La peripecia de I, Libertine no empieza en una sala de juntas editorial ni en un despacho oscuro de la prensa sensacionalista, sino en una cabina de radio nocturna, con un narrador que se divertía como quien afila un bisturí y luego lo coloca en la yugular de la credulidad pública. Allí, Jean Shepherd —cuenta la historia—, hastiado de la aparente arbitrariedad con que se armaban listas de libros más vendidos, decidió realizar un experimento social con sabor a broma intelectual: inventar un libro entero que no existía y provocar que la gente pidiera ese inexistente título en las librerías. La broma se convirtió en fenómeno, y el fenómeno en libro real.
Shepherd, maestro del comentario incisivo y del relato nocturno, no se limitó a sugerir que sus oyentes pidieran un volumen cualquiera. Fabricó con mimo la coartada: dio al supuesto autor un nombre de apariencia solemne —Frederick R. Ewing— y al libro un título que olía a confesión picaresca: I, Libertine. Acompañó la artimaña de una sinopsis sugerente; describió, en frases y chascarrillos lanzados desde el micrófono, pasajes que podían leerse como si fueran citas de la obra. Pronto la broma se volvió colectiva; oyentes inocentes y cómplices se presentaban en mostradores preguntando por el título, colocaban referencias en conversaciones y, sin quererlo, empujaron al rumor hasta convertirlo en demanda palpable.
Sin embargo, la historia no acaba ni empieza con la anécdota de un locutor encantador y unos oyentes obedientes. El paso siguiente, digno de comedia, fue la conversión de la broma en algo tangible: una editorial —Ballantine Books— decidió transformar el rumor en objeto de papel. No por convicción doctrinal sobre la naturaleza de la literatura, sino por cálculo: si el público pide algo, ¿por qué no ofrecérselo?
Theodore Sturgeon, de oficio novelista
El resultado fue que Theodore Sturgeon, novelista de oficio, recibió el encargo de escribir, en tiempo récord, la novela que había sido reclamada. Según las crónicas, Sturgeon trabajó a destajo: la esposa de Ian Ballantine, Betty, remató el último capítulo después de que Sturgeon, exhausto, se quedara dormido sobre el sofá.
El libro se publicó en 1956, con crédito apócrifo a Frederick R. Ewing y con la peculiar broma de poner una foto del propio Shepherd —con aspecto deliberadamente desaliñado— en la contraportada, fingiendo ser el autor.
¿Qué parte de esta historia es sátira y qué parte es demostración práctica de que la opinión pública se puede fabricar? Aquí hay que afinar: Shepherd no inventó la idea de que se podía manipular la popularidad de los best-sellers, pero sí mostró, con su estocada de humor, hasta qué punto la percepción social y la maquinaria editorial son susceptibles de empujar la realidad editorial en una dirección determinada.

Se pidió tanto el libro que los libreros, acosados por clientes curiosos, tuvieron que reaccionar. La prensa recogió el asunto, las noticias se propagaron y, por un tiempo, la ficción se enseñoreó de su condición: un libro inexistentemente famoso se convirtió en motivo de conversación, de risas y de vergüenza para quienes, sin malicia, habían contribuido a inflarlo.
El gran engaño
La publicación del libro —que hoy podría leerse como una picaresca histórica si se aborda sin caer en anacronismos— llegó acompañada de detalles que recordaban la broma original. La portada escondía pequeños guiños: el ilustrador Frank Kelly Freas incluyó un esturión y un cayado («sturgeon» y «shepherd»), señales que apuntaban al autor real y al instigador de la jugada. Incluso la dedicatoria y el epílogo jugaban con la verosimilitud histórica: la trama se inspiraba en episodios escandalosos de la Inglaterra del siglo XVIII, con personajes que evocaban figuras como Elizabeth Chudleigh, cuya vida abría la puerta a la sátira. Todo estaba dispuesto para que cualquiera que hojease el libro sonriera ante la broma o, en su defecto, se sintiera lo bastante engañado como para indignarse.
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El revuelo alcanzó tal magnitud que incluso periódicos serios no pudieron ignorarlo. The Wall Street Journal, por ejemplo, dedicó un artículo que trascendió la broma y la convirtió en noticia de calado: explicaba el origen del engaño y, con un deje de severidad, aireaba la facilidad con la que se podía manipular la opinión pública. La reacción fue dispar: algunos periodistas y sectores culturales celebraron la jugada como una sátira magistral sobre la industria editorial, mientras que otros la vieron como una maniobra peligrosa, o al menos embarazosa, para quienes confiaban en la integridad de las listas de ventas y en el criterio de los editores.
La lección de I, Libertine
Mirada desde hoy, con la memoria poblada por campañas virales, bots y algoritmos que amplifican lo trivial, la lección de I, Libertine deja un mensaje incómodo: la percepción de popularidad se construye a menudo sobre escalones que nadie debería creer sólidos. Shepherd arrancó la reflexión con humor: si bastaba con preguntar en la librería para inflar la demanda, entonces el prestigio cultural podía verse adulterado por la ilusión de consenso. Su intención era demostrar que el mundo editorial podía manipularse con la complicidad del público y la pasividad de los circuitos de validación social. La broma, en definitiva, fue una suerte de experimento sociológico improvisado.
Pero había también un matiz comercial: Ballantine no publicó la broma solo como un ejercicio de crítica social, sino también con aguda perspicacia empresarial. La editorial comprendió que vender un libro que ya existía en la mente de miles —aunque de manera ficticia— era tan buena idea como aprovechar cualquier moda pasajera. Que las ganancias se destinaran a la caridad añadió un toque moral que suavizó la comedia y amortiguó las posibles críticas. La obra no aspiraba a la posteridad literaria; su objetivo era el gag histórico: una lectura entretenida, pícara y, de paso, una demostración de la habilidad para manipular la opinión pública.
El tsunami I, Libertine
Con los años, I, Libertine se convirtió en arquetipo para otros intentos de “hackear” la percepción cultural. Cada vez que un grupo inflaba artificialmente la visibilidad de un producto con reseñas falsas, o que una campaña de marketing buscaba posicionar un término repitiéndolo hasta la saciedad, no hacía más que recorrer el camino que Shepherd y sus cómplices habían trazado con descaro y ternura: la fabricación deliberada de notoriedad. La broma de los años cincuenta anticipaba, con un toque lúdico, problemas que décadas más tarde las plataformas digitales amplificarían con consecuencias mucho más serias. I, Libertine se convierte así en un testigo temprano de cómo la manipulación cultural ha evolucionado hasta nuestros días.
No todo fue solemnidad intelectual. La anécdota está llena de momentos divertidos: los primeros libreros, incapaces de comprender de qué hablaban los clientes, comenzaron a inventar reseñas y citas para no quedar en ridículo. Otros, más pragmáticos, llegaron a escribir notas manuscritas supuestamente procedentes de críticos imaginarios. El rumor creció y adquirió vida propia: bastó que la prensa lo recogiera para que la credulidad colectiva —esa maquinaria complicada y a la vez encantadora— transformara la broma en realidad social.
Quien quiera ver la operación solo como una travesura se equivoca por exceso de indulgencia. También puede leerse como diagnóstico: la fragilidad de los indicadores culturales, la facilidad con la que se confunde popularidad con calidad, y la necesidad de pensar críticamente sobre cómo se forma la opinión pública. Shepherd hacía reír mientras asentaba esa sentencia incómoda, y Ballantine, con su decisión de publicar, otorgó a la broma su dimensión tangible. El gesto fue doblemente inteligente: desmontó una falacia social y creó un producto que capitalizaba la misma manipulación que denunciaba. El resultado es un objeto cultural con doble función: espejo y mercancía.
La realidad superando, una vez más, a la ficción
Desde un punto de vista literario, la obra de Sturgeon —escrita a partir del esbozo de Shepherd— no pretendía revolucionar el canon. Era un ejercicio de estilo, una farsa de época que, por méritos propios, puede leerse con diversión. Su valor no reside en la narrativa, sino en su papel como documento histórico: testigo de un momento en que cultura de masas, radio y prensa se unieron para demostrar que la ficción puede adelantarse a la realidad hasta el punto de generarla.
Hoy, la historia de I, Libertine sigue siendo una anécdota instructiva: aparece en estudios sobre hoaxes, se cita en debates sobre verificación y sirve de ejemplo al analizar la reputación cultural. Revisitarla con la distancia temporal que permite el humor y la ironía revela que aquellos principios de manipulación social se han sofisticado, pero no han desaparecido; lo que Shepherd consiguió con una broma radial hoy se logra con campañas coordinadas, algoritmos comprados y un velo de anonimato tecnológico. Y la receta sigue igual: repetir, sembrar la duda y dejar que la prensa y la multitud hagan el resto.
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Fuentes consultadas:
- 1. Wikipedia. (2025). I, Libertine. https://es.wikipedia.org/wiki/I,_Libertine
- 2. Futility Closet. (2022). I, Libertine. https://www.futilitycloset.com/2022/03/13/i-libertine/
- 3. Hoaxes.org. (2018). I, Libertine (1955). https://hoaxes.org/archive/permalink/i_libertine
- 5. Neatorama. (2022). I, Libertine–The Fake Novel That Became a Bestseller. https://www.neatorama.com/2022/03/13/I-Libertine-The-Fake-Novel-That-Became-a-Bestseller/
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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