En 1997, en la tranquila y algo adormecida ciudad normanda de Alençon, brotó una ocurrencia tan absurda como encantadora: liberar enanos de jardín. No era un desvarío de punks aburridos ni una maniobra subvencionada de artistas conceptuales con ínfulas de Robin Hood; según sus protagonistas, se trataba de un auténtico movimiento por la libertad. Se hacían llamar Front de Libération des Nains de Jardin (FLNJ) y, con una seriedad que rozaba lo poético y una guasa típicamente francesa, emprendieron una misión peculiar: rescatar del cautiverio de los parterres a esos diminutos personajes de mejillas sonrosadas y gorro puntiagudo, y devolverlos a su “hábitat natural” (el bosque, un seto cualquiera o, en su defecto, un rincón donde no tuvieran que soportar la humillación de la contemplación humana).
La prensa lo tomó como una broma; los jueces, como un delito. Y, curiosamente, los dos tenían razón.
La versión más repetida —y también la más sensata— sostiene que el FLNJ no robaba por dinero. No había un mercado negro de gnomos, sino una especie de sátira militante contra el mal gusto. Sus operaciones eran simples, casi rituales: irrumpían de noche en jardines privados, levantaban con sumo cuidado la estatua de escayola o resina, dejaban una nota enigmática y/o lírica y desaparecían en la oscuridad.

Los activistas aseguraban, con la convicción de un druida, que muchos gnomos no deseaban ser gnomos; que en realidad eran criaturas encantadas atrapadas en cuerpos de yeso. Otros, menos místicos, defendían que la verdadera crueldad residía en los propietarios, culpables de obligar a esas figuras a sonreír eternamente junto a un geranio o una fuente de plástico.
Detrás de la parodia había, sin embargo, consecuencias tangibles: denuncias, multas y un enfado muy real de los dueños de los jardines “liberados”.
Cómo se hace una revolución de pequeño formato
Uno de los recursos más llamativos del FLNJ era su sentido del espectáculo. No se limitaban a hacer desaparecer gnomos, sino que los reubicaban con vocación artística: un pelotón de figuritas apostado frente al ayuntamiento, una hilera formando un mensaje libertario o una disposición tan cuidadosamente coreografiada que anticipaba, sin saberlo, los flashmobs de la era digital. Aquello no era simple gamberrada, sino un happening en toda regla. La teatralidad cumplía dos propósitos: por un lado, convertir el robo en una broma con mayúsculas; por otro, fabricar imágenes irresistibles para los medios, capaces de dotar de épica a un asunto tan minúsculo como la -forzada- emancipación de un gnomo de escayola.
La prensa francesa recogió episodios surrealistas. En 1998, por ejemplo, once gnomos aparecieron colgados bajo un puente en la localidad de Briey, acompañados de un cartel que denunciaba “la esclavitud ornamental”. Escena macabra o instalación conceptual, según quién la mirase. Los libertadores se tomaban su papel con una seriedad casi litúrgica: nada de vandalismo gratuito, ni grafitis, ni destrozos. Actuaban de noche, con guantes y planificación casi militar.
Una vez liberadas, las figuritas eran fotografiadas en su nuevo entorno, como si acabaran de ser liberadas de un secuestro. A veces incluso se enviaban postales a sus antiguos dueños, mostrando al gnomo de viaje: ante la Torre Eiffel, en la cima de los Alpes, frente al Coliseo o en cualquier lugar que reforzara la ilusión de que el pequeño fugitivo era libre y estaba recorriendo el mundo.

De ahí nació la leyenda del “gnomo viajero”, ese trotamundos de jardín que acabaría dando el salto a la cultura popular.
La idea caló tanto que el cine terminó apropiándosela: Amélie —esa fábula parisina de timidez y color saturado— convirtió al gnomo viajero en emblema de ternura y escapismo. Lo que en la realidad había sido un gesto de humor militante se transformó en un símbolo de optimismo doméstico. La ficción, como casi siempre, dulcificó la locura y se quedó con la postal.

Historia breve de episodios que se hicieron noticia
Durante los años noventa y los primeros dos mil, el Frente de Liberación de Enanos de Jardín vivió su edad dorada mediática. Los periódicos se lo pasaban en grande narrando cada golpe con el dramatismo propio de una novela de intriga doméstica por entregas.
En 1997, la justicia francesa decidió tomárselo menos a broma: tres jóvenes fueron condenados por una serie de “liberaciones” que sumaban más de ciento cincuenta gnomos sustraídos en distintas localidades. El asunto dejó de ser una travesura para entrar de lleno en los registros judiciales. En el año 2000, el robo de veinte figuritas durante una exposición en París ocupó titulares y despertó la indignación de coleccionistas y jardineros patriotas. Y en 2006, en la región de Limousin, se produjeron nuevas desapariciones que la policía atribuyó a una reedición tardía del movimiento, o quizá al inevitable contagio del mito.

Pero el fenómeno se internacionalizó con una facilidad pasmosa. Cada país reinterpretó la cruzada gnómica a su manera. En el Reino Unido, por ejemplo, aparecieron “comunicados” redactados con elegancia decimonónica, en los que los gnomos rescatados prometían a sus antiguos dueños que “vivirían libres entre las flores del campo”. Alemania y Austria, siempre tan meticulosas, llevaron la cosa hasta el ámbito político: algunos partidos locales se enzarzaron en debates sobre la “seguridad del patrimonio decorativo”, como si de un asunto de Estado se tratase.
Y en España, cómo no, hubo quien se apuntó a la parodia: unas cuantas desapariciones aisladas de figuritas en jardines particulares se leyeron más como gestos de imitación paródica que como actos de protesta.
A esas alturas, los enanos de jardín ya habían dejado de ser meros adornos de yeso. Se habían convertido, por la extraña alquimia del humor colectivo, en objetos de debate, en víctimas simbólicas y, sorprendentemente, en iconos culturales de una época que fue capaz de tomarse en serio la libertad… de un gnomo. Un gnomo de yeso.
¿Activismo estético o turismo del absurdo?
El FLNJ y sus franquicias imitadoras lograron algo insólito: convertir el jardín, ese territorio sagrado del bricolaje y el césped en línea recta, en escenario de crítica estética. Su mensaje era claro —pero no siempre coherente—: denunciar la domesticación del paisaje, esa obsesión por imponer orden al caos natural con setos geométricos, flores obedientes y figuritas sonrientes que parecen rubricar un contrato tácito para no hacer preguntas. Lo irónico, claro, es que su protesta se sustentaba en el mismo pecado que denunciaban: invadir un espacio ajeno. Criticaban la apropiación ornamental del mundo natural mientras practicaban la apropiación revolucionaria de la propiedad privada.
La contradicción, lejos de restarles encanto, les daba un aire casi filosófico.
Había algo de epopeya infantil en sus acciones, una mezcla entre cuento de los hermanos Grimm y la más pura gamberrada. El gesto de levantar un enano del suelo y devolverlo “a la naturaleza” tenía un componente de ternura absurda, como si el liberador creyera de verdad que la estatua lo entendía. Era una pequeña fantasía de redención, una conversación muda con el mito del gnomo, ese ser que en el fondo solo existe porque alguien lo soñó. Pero en la otra cara del asunto, la de los propietarios, la historia se teñía de enfado y desconcierto. Muchos de esos enanos no eran simples adornos, sino regalos familiares o recuerdos de viajes. Lo que para unos era una acción artística con mensaje, para otros era un robo en toda regla, con el agravante sentimental de ver marchar a un ser, sí, de yeso, pero querido al fin y al cabo.

La prensa, naturalmente, se frotaba las manos. Era el tipo de historia que lo tenía todo: misterio, humor, delito menor y una pizca de surrealismo. Los titulares mezclaban la indignación con la sonrisa: “Asaltan jardines en nombre de la libertad”, “Revuelo en Normandía por el secuestro de gnomos”. El público leía fascinado, a medio camino entre el folletín rural y la comedia negra, ese lugar donde la realidad coquetea con la comedia sin avisar al espectador.
El gnoming como relato de aventuras
La moda del gnoming —esa costumbre deliciosa y un punto demente de llevarse un enano de jardín robado de viaje para fotografiarlo junto a monumentos y playas— hunde sus raíces en el folclore moderno, ese territorio donde conviven lo absurdo y lo entrañable. Ya en los noventa, los periódicos recogían historias de gnomos que aparecían retratados desde Londres hasta Sídney, sonrientes en primera fila de las fotos turísticas de otros. Una de las más célebres contaba el caso de una pareja británica que, tras denunciar la desaparición de su gnomo, lo recibió semanas después acompañado de un álbum de fotos: el pequeño había visitado medio planeta y volvía al hogar con recuerdos.

En Francia, un hallazgo similar —docenas de gnomos viajeros en 2006— acabó con la policía investigando un supuesto “tráfico” organizado. Lo que empezó como gamberrada poética se convirtió, por pura repetición internacional, en un fenómeno global: el meme antes del meme, practicado a escala artesanal y con figuritas de resina facturadas en mostradores de vuelos internacionales.
Claro que no todo fue postal y carcajada. También hubo capítulos con menos encanto y más expediente judicial. En algunos registros policiales aparecieron verdaderos almacenes clandestinos llenos de figuras secuestradas, una visión entre grotesca y surrealista: filas de gnomos custodiados como si esperaran un intercambio de rehenes.
Lectura cultural: por qué interesa esta minirrebelión
El gusto —y su primo el mal gusto— son campos de batalla silenciosos. Los gnomos del jardín, con su sonrisa fija y su gorro rojo, encarnan esa estética de la clase media que celebra la tranquilidad doméstica y el adorno sin culpa. El FLNJ, con su cruzada, lanzó una crítica tan absurda como certera: si el jardín es el escenario, el mensaje es claro —«aquí se ha domesticado la imaginación»—. Liberar al gnomo era, simbólicamente, liberar la chispa que el suburbio había embotellado: la rareza, la sorpresa y, sobre todo, el humor.
Hoy el gnomo viajero sobrevive como icono pop: protagonista de campañas turísticas, guiño cinematográfico y meme perpetuo. En los archivos quedan los titulares de robos y exposiciones frustradas; en la memoria, la sonrisa obstinada de quienes tomaron en serio la broma. El FLNJ se desvaneció, sí, pero su espíritu sigue agazapado entre hashtags y souvenirs: la prueba de que, en el fondo, nada es demasiado pequeño para convertirse en causa… ni demasiado ridículo para tomárselo en serio.
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Fuentes consultadas:
- Wikipedia contributors. (2025, October 16). Travelling gnome. Wikipedia. https://en.wikipedia.org/wiki/Travelling_gnome
- Dujardin, P. (2021, June 2). The Gnome Liberation Front. Only Connect. https://www.only-connect.co.uk/post/the-gnome-liberation-front
- Agence France-Presse. (2000, April 15). France’s littlest victims: Stolen garden gnomes. Los Angeles Times. https://www.latimes.com/archives/la-xpm-2000-apr-15-mn-19766-story.html
- Agence France-Presse. (2001, July 11). Garden gnomes gather in shadowy operation. ABC News. https://abcnews.go.com/International/story?id=80799&page=1
- Mental Floss. (2015, September 2). The strange practice of ‘gnoming’. Mental Floss. https://www.mentalfloss.com/article/68093/strange-practice-gnoming
- Flavorwire. (2011, February 10). A brief history of garden gnomes in pop culture, 1980s–present. Flavorwire. https://www.flavorwire.com/149788/a-brief-history-of-garden-gnomes-in-pop-culture-1980s-present
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