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1808: el año en que España descubrió que su nuevo rey llegaba con instrucciones en francés

El año 1808 puede narrarse casi como una escena teatral: en Madrid retumban disparos, en Bayona se firman papeles apresurados y, mientras tanto, Napoleón decide en voz alta que su hermano José Bonaparte será el próximo rey de España. Todo ello con el ejército francés moviéndose a sus anchas por la península y la monarquía borbónica desmoronándose a la vista de todos.

La situación venía cocinándose desde tiempo atrás. Carlos IV acumulaba desprestigio, Godoy se había ganado un odio transversal y Fernando se transformó en un símbolo casi místico para quienes soñaban con un cambio. A esa mezcla inflamable se añadió la presencia de un supuesto aliado extranjero cuya ayuda tenía la sutil forma de un caballo de Troya.

La crisis del Antiguo Régimen llevaba años gestándose. A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, la monarquía española sufría una grave anemia económica, un aparato administrativo decrépito y una nobleza y un clero reticentes a cualquier reforma. El motín de Aranjuez de marzo de 1808, que tumbó a Godoy y forzó la abdicación de Carlos IV en favor de Fernando VII, fue solo el síntoma visible de un mal más profundo. El edificio llevaba tiempo torcido; el motín simplemente derribó la fachada.

Con el pueblo agitado por rumores y medias verdades, las decisiones reales se tomaban en despachos donde el aire pesaba más que los protocolos. Y allí, entre presiones y resignaciones, iba gestándose lo que ocurriría poco después en Bayona, bajo la sombra omnipresente del emperador francés.

Del motín de Aranjuez a Bayona: manual rápido para fabricar un rey “intruso”

Tras el motín de Aranjuez, Fernando VII fue proclamado rey el 19 de marzo de 1808. Su reinado efectivo duraría poco. Napoleón, cuyas tropas ya se encontraban en España camino de Portugal, observó la ocasión perfecta para reordenar a su favor el ajedrez europeo.

Invitó a Fernando a entrevistarse con él en Francia. Invitación es un decir: fue una amable orden disfrazada de protocolo. El joven rey llegó a Bayona el 20 de abril. Tras él, como si fuese un retiro familiar mal organizado, aparecieron Carlos IV, la reina María Luisa y Godoy.

Allí tuvo lugar la célebre representación en varios actos conocida como las abdicaciones de Bayona. El 5 y el 6 de mayo, Fernando cedió la corona a su padre, y este, sin mucha resistencia, traspasó sus derechos a Napoleón. El ambiente estuvo impregnado de presiones y silencios incómodos, aunque aún se discute si aquello fue un secuestro político o simplemente una tormenta perfecta de debilidad y manipulación.

Así, y sin necesidad de disparar un cañón, la Corona española pasó a manos del emperador francés. A partir de esa estructura formal, Napoleón hizo lo que muchos habían previsto: colocar en el trono a uno de los suyos. El elegido fue su hermano mayor, José Bonaparte.

La operación se presentó como un acto legal. El país la percibió como un manotazo disfrazado de legitimidad, ejecutado mientras los soldados franceses vigilaban ciudades y caminos.

Napoleón mueve ficha: José I Bonaparte, rey de España e Indias

Napoleón anunció que José, hasta entonces rey de Nápoles, sería el nuevo monarca español. El nombramiento se publicó a comienzos de junio de 1808, tras completarse las abdicaciones.

José había gobernado en Nápoles desde 1806 y allí se había ganado cierta fama de reformista. Introdujo cambios en la Hacienda, limitó privilegios feudales y trató de modernizar la administración. No era una marioneta incapaz, aunque tampoco compartía el carisma militar de su hermano. Representaba más bien ese tipo de gobernante de despacho que Napoleón podía mover como una pieza más del tablero.

El problema era que España ardía. Cuando José I juró la Constitución en Bayona el 7 de julio de 1808, el levantamiento del 2 de mayo en Madrid había prendido una insurrección que recorría toda la península. El nuevo rey heredaba un país en guerra abierta.

Para colmo, entre las abdicaciones de mayo y su entrada en Madrid se abrió un vacío de poder de casi dos meses. Durante ese tiempo, el mariscal Murat gobernó en la práctica en nombre de un monarca que seguía fuera del país. Un interregno extraño y tenso. Un trono sin ocupante real.

Cuando José intentó ocupar su puesto, buena parte del pueblo ya había asumido que el único rey legítimo era Fernando, cautivo en Bayona, y que los Bonaparte no eran más que intrusos con espada ajena.

Un rey a hombros de bayonetas: la llegada a Madrid

José I cruzó la frontera en julio de 1808 y llegó a Madrid el día 20. Fue proclamado rey el 25, rodeado de tropas francesas y de un pequeño séquito de funcionarios, muchos de ellos españoles ilustrados que veían en él una oportunidad de reformar el país a pasos forzados.

La recepción, sin embargo, fue helada. Numerosas familias abandonaron la ciudad antes de su llegada para no tener que jurarle lealtad. Algunos se marcharon indignados; otros permanecieron, adaptándose con más pragmatismo que entusiasmo.

José Bonaparte rey de España

Para el pueblo llano, la situación no ofrecía ninguna duda. El rey era Fernando VII, “el deseado”. José era un intruso que se subía a un trono ajeno y se sostenía gracias a soldados que ni siquiera entendían el idioma local. Mientras las proclamas oficiales hablaban de orden y progreso, los panfletos callejeros describían invasión, abuso y afrenta.

La realidad bélica empeoró todo. Apenas once días después de instalarse en Madrid, José tuvo que abandonarla. La derrota francesa en Bailén provocó una retirada precipitada hacia el norte. El monarca terminó estableciendo su cuartel general en Vitoria. Un inicio de reinado poco prometedor: proclamado en una ciudad que enseguida perdía y gobernando un territorio fragmentado entre juntas patriotas y zonas controladas por el ejército imperial.

El Estatuto de Bayona: una Constitución nacida con grilletes

Para reforzar la legitimidad del nuevo régimen, Napoleón convocó en Bayona a un grupo de notables españoles. Asistieron 91 de los 150 invitados. Allí se presentó un proyecto constitucional redactado en París y ligeramente modificado durante las sesiones. El resultado fue el Estatuto de Bayona, promulgado en julio de 1808.

No era una Constitución debatida libremente como lo sería la de Cádiz. Se parecía más a un documento otorgado desde arriba. Pese a ello, contenía innovaciones sorprendentes para la época: representación nacional, límites al poder real, Cortes con capacidad legislativa y un Consejo de Estado destinado a racionalizar la administración. Para la España de Carlos IV, aquello sonaba casi futurista.

Algunos delegados españoles propusieron medidas aún más profundas: eliminar derechos feudales, reformar la jurisdicción eclesiástica, garantizar la inamovilidad de los jueces o crear un registro civil. No todas prosperaron. Napoleón avaló unas, suavizó otras y desechó las que podían encender un conflicto inmediato con las élites tradicionales.

El Estatuto resultante fue un texto híbrido: demasiado avanzado para los sectores conservadores y demasiado impuesto para convencer a quienes defendían la soberanía nacional.

“Pepe Botella”, el rey plazuelas y la guerra de los apodos

A José I no solo se le combatió con armas. También se le bombardeó con palabras. El mote más célebre fue “Pepe Botella”, insinuando un supuesto gusto excesivo por el alcohol. La historiografía coincide en que aquella fama era injusta y exagerada, pero la sátira hizo su trabajo. El apodo se convirtió en arma política, perfecta para ridiculizar al monarca impuesto.

Las caricaturas lo mostraban cabalgando pepinos, cubierto de cartas y rodeado de botellas como si fuesen trofeos grotescos. La rima mordaz y la burla popular fueron mucho más eficaces que cualquier decreto.

No fue el único apodo. También se le llamó “José Postrero”, “José Ninguno” y “el rey plazuelas”. Este último aludía a las reformas urbanísticas emprendidas durante su etapa en Madrid, que incluyeron la demolición de conventos y templos para abrir plazas y ensanchar calles. La actual Plaza de Oriente debe buena parte de su diseño a aquellos proyectos.

A José I se le atribuye incluso el impulso del llamado túnel de Bonaparte, un pasadizo que debía unir el Palacio Real con la Casa de Campo. No era una obra cargada de romanticismo, pero sí reveladora de la visión práctica y ordenadora del monarca.

Entre la sombra del borracho y la del reformista, la opinión popular escogió la caricatura. La sátira siempre viaja más rápido que la reforma administrativa.

Afrancesados, patriotas y una guerra con acento civil

La llegada de José I no solo encendió la guerra contra Francia. También abrió heridas dentro del propio país. De un lado estaban los patriotas, defensores de los derechos de Fernando VII, que consideraban al nuevo rey un usurpador sostenido por bayonetas extranjeras. De otro, los afrancesados, un grupo variado de funcionarios, intelectuales y militares que creían que la modernización pasaba inevitablemente por el impulso napoleónico.

Quienes juraron lealtad a José recibieron etiquetas poco amables: traidores, juramentados, josefinos. Con el tiempo prevaleció el término afrancesados, que agrupa a un sector heterogéneo: algunos buscaban sinceramente un Estado más racional y moderno; otros trataban de sobrevivir en medio del caos.

José Bonaparte rey de España

La Guerra de la Independencia no fue solo un enfrentamiento contra el invasor. También tuvo rasgos claros de guerra civil. Españoles lucharon contra españoles, divididos por distintas visiones del país que querían construir.

Cuando José abandonó España tras la derrota de Vitoria en 1813, muchos de sus colaboradores huyeron con él. Y quienes quedaron sufrieron procesos judiciales, confiscaciones y destierros. La sombra del afrancesamiento se convirtió en pecado político durante generaciones.

El programa reformista de José I: modernizar un país que le detestaba

Resulta paradójico que el rey más impopular del periodo llegara con un plan reformista que, en otras circunstancias, podría haber sido bien recibido. El Estatuto de Bayona y las disposiciones posteriores anticiparon algunas ideas que serían claves en el liberalismo del siglo XIX.

Entre las medidas proyectadas destacaban la supresión de aduanas interiores, la eliminación de monopolios, la reorganización de la Hacienda o la delimitación clara entre el Tesoro público y el Tesoro de la Corona. También se planteó reducir mayorazgos y revisar fueros particulares para impulsar una visión más unitaria del Estado.

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José Bonaparte rey de España

En materia religiosa, José adoptó medidas aún más contundentes. En 1809 decretó la supresión de las órdenes regulares y la nacionalización de sus bienes, una desamortización adelantada que transformó el paisaje religioso y económico, y que anticipó operaciones posteriores mucho más conocidas.

Parte de esos bienes debían financiar un proyecto cultural de enorme simbolismo: un museo de pinturas en Madrid que reuniera obras representativas de la tradición artística española. Aunque aquel “Museo Joséfino” no llegó a materializarse, se considera un antecedente directo del Museo del Prado.

El problema era que la guerra devoraba recursos. Mantener al ejército francés en España bastaba para hundir cualquier intento serio de sanear las cuentas. El ministro Cabarrús luchó con un presupuesto perpetuamente en números rojos, mientras la deuda pública crecía sin remedio.

Al final, la España afrancesada funcionó como un laboratorio de reformas sometido a un bombardeo constante. Las ideas sobrevivieron; las instituciones, casi ninguna.

Un trono custodiado por franceses: el verdadero alcance de 1808

La escena final de aquel año queda grabada con nitidez. José I proclamado rey mientras los soldados franceses custodian el acto. El pueblo rezando por Fernando VII, el monarca cautivo. Grupos de guerrilleros organizándose en caminos y montes. Y pocos años después, en Cádiz, una Constitución que responderá a muchas de las preguntas que 1808 había dejado abiertas.

Ese año en el que José I accedió al trono no fue solo un episodio de impopularidad monárquica. Supuso el inicio de un choque entre dos modelos de país: la monarquía absoluta que agonizaba y un constitucionalismo que buscaba abrirse paso. Entre la tradición que se resistía a morir y una modernidad que avanzaba a zancadas.

Y en mitad de aquel torbellino, la figura incómoda de José I. Un rey al que el ingenio popular convirtió en chiste, que intentó abrir plazas, suprimir conventos, reorganizar haciendas y fundar museos. Un monarca que llegó con etiqueta de enemigo y fue rechazado antes de que pudiera pronunciar la primera frase.

Su nombre sigue incomodando, pero sin él resulta imposible comprender por qué 1808 marca un antes y un después en la historia política española.

Vídeo: “JOSÉ I BONAPARTE, REY DE ESPAÑA”

Fuentes consultadas

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