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GRAPO, jamones y revolución: cuando el proletariado desayunó chorizo gratis

La Transición española, ese delicado experimento entre la resaca franquista y el tímido despertar democrático, nos regaló no pocas estampas inverosímiles. Algunas con coronas, otras con metralletas, y las más curiosas… con chorizo. Literal.

El 8 de septiembre de 1977, en la calurosa Córdoba postfranquista, cuatro miembros del GRAPO decidieron que la revolución no sólo se haría con panfletos y detonadores, sino también con jamones y a plena luz del día. No fue una operación militar al uso, sino más bien un sainete armado con vocación de verbena obrera.

El reparto popular del desayuno

Ocurrió en la calle Acera Tomás de San Martín, en la barriada de la Huerta de la Reina. Zona de trabajadores ferroviarios, de sudor proletario y carteras flacas. Allí, a eso de las nueve y media de la mañana, un camión de Industrias Cárnicas Roig se disponía a hacer su ruta cuando fue interceptado por cuatro individuos que, pese a ir armados, no escatimaron en buenos modales.

Mientras uno apuntaba al conductor, los otros descargaban los más de 3.000 kilos de embutido con la precisión de un equipo de mudanzas. Salchichón, chorizo, jamón, morcilla… un muestrario del arte charcutero patrio desfilaba por las manos de vecinos que, entre incrédulos y agradecidos, llenaban bolsas, delantales y hasta carritos de bebé.

Pero lo mejor estaba por venir: tras dejar el camión como una patena, los asaltantes llevaron al repartidor a un bar cercano, le invitaron a almorzar, pagaron la cuenta religiosamente y desaparecieron sin hacer ruido. Si todas las expropiaciones tuvieran este guion, Hollywood ya habría llamado a Paco Martínez Soria para hacer de Lenin.

“No es por hambre, es por ideología (pero el hambre ayuda)”

Por la tarde, una voz anónima —casi ceremonial, con ese tono entre clandestino y pedagógico que tanto gustaba en las organizaciones armadas de la época— telefoneó a varios medios de comunicación para reivindicar el atraco en nombre del GRAPO. Nada de esconderse detrás de eufemismos ni de terceros: fueron ellos, con todas las letras y sin necesidad de modulador de voz. Y no fue una reivindicación cualquiera, sino un manifiesto en toda regla disfrazado de rueda de prensa improvisada. Alegaron que aquello, evidentemente, no solucionaba el hambre estructural del pueblo, ni pretendía convertirse en un sucedáneo de política social. Lo suyo era más filosófico que práctico: una “acción simbólica” para denunciar las injusticias del sistema capitalista, esa maquinaria insaciable de explotación que, según ellos, tenía en los grandes almacenes su templo de consumo y alienación. Un atraco, sí, pero con fundamento ideológico y aroma a curado de bodega.

grapo reparto de embutidos

El valor de la carga superaba el medio millón de pesetas de la época, lo que equivaldría a más de 60,000 euros de hoy en día si se tiene en cuenta el poder adquisitivo. Una cifra suculenta para cualquier butronero de la vieja escuela, pero que en este caso no se tradujo en un solo duro para los ejecutores. Ni joyas, ni cuentas suizas, ni zulos llenos de billetes: solo jamón y consigna. El objetivo era otro, casi místico en su planteamiento: expropiar alimentos a las empresas “opresoras” y repartirlos directamente entre los trabajadores, sin intermediarios ni papeleo. Una especie de comunismo exprés servido en bandeja de embutido, donde el reparto de víveres iba acompañado de una catequesis revolucionaria improvisada sobre la calzada. Mitin con bocadillo incluido, ideología entre lonchas de salchichón.

Sevilla también desayunó

El éxito del atraco de Córdoba hizo escuela. Cuatro meses después, el 10 de enero de 1978, el GRAPO repitió la jugada en Sevilla. Esta vez con un camión de productos Revilla que acabó aparcado en el mercado de La Candelaria. Allí, otra vez, chorizos para todos y proclama para quien quisiera escucharla. El lote estaba valorado en unas 430.000 pesetas.

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Pero esta segunda función tuvo un epílogo menos poético. Juan José Miños Formoso, militante del grupo, fue detenido y vinculado a esta y a otras dos docenas de acciones, muchas de ellas bastante menos “alimenticias”.

Brotons y la panceta ideológica

Años después, Francisco Brotons —una de las voces veteranas del GRAPO y pluma prolífica del ala más reflexiva del movimiento— describiría estas acciones no como meros atracos con regusto ibérico, sino como el inicio de “otro tipo de lucha”. Una lucha que no disparaba balas, sino preguntas; que no buscaba llenar estómagos, sino vaciar cabezas de resignación. Según sus palabras, no se trataba de calmar el hambre del barrio con un bocadillo de chorizo —aunque tampoco venía mal—, sino de activar conciencias a base de mortadela y megáfono. Porque, claro, repartir jamón entre parados no da para cambiar el mundo, pero al menos ayuda a coger fuerzas para asaltarlo con energía renovada y cierto regusto ahumado.

El relato de Brotons, teñido de épica revolucionaria y cierto lirismo alimenticio, incluye una imagen que, aunque parezca salida de una película del maestro Berlanga, fue muy real: un mitin improvisado en mitad de la calle, con las cajas de embutido apiladas como atril, lonchas de queso pasadas de mano en mano, vecinos escuchando entre bocado y bocado y una pancarta obrera ondeando al fondo como en una función de agitprop de provincias. Y, por si la escena no fuera ya lo suficientemente densa en simbolismo, el episodio continuaba con una manifestación de parados que, al poco tiempo, asaltó un barco atracado en el muelle de Cádiz, cargado de alimentos, y se los apropió para distribuirlos entre los necesitados de la ciudad. Una secuencia que podría parecer propaganda soviética de los años 30, pero que se desarrolló con toda la improvisación, urgencia y desparpajo de los años 70 en España. Todo muy siglo XX, muy sindicalismo con cuchillo y tenedor, muy revolucionario pero con servilleta de cuadros.

Entre Robin Hood y Mortadelo

El GRAPO fue mucho más que embutido, por supuesto. Durante años sembró el país con atentados, secuestros y amenazas. Pero este episodio choricero dejó una huella tan extraña como imborrable: una revolución que, por un día, olió a salchichón y no a pólvora.

En la España que salía de la dictadura como quien sale de un after poligonero, estos actos eran casi performativos. Eran teatro político, happening de barrio, liturgia marxista con poso de tienda de ultramarinos. Un momento tan absurdo como histórico, que deja claro que aquí, hasta el terrorismo tiene sus días berlanguianos.


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Fuentes:

El PaísABC

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