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David Manning: el crítico que nunca existió y puso en jaque a Hollywood

La historia de David Manning tiene todos los ingredientes de un buen guion: un protagonista inventado, una multinacional demasiado creativa para su propio bien y un público dispuesto a tragarse frases rimbombantes con entusiasmo digno de mejor causa. El único detalle menor es que el héroe de esta película —el crítico más entusiasta del año 2000— jamás opinó, escribió ni existió. Fue un fantasma de celuloide creado por Sony Pictures que, durante un tiempo, logró colarse en carteles de cine, vender entradas y, finalmente, acabar en los tribunales.

El nacimiento de un crítico con estrella fugaz

Era el año 2000, esa frontera incierta entre el fin del milenio y la promesa de un futuro con coches voladores que nunca llegaron. En ese contexto apareció un nombre que parecía destinado a codearse con los grandes del periodismo cinematográfico: David Manning, del prestigioso —activen el modo ironía— The Ridgefield Press.

Manning saltó a la fama al calor de películas como Destino de caballero, El hombre sin sombra o Estoy hecho un animal. De repente, sus frases adornaban carteles promocionales con la convicción de un crítico curtido: “Heath Ledger es la estrella más potente del año” o “Otra película triunfadora”. Palabras que, vistas en una marquesina, tenían la misma contundencia que una medalla olímpica. Solo había un pequeño inconveniente: ni Manning ni sus críticas existían.

El artífice de la invención fue un ejecutivo de Sony, convencido de que, si no había críticos dispuestos a elogiar sus estrenos, lo mejor era fabricarse uno. Total, ¿qué podía salir mal?

La investigación que pinchó el globo

La farsa empezó a resquebrajarse en 2001, cuando John Horn, periodista de Newsweek, se preguntó quién era aquel crítico tan generoso con Sony y tan misteriosamente callado con el resto de la cartelera. Tras levantar el teléfono y contactar con The Ridgefield Press, la respuesta fue demoledora: en su redacción no había nadie llamado David Manning. Ni nunca lo había habido.

Sony se vio obligada a dar explicaciones apresuradas. Según la versión oficial, todo fue idea de un único ejecutivo con exceso de iniciativa y sin demasiada brújula ética. Una anécdota corporativa que pretendieron despachar con la elegancia de quien se sacude migas del traje. El problema es que la mentira era demasiado evidente para pasar desapercibida.

Para rematar, se descubrió que la compañía había recurrido a sus propios empleados para grabar reacciones “espontáneas” y exageradas tras ver El patriota. Una especie de casting exprés de espectadores entusiastas con nómina fija.

Del chiste al juzgado

Lo que pudo quedarse en un chascarrillo de pasillo se convirtió en un asunto serio cuando dos espectadores, Omar Rezec y Ann Belknop, decidieron demandar a Sony. Alegaban que habían comprado entradas para Destino de caballero seducidos por las alabanzas de David Manning y que, al descubrir el engaño, se sintieron estafados.

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Sony, con una creatividad legal similar a la que mostró en marketing, argumentó que todo estaba amparado por la libertad de expresión. El juez, poco impresionado por el despliegue retórico, determinó que aquello era simple publicidad engañosa.

En 2005 se alcanzó un acuerdo extrajudicial: Sony pagaría 5 dólares a cada espectador que hubiera acudido al cine engañado, hasta un máximo de 1,5 millones. Una indemnización que parecía más bien un cupón de descuento para futuras proyecciones. Además, si no se reclamaba la totalidad, el sobrante iría destinado a organizaciones benéficas.

Un antes y un después en el marketing cinematográfico

El escándalo de David Manning no solo dejó en evidencia a Sony, sino que también marcó un cambio en la manera de vender películas. La era digital estaba a punto de explotar y, con ella, nuevas formas de manipular —perdón, de “influir”— en la opinión pública.

De la pluma inexistente de Manning se pasó a la democracia del clic. Primero llegaron los blogs de cine, luego los foros y, finalmente, las redes sociales. Twitter se convirtió en la nueva biblia promocional. Las distribuidoras ya no necesitaban inventarse críticos: bastaba con citar el entusiasmo de un tuitero cualquiera.

Frases como “¡La mejor película que he visto en años!” o “Una obra maestra imprescindible” empezaron a poblar carteles y tráilers. Lo curioso es que, al ser genuinas, aunque salieran de un perfil con avatar de gato y tres seguidores, tenían más legitimidad que las loas ficticias de David Manning.

El público, ese ingenuo necesario

El caso destapó una verdad incómoda: el público tiende a creer lo que ve impreso en letras grandes, ya sea en la marquesina de un cine o en un cartel en el metro. Si lo dice un periódico, debe ser cierto; si lo afirma un crítico, aún más. Que ese crítico sea inventado, bueno, son detalles de producción, minucias sin importancia.

Lo irónico es que la práctica de exagerar, maquillar y adornar no desapareció, solo cambió de forma. Donde antes había un señor ficticio de Connecticut, hoy hay oleadas de bots, reseñas pagadas o campañas virales diseñadas al milímetro. Al final, el juego sigue siendo el mismo: convencer al espectador de que la película de turno es la octava maravilla aunque, en realidad, se parezca más a la trigésimo octava mediocridad.

Un legado incómodo y, en cierto modo, legendario

David Manning nunca escribió una sola línea, pero su nombre quedó inscrito en la historia del cine como símbolo de las trampas publicitarias. Su caso se estudia todavía en facultades de comunicación como ejemplo de cómo la línea entre marketing creativo y fraude descarado puede ser tan fina como el papel de una entrada de cine.


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Fuentes: Newsweek The Guardian

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