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Hiroo Onoda: el soldado que convirtió la selva en su oficina durante 29 años

Cuando hablamos de rarezas históricas, hay episodios que rozan lo teatral y otros que directamente se ríen de la lógica. Entre los segundos, Hiroo Onoda ocupa un lugar reservado en primera fila. Este oficial japonés no solo combatió en la Segunda Guerra Mundial… también la prolongó hasta 1974. Casi tres décadas después de que Japón hubiera firmado su rendición. Mientras el resto del planeta estrenaba minifaldas, televisión en color y hasta se mandaba a la humanidad a la Luna, Onoda seguía convencido de que la contienda estaba en pleno auge. Y todo por una orden tan sencilla como devastadora: “no rendirse jamás”.

Infancia de un patriota en ciernes

Hiroo Onoda nació en 1922 en Kainan en un ambiente saturado de propaganda nacionalista, con la idea de que el Imperio del Sol Naciente debía expandirse con la rapidez de un chisme en la cola del pan. Con apenas veinte años, en 1942, se alistó en el Ejército Imperial. Allí no le enseñaron a desfilar bonito ni a pulir botas, sino algo mucho más serio: técnicas de guerrilla, sabotaje y supervivencia en la escuela militar de Nakano, en Tokio. Todo lo necesario para convertirse en un fantasma armado que pudiera infiltrarse tras las líneas enemigas. Y vaya si lo aprovecharía.

Una misión sin fecha de caducidad

En diciembre de 1944, cuando la guerra ya olía a derrota nipona, Onoda fue enviado a la isla de Lubang, en Filipinas. Su objetivo parecía sacado de un manual de operaciones imposibles: destruir el puerto, frenar desembarcos estadounidenses y, sobre todo, no rendirse jamás. En febrero de 1945, los estadounidenses desembarcaron con toda tranquilidad, la mayoría de tropas japonesas murieron o se rindieron, y Onoda, junto a tres compañeros, decidió internarse en la selva como si aquello fuera un campamento de verano sin monitor.

Lo más cómico y trágico a la vez: Onoda recordaría siempre que su superior le ordenó resistir hasta nueva orden. Lo que nunca sospechó fue que esa nueva orden tardaría treinta años en llegar.

La guerra paralela de un soldado invisible

Mientras en el resto del mundo se bailaba rock and roll y se inauguraban Juegos Olímpicos, Onoda seguía cumpliendo su deber. Su grupo cazaba ganado, saqueaba arrozales y disparaba contra campesinos que, en su lógica, eran todos potenciales espías. Los habitantes locales, por supuesto, no encontraban nada romántico en la existencia de aquellos guerrilleros nipones que parecían salidos de una película en blanco y negro. Con los años, el ejército y las autoridades filipinas llegaron a verlos más como forajidos armados que como soldados legítimos.

No es que no intentaran hacerle entrar en razón. Aviones lanzaban panfletos con noticias del fin de la guerra, incluso familiares de Onoda grabaron mensajes suplicándole que volviera a casa. Pero él, siempre desconfiado, los rechazaba con argumentos dignos de un crítico de imprenta: los papeles estaban demasiado bien impresos para ser auténticos.

El goteo de deserciones y tragedias

Con el paso del tiempo, sus compañeros fueron cayendo. Uno decidió rendirse en 1950, harto de la selva y quizá de la guerra misma. Otro fue abatido en 1954, cuando la policía filipina lo sorprendió en una de sus incursiones. El último compañero, el más testarudo, resistió hasta 1972, año en que también encontró la muerte.

Hiroo Onoda

Y entonces quedó solo Onoda. A comienzos de los setenta, mientras el mundo escuchaba Neil Young y Stevie Wonder y enviaba astronautas a la Luna, él seguía convencido de que la victoria de Japón estaba a la vuelta de la esquina. La realidad, cruel y obstinada, era otra: llevaba casi treinta años luchando en una guerra que hacía tiempo que había terminado.

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El mochilero que lo cambió todo

La historia adquiere tintes casi cómicos en 1974, cuando aparece un joven mochilero japonés, Norio Suzuki. Su objetivo personal era encontrar a Onoda, un panda y el Yeti, en ese orden. Contra todo pronóstico, lo consiguió: localizó al teniente en la jungla y mantuvo con él una conversación surrealista. Onoda, con total seriedad, afirmó que solo se rendiría si recibía órdenes directas de su antiguo comandante. Y como Japón es un país con gran respeto por el protocolo, el gobierno rescató al ya anciano mayor Taniguchi —entonces vendedor de libros escolares— para que viajara a Filipinas y le dijera, ahora sí, que podía parar.

El 9 de marzo de 1974, Onoda entregó su espada, su fusil Arisaka y varias balas intactas. Su uniforme estaba impoluto, como si el tiempo no hubiera pasado. La Segunda Guerra Mundial terminaba oficialmente para él.

El héroe incómodo

Al regresar a Japón, Onoda fue recibido con honores y aplausos, pero también con un aire de desconcierto. El Japón de los 70 se encontraba con un hombre que se regía por un código de honor decimonónico. ¿Ejemplo de lealtad extrema o fósil de un militarismo ya superado? La respuesta fue ambigua: admiración y, al mismo tiempo, cierta incomodidad.

Lejos de encerrarse en la melancolía, Onoda escribió sus memorias y se trasladó a Brasil, donde se dedicó a la ganadería. Más tarde regresó a Japón en los años ochenta y fundó una escuela de supervivencia para niños.

Curiosidades y anécdotas similares

Onoda no fue el último japonés hallado en la jungla. Ese mismo año apareció Teruo Nakamura, pero su historia no tuvo ni la mitad de dramatismo ni de titulares.

Rechazó indemnizaciones económicas por sus casi treinta años de “servicio extra”. Según él, no había hecho nada extraordinario, solo cumplir órdenes.

Su uniforme estaba prácticamente intacto. Ni rotos ni desgarros serios. La selva fue su sastre de confianza.

Murió en 2014, con 91 años, convertido en leyenda de esas que parecen ficción, un recordatorio de lo que ocurre cuando la obediencia se lleva hasta el extremo más insólito.


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Fuente: wikipedia

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