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La antorcha olímpica de queroseno y calzoncillos: la broma más gloriosa de Melbourne 1956

Es hora de conocer a un tal Barry Larkin, el estudiante de veterinaria que puso en jaque el protocolo olímpico con ingenio, descaro y un toque de teatro amateur armado solamente con una antorcha hecha con una pata de silla, una lata de pudin y unos calzoncillos empapados en queroseno.

¿Intrigados?

Bien. Empecemos

Melbourne, 1956

Melbourne era, en 1956, la primera ciudad del hemisferio sur en organizar unos Juegos Olímpicos. Una responsabilidad gigantesca para una urbe que, hasta entonces, era más conocida por sus tranvías, sus iglesias de estilo gótico y su obsesión con las reglas del críquet. El evento debía proyectar una imagen combinada de perfección anglosajona, seriedad imperial y tradición deportiva inquebrantable. Pero, como suele suceder, cuando se quiere aparentar demasiado, la realidad tiende a colarse por la puerta trasera.

La ceremonia de apertura era el punto culminante del protocolo. Y el relevo de la antorcha olímpica, esa herencia directa de los ritos griegos más idealizados, era su momento más simbólico. La llama debía llegar, tras recorrer miles de kilómetros desde Olimpia, hasta el pebetero del estadio, portadora de la pureza, la hermandad y todo ese rollo inspirador.

Pero alguien tenía otros planes. Y esos planes olían a queroseno y estaban rematados con un gurruño de ropa interior usada.

Barry Larkin y la antorcha impostora

Barry Larkin, estudiante de veterinaria, amante de las bromas elaboradas y evidentemente con demasiado tiempo libre entre prácticas de disección de marsupiales, decidió que aquello del fervor olímpico necesitaba una sacudida de realidad. Una especie de homenaje al absurdo, una oda a la chapuza austral con pretensiones globales.

De paso, denunciar que toda la ceremonia de la antorcha y sus relevos era herencia directa del marketing nazi de Berlín 36.

¿Es que a nadie más le ofendía esa pantomima?

Y así, con la ayuda de varios cómplices, ejecutó uno de los engaños más gloriosamente absurdos de la historia del deporte moderno.

La receta del desastre fue sencilla:

  1. Se coge una pata de silla, de esas bien recias, de madera robusta con experiencia en soportar traseros humanos durante años.
  2. Se pinta de color plateado; toda antorcha que se precie debe parecer moderna, incluso futurista, aunque pese como un taburete de pub.
  3. En la parte superior se coloca una lata de pudin de ciruelas, ese postre británico de textura dudosamente comestible.
  4. Dentro de la lata, se introducen unos calzoncillos usados, empapados generosamente en queroseno.
  5. Se prende fuego a esa maravilla del bricolaje postcolonial y… ¡tachán! Una antorcha olímpica apócrifa lista para conquistar el mundo.
antorcha falsa Melbourne 1956

La ejecución del engaño: protocolo vs. cachondeo

El plan de Barry era tan descabellado que funcionó. A plena luz del día, en medio de la expectación general, cuando el relevo auténtico se aproximaba al estadio, Barry encendió su antorcha de fabricación casera y comenzó a correr hacia el estadio olímpico con toda la solemnidad que puede tener alguien cargando ropa interior ardiendo.

Pero Barry no estaba solo. Para que el engaño tuviera credibilidad, lo acompañaba otro estudiante —cuyo nombre se ha perdido en los anales de la historia pero cuya contribución merece aplausos— vestido como escolta motorizado, ataviado con un uniforme de reserva de la Fuerza Aérea y conduciendo una moto. Aquel desfile improvisado, en una coreografía improvisada, convenció a todo el dispositivo de seguridad. Porque, seamos sinceros, si algo parece oficial y lleva uniforme, el cerebro humano tiende a apagar su sentido crítico.

antorcha falsa Melbourne 1956

La policía, lejos de sospechar, escoltó a Barry con honores hasta las puertas del estadio. En un acto de confianza institucional ciega, le permitieron entregar la antorcha directamente al vicegobernador de Nueva Gales del Sur, el honorable Pat Hills. Hills, probablemente con la mente puesta en su discurso sobre valores universales, agarró el artefacto con gesto solemne, se colocó frente al micrófono y empezó a leer el texto preparado.

Y entonces… le susurraron al oído algo…

Barry Lirkin

Lo que vino después fue una de esas pausas largas, incómodas, teatrales. Pat Hills dejó de leer, observó el objeto en sus manos, percibió un ligero tufo a lavandería y queroseno, y comprendió que acababa de ser víctima del mayor “troleo” olímpico de la historia.

¿Y qué pasó con Barry?

Uno podría pensar que un atentado contra la sacrosanta liturgia olímpica sería castigado con la expulsión inmediata del país, trabajos forzados o al menos una multa por pirotecnia no autorizada. Pero no. A Barry Larkin no le pasó nada. Literalmente. La policía, avergonzada, decidió pasar página. El Comité Olímpico optó por el silencio diplomático. Y los medios, aunque recogieron la historia, lo hicieron con ese tono mitad escándalo, mitad admiración, que se reserva a los bribones entrañables.

De hecho, años más tarde, Barry recordaría el evento con una mezcla de orgullo y nostalgia, como quien rememora la vez que coló un jamón en el MOMA disfrazado de escultura. La anécdota sobrevivió a la solemnidad olímpica, se coló en documentales, recopilaciones de curiosidades deportivas y hasta en obras teatrales.

La importancia de (no) tomarse las cosas en serio

Más allá del gag, la historia de Barry Larkin y su antorcha surrealista revela algo que las instituciones tienden a olvidar: el protocolo es vulnerable al ingenio.

antorcha falsa Melbourne 1956

El relevo verdadero llegó minutos después, y la ceremonia continuó como si nada. La llama olímpica fue encendida con la solemnidad habitual, las cámaras recogieron el momento y los periódicos celebraron el evento… salvo por esa pequeña nota al pie, esa coletilla incómoda pero irresistible:

“…un impostor portó una antorcha falsa durante unos minutos y fue confundido con el verdadero portador”.

En esta ocasión, el humor ganó la carrera.

Vídeo:

Fuentes consultadas

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