Roosevelt salió del hotel Gilpatrick después de cenar. Una multitud lo esperaba. Subió a un automóvil descubierto y, en cuanto se puso de pie para saludar, Schrank vio la oportunidad. A las diez minutos pasadas de las ocho, levantó el arma y disparó a corta distancia.
Un Colt disparado a quemarropa suele causar destrozos considerables, pero aquel proyectil se encontró con un obstáculo insospechado: el bolsillo interior del político estaba lleno hasta rebosar. Allí llevaba el estuche metálico de las gafas y las cincuenta páginas de su discurso, dobladas por la mitad. La bala atravesó la tela, golpeó el estuche, perforó el manuscrito y, ya debilitada, penetró en el tórax, donde rompió una costilla y se detuvo antes de alcanzar zonas vitales.
Durante unos segundos reinó la confusión. Algunos pensaron que el tiro había fallado. Roosevelt, que se conocía el propio cuerpo como un cazador conoce la pieza ante él, comprobó que podía respirar sin dificultad y que no expulsaba sangre por la boca. Dictaminó, con la serenidad de quien revisa una herida leve, que podía continuar.
Mientras los guardaespaldas reducían al agresor y evitaban que la multitud lo linchara, Roosevelt insistió en que nadie le pusiera una mano encima. Después, como si aquello formara parte del itinerario previsto, ordenó continuar hacia el auditorio.
Un ex presidente sangrando que insiste en dar su discurso
Sus colaboradores insistían en ir al hospital. Él rechazó repetidamente la idea. Su razonamiento, aunque improvisado, era sorprendentemente certero: si no había signos de daño pulmonar, podía asumir el riesgo. Además, sabía que abandonar el mitin reforzaría la imagen de vulnerabilidad que sus enemigos explotaban sin piedad. Seguir adelante, en cambio, lo convertía en un coloso político, un líder capaz de mantener el tipo incluso con una bala dentro.
Al subir al escenario, pidió silencio y lanzó la frase que lo colocaría para siempre en el panteón de los oradores memorables: “Acabo de recibir un disparo, pero necesito algo más grave para caer”. Mostró el manuscrito agujereado y señaló que probablemente le había salvado la vida.

El público pasó del sobresalto a la admiración perpleja. Roosevelt explicó que no podría hablar mucho porque llevaba el proyectil en el pecho. Y acto seguido habló casi una hora. La camisa se le fue tiñendo de sangre. La voz, según algunos testigos, se quebraba por momentos. Pero siguió defendiendo su programa, arremetiendo contra sus adversarios y utilizando cada frase para demostrar que la “causa progresista” no se frenaba ante nada.
Radiografías, diagnóstico y una bala para toda la vida
Solo al terminar el mitin aceptó ir al hospital. Allí le hicieron radiografías, que mostraron la bala alojada cerca de la cuarta costilla derecha. El proyectil no había alcanzado ni la pleura ni el pulmón. Su intuición había sido correcta.
Los médicos debatieron si extraerlo. La intervención podía resultar más peligrosa que dejar la bala donde estaba, así que optaron por no tocarla. Roosevelt convivió con aquel trozo de plomo hasta su muerte, siete años más tarde. Oficialmente falleció por causas naturales, aunque siempre quedó la sombra de la duda sobre si el proyectil contribuyó a su deterioro físico.
La radiografía, con el proyectil claramente visible, circula todavía como una imagen icónica de la mezcla de arrojo, insensatez y dramatismo que marcó aquel día.
¿Salvó el manuscrito la vida de Roosevelt?
La versión romántica de la historia afirma que su discurso de cincuenta páginas le salvó la vida. El relato es irresistible: el poder de la palabra convertido en escudo literal. Sin embargo, el análisis médico es más prudente. Es cierto que el estuche de las gafas y el manuscrito frenaron la bala, reduciendo su fuerza. Se conservan incluso ambos objetos con el agujero perfectamente visible.
Pero también influyeron otros factores: el ángulo, la postura, la distancia o la propia anatomía del impacto. Es posible que el discurso evitara una tragedia, pero no puede afirmarse con absoluta certeza. Lo indiscutible, eso sí, es su impacto simbólico. Un candidato tiroteado que continúa hablando es la clase de imagen que alimenta leyendas políticas durante generaciones.
El destino de Schrank: del revólver al manicomio
Mientras Roosevelt reforzaba su mítica resistencia, John Schrank inició su camino hacia el olvido. Tras su detención, confesó sin reparos. Alegó que no quería matar al hombre, sino destruir lo que él llamaba “el tercer mandato”, como si hubiese una persona física y otra simbólica.
El juez ordenó un examen psiquiátrico. Los resultados fueron concluyentes: delirios, obsesiones y una firme creencia en la misión revelada por el espíritu de McKinley. En 1914 fue declarado demente y enviado a un hospital para enfermos mentales con antecedentes delictivos. Allí pasó casi tres décadas, hasta su muerte en 1943 por una neumonía.
Su cuerpo terminó donado a una escuela de medicina, destino final tan irónico como triste para alguien que había pretendido cambiar el rumbo de la historia política del país.

Roosevelt, por su parte, nunca concedió demasiado peso al diagnóstico de locura. Opinaba que, si Schrank hubiese actuado en ciertos estados del sur, habría sido ejecutado antes de pisar un juzgado, lo que demostraba, según él, que el agresor escogió con cuidado el lugar del crimen.
La huella del atentado: recreaciones, titulares y un alce que se niega a caer
El disparo no le dio la presidencia a Roosevelt. Al contrario, la división del voto conservador favoreció la victoria de Wilson. Pero aquel episodio quedó grabado como uno de los grandes momentos teatrales de la política estadounidense del siglo XX.
La prensa explotó la imagen del ex presidente con la camisa ensangrentada y el manuscrito agujereado. Se habló del “loco que disparó a Roosevelt” con un tono que convertía al candidato casi en un héroe de leyenda.
Un siglo después, Milwaukee rememoró el atentado con recreaciones en el mismo punto donde se había producido. Actores interpretaron a Roosevelt, al agresor y a la multitud que presenció el disparo, repitiendo la célebre frase del “alce” para un público incrédulo y fascinado.
Y quizá esa sea la clave de que la historia siga viva: combina la obsesión individual, la teatralidad política y la capacidad humana para transformar un hecho trágico en mito perdurable. Una bala, un discurso perforado, un ex presidente que se niega a ir al hospital y un público que no sabe si aplaudir o llevarse las manos a la cabeza. Ingredientes suficientes para que, más de cien años después, la escena siga latiendo con la misma fuerza que aquella noche de 1912.
Vídeo: “The Attempted Assassination of Theodore Roosevelt – October 14 1912”
Fuentes consultadas
- Wikipedia. (s. f.). Intento de asesinato de Theodore Roosevelt. Wikipedia, la enciclopedia libre. https://es.wikipedia.org/wiki/Intento_de_asesinato_de_Theodore_Roosevelt
- Loughlin, K. R. (2020, 8 de octubre). Teddy Roosevelt: Did a speech really save his life? Hektoen International. https://hekint.org/2020/10/08/teddy-roosevelt-did-a-speech-really-save-his-life/
- Warren, J. D., Jr. (2024, 15 de septiembre). The shooting of Theodore Roosevelt. The American Crisis. https://americanideal.org/the-shooting-of-theodore-roosevelt/
- Muñiz, F. (2025, 8 de noviembre). El intento de robo del cadáver de Abraham Lincoln: una historia de falsificadores y tumbas. El Café de la Historia. https://www.elcafedelahistoria.com/robo-del-cadaver-de-abraham-lincoln/
- Bustos, V. (2024, 14 de julio). De Lincoln a Trump: todos los atentados contra presidentes y candidatos en Estados Unidos. El Español. https://www.elespanol.com/mundo/america/eeuu/20240714/lincoln-trump-atentados-presidentes-candidatos-unidos/870412974_0.html
- Foley, W. J. (1969). A bullet and a bull moose. JAMA, 209(13), 2035–2038. https://doi.org/10.1001/jama.1969.03160260039009
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
