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Cuando el rock sonaba entre costillas: los «discos hueso» de la Unión Soviética

Había una vez, en una tierra de nieves eternas, himnos monótonos y dirigentes con cejas que eclipsaban el sol, una generación de jóvenes soviéticos que decidió que la revolución no estaba completa si no se podía bailar un buen boogie. Lo que el camarada Lenin no previó fue que el mayor enemigo del comunismo no iba a ser el capitalismo, sino Elvis Presley. Así nació el fenómeno más ortopédicamente sonoro de la historia: los discos hueso, o roentgenizdat, grabaciones ilegales hechas en placas de rayos X, porque cuando el vinilo escasea, las radiografías salen al rescate.

La URSS y el jazz como arma imperialista

Para entender este disparate creativo, conviene situarse en la rígida sinfonía ideológica de la posguerra soviética. Tras la Segunda Guerra Mundial, la cultura occidental fue clasificada como corruptora por el Politburó. El jazz era considerado decadente, el rock una amenaza para la juventud trabajadora y la radio británica, una peligrosa sirena que podía hacer que alguien prefiriera los Beatles a los coros del Ejército Rojo. Todo aquello que viniera del bloque de enfrente se etiquetaba como ruido tóxico y, por tanto, debía ser neutralizado, aplastado como si fuera una bacteria capitalista.

discos hueso

Los discos extranjeros no eran bienvenidos. Se prohibía su importación, su posesión y, por supuesto, su reproducción. Pero como bien sabe cualquier adolescente en cualquier lugar del mundo, cuanto más se prohíbe algo, más apetecible se vuelve. Y si la juventud soviética tenía que elegir entre escuchar a Louis Armstrong o obedecer a Brezhnev, la elección estaba clara.

La invención de los discos hueso o radiográficos

La escasez de materiales y la vigilancia férrea obligaban a la inventiva. Aquí entra en escena el protagonista inesperado: las radiografías desechadas de hospitales. Aquellos trozos de acetato translúcido con fémures astillados y vértebras resquebrajadas pasaron de diagnosticar artrosis a propagar los acordes de Chuck Berry.

El proceso era tan artesanal como clandestino. Primero se conseguían las radiografías usadas, que en muchos casos provenían de empleados del sistema sanitario con una afición secreta por el swing. Luego, con tocadiscos modificados y grabadoras caseras, se grababan los surcos directamente sobre la placa. Se cortaban en forma circular y se les hacía un agujero en el centro, a menudo con un cigarro encendido.

discos hueso

El resultado era un disco flexible, de mala calidad y con una esperanza de vida sonora de unas cinco o seis reproducciones. Pero, ¡ah, qué gloriosas eran esas escuchas! Elvis entre omóplatos, Billie Holiday a través de una pelvis rota. Aquello era más que música: era un acto de resistencia.

Costillas melódicas y contrabando sonoro

La venta de estos discos se realizaba en los márgenes del mercado negro, que no era un lugar, sino una red informal donde todo —desde medias de nylon hasta versos de Allen Ginsberg— encontraba su hueco. Los discos hueso eran populares en ciudades como Moscú, Leningrado, Riga o Kiev, donde la juventud hambrienta de modernidad los compraba por entre uno y dos rublos, a cambio de una calidad de sonido que rozaba lo fantasmal pero que, por eso mismo, adquiría un aura mágica. Si escuchar rock occidental ya era un acto íntimo y transgresor, hacerlo desde la silueta de una columna vertebral añadía una capa extra de dramatismo difícil de superar.

El ojo que todo lo ve

Como era de esperar, las autoridades no tardaron en reaccionar. A finales de los años 50, se endurecieron las penas por producir y distribuir grabaciones ilegales. A los artesanos de la radiografía les cayeron arrestos, multas y en algunos casos prisión. Se les etiquetó oficialmente como falsificadores, pero en el fondo eran melómanos románticos, luchando contra un sistema que creía que el rock podía corroer la moral socialista como si fuera óxido capitalista carcomiendo los cimentos de la revolución.

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No obstante, el ingenio era más veloz que la censura. Incluso con la amenaza constante del KGB, las grabaciones proliferaban. La mayoría de los jóvenes no veían en ello una afrenta política, sino una forma de estar conectados con el mundo, con una modernidad que se les negaba a golpe de prohibiciones.

El declive: cuando el casete destronó a la radiografía

Como todo invento hermoso y frágil, los discos hueso tenían fecha de caducidad. A mediados de los años 60, el avance de la tecnología trajo consigo las grabadoras de cinta magnética. El casete, más discreto y duradero, fue reemplazando poco a poco la entrañable chapucería de los discos radiográficos. Además, el sistema soviético, en un intento torpe de modernizarse, permitió de forma limitada algunas emisiones de música occidental, especialmente en Radio Moscú, donde los Beach Boys podían compartir parrilla con el parte meteorológico.

Aun así, el legado de los roentgenizdat no se desvaneció. Hoy en día se exponen en museos de historia, se compran en subastas vintage y protagonizan exposiciones itinerantes con títulos tan melancólicos como “Música sobre hueso”. Incluso hay documentales y libros dedicados a esta práctica, y un creciente culto de coleccionistas que los buscan como quien rescata mensajes en botellas fonográficas enviadas desde una era en la que escuchar música podía costarte la libertad, pero valía cada nota.

Cuerpos que cantan: una nota final sobre la estética accidental

El detalle más macabro y a la vez poético de esta historia es que muchas de las radiografías conservaban imágenes claras de huesos humanos. A veces, se podía identificar una fractura de clavícula, una mano extendida, una vértebra dañada. Así, aquellos discos eran literalmente cuerpos que cantaban, esqueletos que bailaban al ritmo occidental, reliquias sonoras impresas sobre la biografía física de personas reales.

Escuchar a Buddy Holly mientras va girando la rodilla de un desconocido debe ser algo que se olvida fácilmente. Y en esa mezcla de lo clínico y lo musical, lo ilegal y lo sublime, reside el verdadero encanto de estos artefactos.


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