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El día en que Joan Murray cayó del cielo y aterrizó en un hormiguero

Hay relatos reales que parecen escritos por alguien con un talento especial para la mala fortuna ajena. La historia de Joan Murray, empleada de banca de 47 años y aficionada al paracaidismo, entra de lleno en ese catálogo de sucesos que obligan a replantearse los límites de la verosimilitud.

Aquel 25 de septiembre de 1999, Joan viajó a Carolina del Norte para realizar lo que, sobre el papel, debía ser un salto más. Nada heroico, nada épico, solo su salto número 37, suficiente para sentirse cómoda sin perder el respeto al vacío. Estrenaba material, tenía buen tiempo y la rutina estaba clara: subida al avión, caída libre desde unos 4.400 metros, apertura del paracaídas y aterrizaje sin sobresaltos.

Nada salió como estaba previsto.

Un salto desde más de cuatro kilómetros que se torció desde el principio

Lo que hizo Joan aquel día se parece mucho a lo que realizan miles de paracaidistas cada fin de semana. La altura era la habitual, la técnica conocida y la confianza, razonable. Pero cuando llegó el momento de tirar de la anilla, el paracaídas decidió declararse en huelga. No hubo apertura parcial, ni un susto de esos que se arreglan con un tirón extra. Sencillamente, no se abrió.

En esa situación, cualquier manual insiste en la misma idea: no hay tiempo para contemplaciones, toca recurrir a la reserva. Joan lo hizo. El paracaídas secundario se desplegó, sí, pero demasiado bajo y con un comportamiento lamentable. Se abrió a unos 200 metros del suelo, la desestabilizó, entró en un giro descontrolado y acabó colapsando. Resultado: una caída prácticamente libre durante los últimos instantes.

La escena, más que a una afición de fin de semana, empezaba a parecerse a un fatal desenlace. Sin embargo, el azar tenía preparada una variación tan absurda como decisiva.

Un aterrizaje espantoso sobre un hormiguero de hormigas de fuego

Murray impactó contra el suelo a gran velocidad, pero lo hizo sobre un enorme hormiguero de hormigas de fuego, esas criaturas con mala fama, veneno potente y carácter endemoniado. La especie, originaria de Sudamérica y convertida en plaga en Estados Unidos, no destaca precisamente por su hospitalidad con los visitantes improvisados.

Quien haya tenido la desgracia de toparse con ellas sabe que su picadura arde de verdad, y que sus nidos se defienden con un celo casi militar. El veneno, con su mezcla de alcaloides y proteínas, está diseñado para causar dolor intenso y puede desencadenar desde inflamaciones descomunales hasta reacciones severas.

El golpe sobre el montículo despertó a cientos de ellas. Mientras Joan permanecía inconsciente o semiconsciente, recibió más de doscientas picaduras. Para cualquier otra persona, habría sido el remate perfecto a un accidente terrible. En su caso, paradójicamente, se convertiría en un elemento inesperado de supervivencia.

Adrenalina, veneno y un cuerpo aferrándose a la vida

Cuando los equipos de rescate llegaron, encontraron a Murray en un estado crítico. Tenía múltiples fracturas, estaba cubierta de hormigas y presentaba un número escalofriante de picaduras. A partir de ahí surgió la hipótesis médica que ha acompañado su historia desde entonces: las picaduras habrían desencadenado una avalancha de adrenalina y otros compuestos que ayudaron a mantener su corazón en marcha en medio del trauma brutal.

La explicación tiene cierta lógica. El veneno de estas hormigas puede provocar taquicardias, aumentos de tensión y reacciones sistémicas que, en algunas circunstancias, activan el cuerpo en un intento desesperado de compensar el shock. En el caso de Joan, ese estrés biológico extremo quizá sirvió para mantenerla con vida el tiempo justo para recibir atención.

No es ciencia demostrada al milímetro, pero encaja con lo que se conoce del veneno, de sus efectos sobre el organismo y del estado en el que fue encontrada. Y encaja también con esa ironía zoológica tan difícil de ignorar: unas hormigas temidas en media América pudieron contribuir, aunque fuera de forma indirecta, a que una paracaidista no muriera en el acto.

Del coma a la reconstrucción: un cuerpo hecho añicos

Sobrevivir al impacto no significó, ni mucho menos, que el peligro hubiese pasado. Joan llegó al hospital con huesos rotos por todas partes, lesiones internas graves y la cara tan dañada que incluso había perdido empastes por la violencia del golpe. Los médicos la indujeron a un coma que duró dos semanas y comenzaron un proceso quirúrgico de enorme complejidad.

A lo largo de los meses siguientes se sometió a cerca de veinte operaciones y necesitó diecisiete transfusiones de sangre. Los cirujanos colocaron una barra metálica en su pierna derecha y varias piezas de fijación en la pelvis para recomponer un esqueleto que había quedado desarticulado como un mosaico roto.

Era la clase de parte médico que suele asociarse con accidentes de carretera a alta velocidad, no con una actividad deportiva recreativa. Pero allí estaba, aferrándose a la vida con una tenacidad sorprendente.

De la UCI de vuelta al aire: Joan decide volver a saltar

Cualquiera habría pensado que, tras un accidente así, Joan se despediría para siempre del paracaidismo. Sin embargo, su historia tomó un giro que dejó perplejos incluso a quienes la conocían. Dos años después de aquella caída salvaje, volvió a subir a un avión y realizó un nuevo salto.

Del mismo modo, rechazó la jubilación por incapacidad en su empleo en un banco y continuó trabajando durante más de dos décadas. En una entrevista posterior dejó una reflexión que revelaba su nueva relación con la rutina: dijo que se divertía simplemente poniéndose los zapatos por la mañana.

La frase, lejos de sonar como un recurso motivacional, parecía una síntesis sincera de alguien que había visto la muerte de cerca y había regresado con sentido del humor y una dosis inmensa de humildad existencial.

Joan Murray falleció en mayo de 2022 por causas no relacionadas con su accidente, cerrando una vida que quedó marcada para siempre por aquel insólito salto de 1999.

¿Qué opciones reales hay de sobrevivir a una caída semejante?

Para calibrar lo extraordinario del caso de Murray conviene comparar con datos conocidos sobre caídas desde altura. A partir de una caída de quince metros, la mortalidad ya ronda la mitad. A veintiséis metros, supera con facilidad el noventa por ciento. Por encima de esa altura, la supervivencia entra en el terreno de las rarezas estadísticas.

Joan cayó desde más de cuatro kilómetros. Es cierto que el paracaídas de reserva llegó a abrirse, aunque fuese tarde y mal, y que el impacto fue sobre tierra blanda, no sobre hormigón. Además, la peculiar reacción desencadenada por las hormigas podría haber añadido un margen extra, aunque sea difícil cuantificarlo.

joan murray paracaidista

Todo ello la situó justo en la frontera donde se decide si un organismo resiste o no. Su caso es, por tanto, un recordatorio de que la supervivencia extrema suele depender de una mezcla imprevisible de factores: pequeñas amortiguaciones, decisiones rápidas, entornos inesperados y, sobre todo, una dosis considerable de suerte.

Las hormigas de fuego, entre villanas ecológicas y salvadoras involuntarias

Las hormigas de fuego no son precisamente unas criaturas entrañables. La especie responsable del hormiguero sobre el que cayó Murray es una de las más dañinas para la agricultura, el medio ambiente y la salud en buena parte del sur de Estados Unidos. Sus picaduras causan millones de incidentes al año y pueden desencadenar desde molestias leves hasta emergencias médicas.

Estas hormigas construyen montículos compactos y resistentes. Su organización defensiva es eficaz y su veneno, un auténtico cóctel biológico. En condiciones normales, encontrarse con ellas nunca es una buena noticia: duele, irrita y puede causar problemas serios.

Que en este caso concreto aparezcan en el relato como un factor que quizá contribuyó a la supervivencia tiene un punto de paradoja natural memorable. Desde la biología del veneno hasta el absoluto azar del impacto, todo en esta historia parece diseñado para destacar la excepcionalidad del suceso.

Lo indiscutible es que aquella caída desde más de cuatro kilómetros, el fallo de ambos paracaídas, el impacto brutal, las doscientas picaduras, el coma, las cirugías y la recuperación posterior conforman uno de esos episodios donde la vida se mantiene contra todo pronóstico. Y, en un giro casi cómico del destino, unas hormigas cabreadas forman parte esencial del relato.

Vídeo: “JOAN MURRAY; CUANDO EL PARACAÍDAS NO SE ABRE!!”

Fuentes consultadas

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