor iluminado.

Durante años fue sinónimo de estreno glamuroso. Sus carteles gigantes, las colas que serpenteaban por la acera y el ambiente festivo propio de la Gran Vía lo convirtieron en parada obligatoria para cualquier producción que quisiera darse un buen baño de público y de titulares. Allí acudían los madrileños buscando emoción y una brizna de sofisticación en blanco y negro.

Que La gran familia se presentara en esa sala tan emblemática no fue fruto del azar. La cinta había sido declarada “Película de Interés Nacional”, lo que garantizaba subvenciones y la alfombra roja del circuito de exhibición. El Lope de Vega ofrecía un marco perfecto para reforzar ese aura de acontecimiento: butacas amplias, pantalla generosa y un público acostumbrado a reírse con las pequeñas desdichas de la vida cotidiana.

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Décadas más tarde, aquella sala se transformaría en un teatro musical donde hoy triunfan grandes producciones internacionales. Pero en 1962 seguía siendo el espejo donde España contemplaba sus sueños cinematográficos.

De idea temeraria a éxito bendecido: la apuesta de Masó

El estreno en el Lope de Vega fue solo la culminación de un proceso que tuvo su propio vía crucis. Pedro Masó, joven y aún lejos del poderío que alcanzaría después, llevaba tiempo dándole vueltas a cómo contar la historia de un matrimonio con quince hijos. No era un proyecto fácil de vender en una industria española acostumbrada a presupuestos modestos y a historias de escala mucho menor.

Sin embargo, soplaban vientos favorables. El régimen premiaba la natalidad y veía con buenos ojos las producciones que exaltaran el ideal de familia numerosa. Masó dedicó un año entero a rascar financiación hasta reunir unos 6.300.000 pesetas, una cifra respetable para la época. Solo el caché de Closas supuso casi una décima parte del presupuesto, una inversión llamativa en un país donde muchos espectadores todavía contaban monedas para pagar la entrada.

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El rodaje se extendió entre Madrid y Tarragona, con escenarios tan reconocibles como la Plaza Mayor en plena ebullición navideña o la costa mediterránea, convertida ya entonces en símbolo del turismo emergente. La mezcla de ciudad y mar transmitía la imagen de una España que intentaba dejar atrás el gris y abrazar una modernidad basada en vacaciones familiares, electrodomésticos brillantes y el televisor como nuevo altar doméstico.

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La película obtuvo la ansiada clasificación de “Interés Nacional”, que aseguraba apoyos económicos y un impulso institucional decisivo. El mensaje era claro: una familia numerosa y alegre era un pilar del país.

Argumento: quincena infinita, humor constante

La trama de La gran familia gira alrededor de Carlos Alonso, aparejador que encadena trabajos, y Mercedes Cebrián, madre entregada y administradora infatigable. Entre ambos intentan sacar adelante a quince hijos, al abuelo y a un padrino pastelero con más buen corazón que paciencia.

El relato se construye mediante episodios que recorren el año familiar: exámenes, comuniones, vacaciones, visitas al médico y un invierno madrileño que culmina en un mercadillo navideño abarrotado. La película combina el humor costumbrista con pequeñas enseñanzas moralistas, todo envuelto en un tono amable que favorece la identificación del espectador con ese caos organizado.

Los problemas económicos aparecen constantemente, aunque siempre se resuelven con inventiva, trabajo y una sonrisa resignada. La película evita la miseria real y se queda en el apuro simpático. No hay conflictos sociales de fondo; lo que se muestra es una armonía doméstica casi idílica.

Mercedes representa el ideal femenino promovido entonces: madre fértil, siempre dispuesta a mediar, firme pero afectuosa. Carlos, por su parte, encarna al trabajador de la España del desarrollismo: pluriempleado, optimista y convencido de que no hay obstáculo que no pueda superarse con unas horas extra y un poco de buen humor.

Chencho, la Plaza Mayor y la Navidad eterna

Si hay una escena que ha trascendido con fuerza inusitada es la desaparición de Chencho en la Plaza Mayor. El abuelo, interpretado por Pepe Isbert, pierde al pequeño entre los puestos del mercado navideño y, de inmediato, su grito desgarrado —“¡Cheeencho!”— queda grabado en la memoria colectiva.

La secuencia mezcla ternura y angustia con una postal perfectamente reconocible de la Navidad madrileña: luces, figuritas para el belén, vendedores que pregonan sus mercancías y ese frío seco que agrieta las manos. Por unos minutos, la comedia se asoma al drama íntimo de la vejez y al miedo a la pérdida.

La historia termina bien: Chencho reaparece, las lágrimas se diluyen en risas y la televisión —otra protagonista del momento— interviene como mediadora. La familia recibe un aparato nuevo, se sienta ante él y queda inmortalizada como símbolo de la España que empezaba a construir su imaginario compartido a través de la pequeña pantalla.

Con el paso del tiempo, esta escena se convirtió en clásico navideño. Cada diciembre vuelve a circular en reportajes y recopilaciones, y no falta quien use el nombre de Chencho como referencia humorística para cualquier niño extraviado entre multitudes.

Reparto: del galán de retorno al abuelo eterno

Alberto Closas aportó a la película prestigio y solidez. Tras años de trabajo en América Latina, su regreso a España había estado marcado por papeles de gran impacto, y su presencia aseguraba público. Su Carlos Alonso era creíble, cercano y, sobre todo, capaz de transmitir el agotamiento y el orgullo de un padre que se multiplica para llegar a todo.

Amparo Soler Leal, con una carrera ya consolidada pese a su juventud, dio a Mercedes una mezcla de ternura y fuerza que evitó que el personaje cayera en la caricatura. Su interpretación fue reconocida con premios nacionales, señal de que el público y la crítica veían en ella una figura central de la historia.

Pepe Isbert, en uno de sus últimos grandes trabajos, elevó al abuelo a la categoría de símbolo. Su mirada melancólica, sus despistes y su capacidad para emocionar sin caer en el sentimentalismo fácil dieron profundidad a un papel que, en manos menos hábiles, habría sido simple.

El padrino, José Luis López Vázquez, ofreció una comicidad moderna, ágil, casi nerviosa, que contrastaba bien con la placidez general del relato. Y el conjunto de secundarios, desde conserjes maniáticos hasta chavales aficionados a hacer estallar petardos, componían un mosaico reconocible para el público de la época.

Estreno, taquilla y Cannes: del Lope de Vega al mundo

El estreno en el Lope de Vega marcó el comienzo de una carrera comercial sorprendente. El público respondió con entusiasmo desde el primer día. Sin embargo, a las pocas semanas la película fue trasladada al cine Proyecciones, una sala menos prestigiosa que, paradójicamente, terminó convirtiéndose en la casa definitiva de la película durante casi un año.

Allí batió récords de permanencia en cartel. La combinación de humor blanco y mensaje familiar conectó con un público que buscaba evasión en un país que vivía entre la esperanza del desarrollo y la rigidez política.

El éxito cruzó fronteras. La cinta viajó al Festival de Cannes y obtuvo el Premio de la Juventud, un logro notable para el cine español del momento. Su paso por México también fue largo y fructífero, prueba de que la historia tenía un atractivo internacional inesperado.

En España, recibió reconocimientos oficiales que reforzaron su prestigio y la situaron entre las producciones más destacadas de la década. No faltaron voces críticas que la acusaron de ofrecer una visión edulcorada de la realidad, pero esa discusión no hizo sino incrementar su notoriedad.

Ideología, natalidad y familia ejemplar

Vista hoy, La gran familia se presenta como una pieza clave para entender el discurso oficial del régimen en los años del desarrollismo. Enaltecía la familia numerosa, presentaba un Estado paternal que ayudaba a sus ciudadanos y mostraba instituciones eficientes y bienintencionadas.

El diálogo entre Carlos y el funcionario que le entrega una gratificación por hijo es una pequeña escena, pero resume a la perfección ese ideal patriótico del que la película actúa como portavoz involuntario. Todo encaja en un retrato social donde reina el optimismo y donde la pobreza profunda se oculta bajo apuros que se resuelven con esfuerzo y un toque de humor.

El reparto de roles de género es claro: el padre aporta el salario, la madre gobierna el hogar. La profesora particular, única profesional independiente, termina casándose con el padrino, cerrando así el círculo tradicional.

Tres décadas de saga y un mito navideño

El éxito inicial propició la aparición de una secuela en 1965, La familia y… uno más, que prolongó el fenómeno. En 1979 llegó una tercera entrega, adaptada a un país en plena transición, y en 1999 un telefilme reunió de nuevo a la familia para cerrar definitivamente el ciclo.

Mientras tanto, la primera película se convirtió en un clásico inamovible de la programación navideña. Sus escenas forman parte del imaginario colectivo y su eco llega hasta quienes nunca la han visto entera. Basta oír un “Chenchooo” para activar una memoria compartida que atraviesa generaciones.

Hoy, frente al Lope de Vega, convertido en teatro de grandes musicales, cuesta imaginar que en esas butacas se gestó una de las visiones más icónicas —y discutidas— de la familia española. Pero aquel diciembre de 1962, bajo los neones de la Gran Vía, ocurrió exactamente así. Y desde entonces, la historia del cine español no ha vuelto a mirar a la familia con los mismos ojos.

Vídeo: “La gran familia (1962) – Chencho se pierde en Plaza Mayor [HD]”

Fuentes consultadas

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