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La vez que Hollywood engañó a los japoneses: cuando los suburbios eran fábricas de aviones

En plena Segunda Guerra Mundial, cuando el enemigo parecía más omnipresente que nunca y los norteamericanos descubrían, con pasmo, que el océano Pacífico no era un muro infranqueable sino un húmedo sendero directo al corazón de California, ocurrió un episodio que hoy parecería sacado de una comedia de espías con decorado de cartón piedra: Hollywood, literalmente, se convirtió en el escudo de la industria aeronáutica de Estados Unidos. Y no es una simple metáfora.

Lo que sigue es la historia real de cómo la fantasía cinematográfica se convirtió en estrategia militar.

Todo comenzó con un susto muy real

En diciembre de 1941, tras el ataque nipón a Pearl Harbor se vio bien claro que Japón no iba de farol. Y, sólo unas semanas después, el 23 de febrero de 1942 el miedo tomó forma claramente reconocible en las playas de la costa oeste: el submarino japonés I-17 emergió con el descaro de un turista despistado frente a Santa Bárbara (y no Santa Mónica, como repiten algunos), disparó unos cuantos proyectiles contra la refinería de Elwood y desapareció en las profundidades como si fuese la avanzadilla de algo peor en ciernes. Y claro, Estados Unidos, tan poco acostumbrado a ser atacado en casa, entró en pánico.

La histeria colectiva hizo acto de presencia como una vieja amiga picando en tu propia puerta. En un país que hasta entonces se había considerado geográficamente blindado, el bombardeo del I-17 fue el equivalente militar de encontrar una cucaracha en el hot dog. De pronto, cualquier cosa era posible: desde paracaidistas nipones aterrizando en Disneyland hasta geishas saboteando fábricas de municiones disfrazadas de operarias.

Entra en escena John L. DeWitt: paranoico con galones

El teniente general John L. DeWitt, a la sazón Comandante de la Defensa Occidental, reaccionó con la sobriedad de quien cree ver fantasmas en cada sombra: “Un japonés es un japonés, leal o no”, llegó a decir con esa diplomacia que tanto se estilaba en tiempos de guerra. Fue el cerebro detrás de la internación de ciudadanos japoneses en campos de concentración con la misma soltura con la que uno guarda las tazas buenas para las visitas. Pero también fue quien encargó una operación de camuflaje sin precedentes en la historia militar moderna. Y ahí, amigo lector, es donde entra el verdadero espectáculo.

John F. Ohmer, el Houdini del hormigón

El encargado de tamaña empresa fue el coronel John F. Ohmer, un tipo que venía de darse un garbeo por el Reino Unido en 1940 para aprender cómo los británicos camuflaban sus fábricas ante los bombardeos alemanes. Lo que vio le dejó realmente impresionado: hangares convertidos en campos de cultivo falsos, centrales eléctricas disimuladas como aldeas de juguete. Y pensó: “¿Y si esto lo hacemos en versión Hollywood?”

Dicho y hecho. Porque si uno quiere convertir una fábrica de aviones en una urbanización de barrio, no llama al ejército: llama a los estudios de cine. MGM, Disney, Paramount, 20th Century Fox, Universal… todos pusieron su granito de celuloide. El resultado fue una troupe digna de ceremonia de los Oscar: escenógrafos, paisajistas, ingenieros, carpinteros, pintores, técnicos de iluminación y otros tantos profesionales que, si bien no sabían cómo derribar un avión japonés, sí sabían cómo engañar a una cámara (y, de paso, a un avión espía).

Lockheed-Vega: de fortaleza militar a barrio residencial

La primera víctima de este ilusionismo bélico fue la fábrica de aviones Lockheed-Vega en Burbank, California. Desde el aire, lo que antes era un complejo industrial inmenso pasó a parecer un vecindario sacado de un catálogo inmobiliario: calles con curvas, casas de juguete, coches aparcados de goma inflable fabricados por Goodyear (sí, los de los neumáticos), árboles y arbustos de alambre cubiertos con plumas verdes, silos y granjas de cartón piedra y chimeneas que más que humo soltaban teatrillo.

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John F. Ohmer

¿Y los empleados? Salían cada mañana por trampillas ocultas para mover los coches y cambiar algunos elementos, manteniendo la ilusión como si estuvieran interpretando una función perpetua para los dioses de la aviación japonesa.

El test del inspector ciego

Para probar la eficacia del tinglado, Ohmer organizó un vuelo con un inspector del Departamento de Guerra, sin darle pistas. El hombre sobrevoló la zona con cara de “aquí no hay nada que ver”. Y efectivamente, no vio nada. La fábrica se había volatilizado como por arte de ilusión óptica.

John F. Ohmer

Y se multiplicaron los suburbios invisibles

Le siguieron la North American Aviation en El Segundo, Vultee en Downey, Northrop en Hawthorne, Douglas Aircraft en Long Beach, Consolidated en San Diego y, el premio gordo, el complejo de Boeing en Seattle. Todos disfrazados de paisajes anodinos para ojos enemigos. Incluso se barajó camuflar la ciudad de Los Ángeles entera, aunque el proyecto se descartó por cuestiones de presupuesto.

El final del decorado

Pero todo buen espectáculo tiene su último acto. La Batalla de Midway, en junio de 1942, cambió las tornas del conflicto. Japón comenzó a perder fuelle y, con él, el miedo a una invasión directa sobre suelo continental americano. Los suburbios de mentira se desmontaron, los árboles de alambre fueron a parar a la chatarra y las trampillas quedaron como una anécdota de guerra que, por alguna razón, apenas se menciona en los libros de historia.

Ohmer regresó al anonimato sin estatuas ni películas biográficas, y Hollywood volvió a lo suyo: vender ilusiones sin proyectiles de por medio.

Pero durante un breve y delirante periodo de tiempo, los sueños y la guerra se dieron la mano en los tejados de cartón de una California que prefirió el disfraz a la demolición.


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Fuente: Popularmechanics

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