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El increíble robo de la Piedra del Destino en 1950

La anécdota, contada como si nada, parece una broma universitaria que se ha ido torciendo hasta convertirse en algo histórico: cuatro estudiantes escoceses, dos coches que apenas tiraban en cuesta, una piedra de 152 kilos y la abadía de Westminster actuando como escenario involuntario. El famoso robo de la Piedra del Destino en 1950 no fue una simple travesura nacionalista. Más bien se concibió como un gesto político de primera magnitud, camuflado entre torpezas logísticas, guiños medievales y una inesperada vena cómica.

La renombrada piedra, conocida durante siglos como Piedra de Scone o Piedra del Destino, llevaba una eternidad bajo el trasero de los monarcas británicos en sus ceremonias de coronación, encajada bajo la Silla de Eduardo I en la abadía de Westminster. Era la prueba visible de una derrota que Escocia arrastraba desde 1296, cuando Eduardo I se apropió de la piedra en Scone como botín de guerra y declaración simbólica de dominio.

robo de la Piedra del Destino

En plena posguerra, con un Reino Unido que se imaginaba estable y un tanto adormilado, un grupo de jóvenes nacionalistas decidió que ya era hora de ajustar cuentas con los símbolos. Si no podían modificar la Constitución, al menos podían devolver a casa un pedazo de historia.

La Piedra del Destino: un bloque de arenisca que alimentó un ideal

Antes de que nadie se juegue la matrícula, la libertad y el futuro profesional por un pedrusco, conviene aclarar qué demonios representaba ese pedrusco. La Piedra de Scone es un bloque de arenisca de unos setenta centímetros de largo, cuarenta de ancho y casi treinta de alto, con un peso aproximado de 152 kilos, de origen escocés y probablemente extraída cerca de Scone.

Durante siglos reinó como piedra de entronización de los monarcas escoceses. No tenía una estética deslumbrante. Apenas una cruz latina tallada y mucho silencio ritual. Su fuerza residía en lo simbólico: sobre ella se escenificaba la continuidad de la monarquía escocesa.

robo de la Piedra del Destino

Cuando Eduardo I la confiscó en 1296 y la colocó bajo su propia silla de coronación, envió un mensaje tan claro como arrogante: Inglaterra dominaba Escocia. Desde entonces, cada coronación británica incluía, por defecto, un recordatorio de aquella humillación. Y en 1950 seguía allí, inmóvil, sumisa, discreta, convertida en símbolo de derrota nacional.

Escocia en 1950: poca fuerza electoral, mucho peso simbólico

El contexto político explica por qué cuatro estudiantes se lanzaron a un plan tan descabellado. En 1950, el nacionalismo escocés era testimonial. El SNP rozaba cifras ridículas en las urnas. La idea de un Parlamento escocés parecía ciencia ficción. Ni Westminster la contemplaba ni el Partido Laborista, que había insinuado la posibilidad, estaba dispuesto a mover ficha.

Mientras tanto, el país lidiaba con la reconstrucción tras la guerra: racionamiento, viviendas escasas, sueldos miserables. En ese escenario, Escocia parecía atrapada en una unión política que se daba por natural e inamovible.

Ahí entra en escena la Scottish Covenant Association, un movimiento que buscaba recuperar un Parlamento para Escocia mediante presión social y recogida de firmas. Muchos jóvenes veían más posibilidades en los gestos simbólicos que en la vía parlamentaria tradicional. Y la Piedra del Destino, convertida durante siglos en un mueble de coronación ajeno, reclamaba un papel protagonista en esa búsqueda de identidad.

Los protagonistas: cuatro estudiantes, dos coches y una idea que rozaba la locura

El plan surge de la cabeza inquieta de Ian Hamilton, estudiante de Derecho en Glasgow. Convencido de que un acto simbólico podía despertar conciencias, recluta a su amigo Gavin Vernon. A ellos se unen Alan Stuart y Kay Matheson, compañeros, nacionalistas convencidos y vinculados al Covenant.

Hacía falta dinero: gasolina, alojamiento, algo de logística para la escapada. La ayuda llega de Robert Gray, conocido como Bertie, empresario, concejal y cantero de profesión. Ese último detalle se revelaría crucial cuando la piedra decidiera partirse en dos durante la operación.

El equipo distaba mucho de ser un comando. Eran chavales idealistas armados con dos Ford Anglia, un plan improvisado que mezclaba aventura, patriotismo y torpeza, y una idea fija: liberar la piedra y retornarla a Escocia.

El viaje a Londres: dieciocho horas de carretera hacia el corazón del imperio

A mediados de diciembre de 1950, a pocos días de Navidad, los cuatro parten de Glasgow rumbo a Londres. Son dieciocho horas de viaje por carreteras precarias, con coches que no estaban para heroicidades, sin móviles ni artefactos modernos, solo mapas arrugados y la esperanza de que nada se rompa antes de tiempo.

Ya en Londres, se reúnen en una cafetería popular para concretar el plan. En una mezcla de valentía juvenil e irresponsabilidad calculada, deciden actuar cuanto antes.

En el primer intento, Hamilton logra colarse en la abadía y esconderse bajo un carrito, esperando poder moverse con libertad tras el cierre. El plan fracasa cuando un vigilante lo descubre. Lo interroga, lo evalúa y finalmente lo deja marchar sin imaginar que ese joven aparentemente inofensivo pretendía llevarse la piedra sobre la que se coronaban los monarcas del país.

Noche de Navidad en Westminster: la operación del “pedrusco”

La segunda tentativa, la definitiva, se produce la madrugada del 24 al 25 de diciembre. Vernon y Stuart estudian previamente el movimiento de los vigilantes. Con esa información, el grupo entra por una zona en obras y llega a la Silla de Eduardo I, donde la piedra reposa.

Dentro, apartan las barreras y se enfrentan al gran problema: mover, en silencio, un bloque de 152 kilos encajado bajo un mueble histórico. La física y la chapuza nunca fueron buenas compañeras. Al intentar extraerla, la piedra cae al suelo y se parte en dos. Lo que había sobrevivido intacto desde 1296 se hace añicos, literalmente, en manos de cuatro estudiantes del siglo XX.

Pero deciden seguir adelante. Separan los fragmentos y los arrastran como pueden. Kay Matheson se encarga de uno de los coches. Colocan el fragmento pequeño en el asiento trasero y lo cubren. Cuando un policía se acerca a preguntar, Matheson e Ian Hamilton improvisan la escena de una pareja en busca de intimidad. El agente, incómodo ante la idea, les recomienda marcharse. Y funciona.

El grupo se dispersa. Matheson deja su coche y la pieza pequeña en casa de un conocido y vuelve en tren a Escocia. Vernon también regresa en tren. Hamilton y otros colaboradores se ocuparán más tarde de recuperar ambas piezas y continuar la aventura.

Fronteras cerradas, piedra rota y un cantero con ideas propias

Cuando las autoridades descubren el robo, reaccionan con contundencia simbólica: cierran la frontera con Escocia por primera vez en cuatro siglos. Una decisión tan sonora como inútil, porque la piedra ya había cruzado.

Mientras la prensa se desata, Hamilton y sus compañeros recuperan las dos piezas en secreto y las llevan a Glasgow, donde entra en escena el cantero Bertie Gray. Él se encarga de reparar la piedra con varillas metálicas y, de paso, introduce una pequeña varilla de latón con un papel cuyo contenido sigue siendo un misterio.

Durante la reparación se desprenden diminutas astillas. Años después se descubrirá que Gray repartió esos fragmentos entre simpatizantes nacionalistas, creando una especie de reliquias laicas que aún se conservan en cajones, vitrinas domésticas e incluso colgantes.

Arbroath Abbey: el regreso simbólico

En abril de 1951, meses después del robo, la piedra reaparece. La depositan en el altar mayor de la abadía de Arbroath, lugar estrechamente ligado a la Declaración de 1320, el texto que reivindicaba la independencia escocesa frente a Inglaterra.

La elección del lugar no es casual. La piedra vuelve al escenario donde comenzó su historia simbólica como emblema nacional. Allí la halla la policía. Sin comunicados, sin firmas reivindicativas. Solo un gesto calculado para multiplicar el eco del acto.

Tras su aparición, la piedra vuelve a Westminster. La operación ha terminado, pero su impacto ya ha calado en la conciencia colectiva.

¿Acto vandálico o patriótica gamberrada?

El gobierno británico se enfrenta a un dilema. Si procesa a los estudiantes, los convierte en héroes. Si mira hacia otro lado, parece débil. Opta por el camino intermedio: condena moral, ausencia de juicio.

La policía interroga a los implicados. Todos, salvo Hamilton, confiesan. El fiscal general anuncia que no habrá proceso. Califica la operación de acto vandálico, pero evita un juicio que habría inflamado el nacionalismo escocés.

El resultado es paradójico: la ausencia de castigo convierte la aventura en mito romántico, suaviza la carga política y la instala en el imaginario popular como una travesura con trasfondo patriótico.

Un pedrusco en el zapato del Reino Unido

Afirmar que el robo cambió la historia sería exagerado, pero su impacto simbólico fue innegable. De pronto se hablaba de Escocia, de identidad, de la unión de 1707. El debate resurgió con una fuerza inesperada.

En Inglaterra se ridiculizó el acto. En Escocia se celebró como una pequeña victoria moral. Y la piedra, hasta entonces un objeto casi olvidado, volvió al centro de la conversación. Se convirtió en una metáfora perfecta: pesada, incómoda, difícil de mover, pero imposible de ignorar.

De Westminster a Edimburgo y, finalmente, a Perth

La aventura de la piedra no terminó en 1951. En 1996 regresó oficialmente a Escocia y fue recibida en Edimburgo con celebraciones multitudinarias. Allí permaneció, junto a las Joyas de la Corona, hasta su traslado en 2024 al museo de Perth, donde se exhibe como pieza estrella.

En los últimos años no han faltado incidentes. En 2023, un activista dañó la vitrina que la protegía en Edimburgo. En 2025, otro individuo intentó romper la nueva vitrina en Perth, lo que obligó a retirar temporalmente la piedra mientras se reforzaban las medidas de seguridad.

Aun así, sigue cumpliendo su función ritual. En 2023 volvió a Westminster para la coronación de Carlos III, recordando que, simbolismo aparte, la piedra continúa siendo parte activa del protocolo monárquico.

Mitos, canciones y cine: una leyenda en construcción

Con siete siglos de historia, un robo navideño y varias devoluciones solemnes, era inevitable que la cultura popular hiciera su propia mezcla. Muchos han querido vincular la piedra con leyendas bíblicas o irlandesas, aunque los estudios geológicos señalan un origen mucho más terrenal: la arenisca de Scone.

El robo inspiró canciones en gaélico y parodias musicales que se burlan del solemnísimo respeto británico hacia el bloque de arenisca. En 2008 la historia saltó al cine con una película centrada en la aventura de los estudiantes.

Persisten los rumores sobre su autenticidad. ¿Es la piedra original o una copia medieval? Las pruebas apuntan a que al menos procede de Escocia. El resto se mueve entre el folclore nacional y la tentación irresistible de imaginar que el Reino Unido podría haber sido engañado con su propia piedra de coronación.

Sea como sea, el episodio de 1950 dejó claro que incluso los símbolos más asentados pueden convertirse, de un día para otro, en protagonistas de una historia inesperada cuando un grupo de jóvenes decide que una piedra no es solo una piedra.

Vídeo: “La Piedra de Scone: Un atraco muy escocés”

Fuentes consultadas

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