Saltar al contenido
INICIO » 1907: las voces emparedadas de la Ópera de París

1907: las voces emparedadas de la Ópera de París

El 24 de diciembre de 1907, con París oliendo a carbón húmedo y preparativos navideños, un grupo de caballeros de gesto solemne descendía a los sótanos del Palais Garnier para asistir a un acto que mezclaba misa laica, ceremonia institucional y un leve perfume de truco escénico. En aquel entorno de pasillos fríos y ecos apagados iban a hacer algo digno de novela gótica: encerrar voces en un muro. Sin metáforas.
En dos urnas de plomo quedarían sellados veinticuatro discos con grabaciones de los principales cantantes de la época, destinados a ser escuchados… un siglo después.

El gesto se envolvió en una solemnidad casi litúrgica. Un acta oficial habló del “embrión de un museo de la voz” y de un regalo destinado a quienes, cien años más tarde, desearan saber cómo sonaban los intérpretes más admirados de 1907. Lo que quizá no sospechaban aquellos promotores era que, además del documento sonoro, estaban sembrando una de las historias más singulares —y deliciosamente extravagantes— del mundo musical.

París 1907: cuando la voz aspiró a ser eterna

Para comprender el capricho de emparedar discos conviene mirar la época con cierta perspectiva. En 1907, la industria del sonido ya había dejado atrás su fase de juguete de salón. Se había convertido en un negocio pujante, con fábricas, catálogos amplios y estrellas internacionales que debían parte de su fama al nuevo milagro mecánico.

Convivían entonces varias tecnologías: los cilindros de Edison, la grabación vertical de Pathé y, sobre todo, el disco plano de surco lateral promovido por la Gramophone Company, que con el tiempo daría lugar al sello del perro escuchando la trompeta y, más tarde, a la poderosa EMI.

La ópera seguía ocupando el centro del paisaje cultural urbano. El Palais Garnier funcionaba como templo artístico, escaparate social y lugar de peregrinación para la burguesía parisina. Es en ese cruce de prestigio artístico, modernidad tecnológica y oportunismo comercial donde germina la idea del “museo de la voz”: capturar en discos algo tan fugaz como el canto y legarlo al porvenir como quien lanza una botella al mar del tiempo.

Alfred Clark, entre la estrategia y la posteridad

El protagonista discreto de esta aventura fue Alfred Clark, un estadounidense instalado en París desde finales del siglo XIX y presidente de la filial francesa de la Gramophone Company.
Clark donó los veinticuatro discos y exigió una condición que daba a la historia su encanto principal: no se abrirían hasta pasados cien años.

La gracia del asunto residía en ese doble propósito declarado: mostrar a los habitantes del futuro el estado de las “máquinas parlantes” de 1907 y, de paso, permitirles escuchar a los grandes cantantes de su tiempo. Ciencia, historia y promoción comercial en un solo paquete, envuelto con papel de solemnidad republicana.

La jugada, vista desde hoy, recuerda a esas cápsulas del tiempo de las empresas modernas, aunque aquí el envoltorio tenía menos aire de presentación corporativa y más de órgano solemne resonando bajo las bóvedas del teatro.

La ceremonia subterránea: bóvedas, urnas y grandilocuencia

La escena del 24 de diciembre de 1907 tuvo lugar en los subterráneos del Garnier, descritos por la prensa con un tono casi fúnebre: túneles que parecían criptas o catacumbas, techos arqueados y silencio mineral. Allí se procedió a la peculiar operación de “poner en bodega” las voces, como si fueran un vino excepcional que debía madurar un siglo.

Los discos, grabados entre 1903 y 1907, se situaron en dos urnas de plomo que fueron selladas y empotradas en una hornacina excavada en el muro. El acta del acto, firmada en presencia del ministro de Instrucción Pública, describía aquellos discos como el inicio de un “museo de la voz” destinado a perdurar un siglo sin ser tocado.

Las intervenciones oficiales estuvieron cargadas de solemnidad: se habló de posteridad, de legado y de futuros oyentes que, literalmente, “escucharían hablar a los muertos”. No sorprende que pocos años más tarde Gaston Leroux aprovechara este material para alimentar la atmósfera misteriosa de El fantasma de la Ópera.

¿Cien años o doscientos? La discrepancia del calendario

Con el tiempo surgió una versión más literaria del asunto: que las urnas se habían cerrado para doscientos años, hasta 2107. La cifra, tan redonda y novelera, se repitió con entusiasmo. Sin embargo, la documentación oficial no deja dudas: Clark pidió cien años, ni uno más, ni uno menos. Y así se hizo.

En medio de ese siglo de espera surgió un imprevisto. En 1989, durante unas obras en la Ópera, se descubrió que unas urnas adicionales enterradas en 1912 —también con discos y un gramófono— habían sido forzadas. Faltaban doce discos y el aparato reproductor. Aquello espoleó a la dirección del teatro a trasladar las urnas de 1907 (y lo que quedaba de las de 1912) a la Biblioteca Nacional de Francia para protegerlas.

La apertura oficial debía celebrarse el 19 de diciembre de 2007, cien años exactos después de la ceremonia. Pero la presencia de placas de vidrio fracturadas y tiras de amianto obligó a retrasarlo unos meses. La operación real, realizada con trajes protectores y una cautela casi quirúrgica, tuvo lugar el 17 de septiembre de 2008.

El romanticismo de los “doscientos años” se deshace ante los hechos: cien años, un acto vandálico, una burocracia interminable y varios técnicos cubiertos con monos blancos.

Qué sonaba en el interior: divas, tenores y proezas vocales

Una vez abiertas las urnas, era inevitable la pregunta: ¿quién estaba cantando allí dentro? Entre los discos figuraban arias interpretadas por Emma Calvé, célebre Carmen francesa; por la soprano australiana Nellie Melba, dejando su sello en un fragmento de Rigoletto; y por Adelina Patti, la diva legendaria que abordaba un pasaje de Don Giovanni con la elegancia vocal que la hizo famosa.

También se encontraba la poderosa voz del tenor Francesco Tamagno, primer Otello de Verdi, cuyo “Niun mi tema” sonó en 2007 gracias a un disco idéntico conservado fuera de las urnas, ya que el original seguía sellado.

En total, entre las urnas de 1907 y las de 1912, había cerca de medio centenar de discos que ofrecen un panorama privilegiado del canon operístico de la época: arias populares, fragmentos de óperas francesas, italianas y alemanas, y momentos pensados para el lucimiento absoluto.

historia de la Ópera de París

Conviene recordar que todo ello pertenece a la era acústica, cuando no existían micrófonos modernos. Los cantantes debían cantar directamente hacia una bocina enorme, y los ingenieros reorganizaban orquestas y coros para obtener la mejor respuesta sonora. El resultado es una versión reconstruida para el aparato, no una reproducción fiel de lo que sonaba en un teatro.

Aun así, escuchar hoy esos registros provoca cierta conmoción: entre crujidos y limitaciones técnicas se cuela una emoción antigua, casi intacta.

Fantasmas sonoros y el eco literario

La historia de las urnas resultaba tan jugosa que la ficción la adoptó enseguida. En El fantasma de la Ópera, Leroux menciona unos discos enterrados en los cimientos y un cadáver descubierto al colocar uno de ellos en su sitio. La combinación de sonido atrapado, inframundos húmedos, misterios y decadencia encajaba con naturalidad en el imaginario de la época.

Cuando, un siglo después, se abrieron las urnas, los responsables no dudaron en reconocer que la escena tenía un aire de novela: técnicos con máscaras y trajes protectores manipulando discos centenarios como si fuesen reliquias arqueológicas. Una mezcla de ciencia ficción y arqueología que contrastaba de forma deliciosa con la solemnidad decimonónica del acto original.

La ironía es inevitable: aquello que en 1907 representaba el futuro —las “máquinas parlantes”—, en 2008 se trataba como restos sagrados de un templo perdido. Y seguía resonando, como una pequeña profecía, aquel grito de 1912: “¡Escucharán hablar a los muertos!”.

Desenterrar voces: restauración, copias y museo digital

Abrir las urnas fue solo el primer paso. Los discos estaban hechos de goma laca frágil y separados por placas de vidrio, algunas rotas, lo que complicaba su extracción. A ello se añadía la presencia de amianto en las tiras protectoras. Se diseñó un protocolo exhaustivo para limpiar, estabilizar y salvar cada pieza.

historia de la Ópera de París

Después llegó la digitalización: fotografiar etiquetas, reproducir los discos con la mínima presión posible y restaurar los surcos. El resultado fue un conjunto de archivos sonoros accesibles para cualquier interesado.

Poco después, el sello heredero de la Gramophone Company publicó un cofre con tres discos que recopilaba la reconstrucción de los registros de 1907 y 1912, sustituyendo los ejemplares dañados por copias idénticas conservadas en otros fondos.

La cápsula del tiempo dejaba de ser un objeto emparedado en un sótano y se convertía en un museo portátil, listo para viajar en estanterías, bolsillos o bibliotecas digitales.

De las bóvedas del Garnier a las cápsulas del siglo XXI

La historia no terminó con la apertura de 2008. Inspirada por aquel episodio, la Biblioteca Nacional de Francia promovió un nuevo proyecto de cápsula sonora enterrada en los jardines de su sede de Tolbiac. Esta vez, el abanico incluía música clásica, jazz, canción francesa, músicas del mundo e incluso repertorio infantil, buscando ofrecer a los futuros oyentes una panorámica completa del paisaje sonoro del inicio de nuestro siglo.

historia de la Ópera de París

Y así, el ciclo se repetía: lo que una generación considera vanguardia, la siguiente lo maneja como arqueología. En 1907, los discos emparedados pretendían exhibir el prodigio de la técnica moderna. En 2008, lo que conmovía no era el aparato, sino la vibración lejana de unas voces que habían cantado cuando aún se llegaba al teatro en carruaje.

Mientras tanto, sobre aquellos sótanos que guardaron silencio durante cien años, el Palais Garnier continúa su vida diaria, compartiendo cartel con la moderna Ópera Bastilla y con un mundo musical dominado por archivos digitales y escuchas portátiles que habrían dejado boquiabierto al propio Alfred Clark.

Y ahí permanece la imagen, poderosa y casi absurda, de las urnas de plomo ocultas tras un muro, cargadas de voces que jamás imaginaron acabar convertidas en fósiles sonoros. Porque, al final, hasta las voces enterradas acaban editadas en un cofre con libreto, listas para el comprador curioso. La posteridad siempre tuvo su puntito comercial.

Vídeo: “Les voix oubliées des urnes de l’Opéra de Paris”

Fuentes consultadas

Nuevas curiosidades cada semana →

Únete a El Café de la Historia y disfruta una selección semanal de historias curiosas.

Únete a El Café de la Historia y disfruta una selección semanal de historias curiosas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *