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Los últimos soldados muertos de la Primera Guerra Mundial: cuando la paz llegó con retraso

La Primera Guerra Mundial suele recordarse con imágenes de barro, trincheras infinitas y grandes bigotes que intentaban imponer respeto en medio de un caos en lúgubre blanco y negro. Pero entre tanta pólvora y desesperanza, el final del conflicto nos regaló un epílogo que roza la comedia negra. Porque hubo soldados que, a pesar de haber una paz firmada, cayeron en combate en las últimas horas —e incluso minutos— del 11 de noviembre de 1918. La historia de estos últimos caídos es un catálogo de ironías del destino aderezadas de un negrísimo humor que haría tomar notas a más de un dramaturgo shakesperiano con vena trágica.

El armisticio de la madrugada

El 11 de noviembre comenzó con una escena casi teatral: en un vagón de tren en el bosque de Compiègne, los delegados alemanes y los Aliados rubricaron a las 5:10 de la mañana el documento que acabaría con cuatro años de carnicería. El texto era claro: a las 11:00 horas de la mañana en punto debía cesar el fuego. Lo que no se esperaba es que, entre la firma y la ejecución, transcurrieran seis largas horas donde los generales —con un entusiasmo digno de mejor causa— decidieron que aún quedaba tiempo para marcar paquete y hacer curriculum a base de testosterona y gratuitas muertes ajenas.

Resultado: unos 2.500 soldados muertos en el interregno de la paz prometida.

Generales con prisas y soldados sin suerte

Uno imagina que, con la guerra técnicamente sentenciada, los mandos se habrían retirado a fumar tranquilamente o a planear el regreso a casa. Pero no. El orgullo, la ambición y esa estúpida testarudez tan masculina llevaron a muchos a ordenar ofensivas absurdas. Se luchó por aldeas sin valor estratégico, por puentes que nadie usaría y por la mera satisfacción de no dejar de disparar hasta el último segundo.

En otras palabras: la épica barata pudo más que la cordura.

El caso de Henry Gunther

Entre los ejemplos más llamativos figura Henry Gunther, un joven estadounidense de 23 años. Hijo de inmigrantes alemanes, había sido degradado tras enviar una carta poco entusiasta sobre las delicias de la vida en las trincheras. El 11 de noviembre, quizás en un intento de lavar su reputación, decidió atacar en solitario una trinchera alemana armado únicamente con su bayoneta. Los alemanes, más conscientes que él del sinsentido, disparaban al aire para disuadirle. Gunther no se detuvo y cayó abatido a las 10:59, un minuto antes del alto el fuego. Como recompensa, el ejército le devolvió su rango. Póstumamente, claro, que por todos es sabido que los ascensos póstumos son tan útiles como un paraguas en pleno tifón asiático.

últimos soldados muertos de la Primera Guerra Mundial
Henry Gunther, uno de los últimos soldados muertos de la Primera Guerra Mundial

George Lawrence Price: el canadiense que cruzó un canal de más

A las 10:58, George Lawrence Price se convirtió en el último soldado canadiense en morir en la Gran Guerra, un título que nadie habría querido ostentar. Su compañía había recibido la orden de inspeccionar unas casas al otro lado del Canal du Centre, una misión que sonaba a trámite burocrático más que a necesidad bélica. Sin embargo, al cruzar la calle, una bala enemiga le alcanzó de lleno en el pecho y lo fulminó en el acto, sin posibilidad de réplica ni épica.

Lo trágico del caso es que su muerte no respondió a una estrategia brillante ni a un objetivo militar decisivo, sino a la obediencia ciega a unas órdenes mecánicas, dictadas por algún inútil en un momento en el que ya nadie iba a cruzar un solo puente ni conquistar un palmo de terreno. El sacrificio de Price, casi inadvertido entre el estruendo de los últimos disparos, terminó convertido en otra pieza más de ese gran puzle de lo absurdo que fue la Primera Guerra Mundial.

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George Lawrence Price, otro de los últimos soldados muertos de la Primera Guerra Mundial

Augustin Trébuchon y la sopa mortal

El último francés caído fue Augustin Trébuchon, un humilde pastor convertido en soldado, abatido a las 10:50 mientras llevaba un mensaje nada épico: “A las 11 se servirá sopa caliente”. Después de sobrevivir a cuatro interminables años de bombas, gases venenosos y barro hasta las orejas, fue la rutina más doméstica la que le robó la vida: el reparto del menú del día. La ironía resulta tan brutal como inapelable, pues Trébuchon no murió en un asalto heroico ni defendiendo una posición clave, sino cargando con una nota que anunciaba caldo.

Ironías de la historia, su nombre quedaría para siempre ligado a una sopera que nunca llegó a ver, un destino tan prosaico como cruel para un hombre que había burlado a la guerra hasta los últimos diez minutos.

Augustin Trébuchon

George Edwin Ellison: el británico simbólico

El caso británico lo encarna George Edwin Ellison, un veterano que llevaba en el frente desde 1914 y que había sobrevivido a batallas tan feroces como Ypres o Cambrai. A las 10:15 del 11 de noviembre cayó en Mons, precisamente el lugar donde los británicos habían librado sus primeros combates cuatro años antes. Su unidad intentaba recuperar un terreno perdido al inicio de la guerra, una maniobra que tenía más de gesto ceremonial que de objetivo estratégico. No había nada que ganar ni que perder realmente, salvo la vida de los hombres que obedecían aquellas órdenes. Y, como suele ocurrir con el simbolismo cuando se confunde con la lógica, el precio fue demasiado alto: a Ellison le costó la vida en el último acto de una tragedia que parecía empeñada en cerrar el telón con música lúgubre.

George Edwin Ellison

Un silencio inesperado

Cuando por fin dieron las once en punto, el frente occidental quedó en un silencio que algunos describieron como un susurro colectivo. No era exactamente paz, sino algo más parecido a un agotamiento compartido. El eco de las últimas balas todavía flotaba en el aire, pero a partir de ese momento el ruido se transformó en recuerdo. Y en ese recuerdo, tan cargado de absurdo como de tragedia, quedaron inscritos los nombres de quienes cayeron en los últimos minutos de la guerra más inútilmente mortífera.

El telón bajó al fin, no con un aplauso, sino con un mutismo pesado que todavía hoy resuena como una carcajada macabra de la Historia.


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Fuentes: BBCTimeThe Guardian

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