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La verdadera historia de por qué se comen doce uvas en Nochevieja

Una escena muy española… y sorprendentemente reciente

Cada 31 de diciembre, en salones, bares y plazas que no tienen nada que ver con un viñedo, millones de personas contemplan un reloj —el de Madrid, por prestigio simbólico— mientras mastican a toda velocidad doce uvas que se atragantan tanto como las promesas del nuevo año. El gesto parece heredado de vetustos rituales mediterráneos, pero la realidad documental es mucho menos romántica: la costumbre no tiene ni siglo y medio de vida y viene impregnada de clase social, astucia comercial y la capacidad española para convertir cualquier ocurrencia en tradición consolidada.

Quien afirma con rotundidad que “esto se ha hecho siempre” solo está proyectando la memoria colectiva de unos bisabuelos urbanitas, aficionados al champán y a las costumbres afrancesadas. Antes de ocupar un lugar sagrado en la liturgia nacional, las uvas fueron un capricho distinguido, una burla callejera y, finalmente, un producto convertido en ritual gracias a un envoltorio publicitario impecable.

La evolución de las doce uvas puede leerse como un manual práctico sobre cómo una moda situada entre lo esnob y lo jocoso termina transformándose en un emblema popular a través de la sátira, la mercadotecnia y, con el tiempo, la bendición televisiva.

Antes de las campanadas: uvas, champán y esnobismo burgués

Las primeras huellas de esta tradición no hablan de campesinos estresados ante montañas de fruta sin salida, sino de salones acomodados donde ministros y aristócratas despedían el año con uvas y champán bajo la luz temblorosa del gas. A finales del siglo XIX, la prensa ya recogía cómo las élites españolas adoptaban ciertos hábitos europeos, especialmente franceses, que convertían la uva en adorno festivo más que en símbolo de suerte.

En 1895 se describe a altos cargos del Gobierno recibiendo el año nuevo entre brindis, uvas y copas burbujeantes. Todavía no aparece la idea de consumir exactamente doce, pero sí la asociación entre la fruta y un ambiente refinado. Poco después, hacia 1897, un periódico madrileño introduce el concepto de “uvas milagrosas” y afirma que comer doce al compás de las campanadas garantiza un año de alegría. La fórmula ya está ahí, aunque sin el fervor multitudinario actual.

La prensa satírica no tardó en olfatear el postureo de la moda. Revistas humorísticas se burlaban de la llamada “costumbre madrileña”, retratándola como una extravagancia de salón más que como un rito popular. La ironía apuntaba, desde muy pronto, a la brecha entre quienes imitaban costumbres extranjeras y quienes observaban aquel fenómeno con suspicacia.

De burla popular a costumbre madrileña

El punto de inflexión no lo marca una vendimia generosa, sino un bando municipal. En 1882, el Ayuntamiento de Madrid decidió poner orden en la algarabía que se formaba la víspera de Reyes, imponiendo restricciones e impuestos a quien quisiera celebrar la noche en la calle. El vecindario, poco dado a renunciar a su jolgorio anual, respondió con inventiva.

Si no se podía montar jaleo el 5 de enero, se haría el 31 de diciembre. Así, un grupo de madrileños, en gesto cargado de sorna, se apropió de la moda burguesa y salió a la Puerta del Sol a comerse las uvas a la vista de todos, frente al reloj y sincronizados con las campanadas. Aquello funcionó casi como una burla teatralizada contra las élites, una versión castiza y ruidosa de un hábito reservado hasta entonces a salones privados.

por qué se comen doce uvas en Nochevieja

El experimento cuajó rápido. En 1897, la prensa ya hablaba sin titubeos de la “costumbre madrileña” de comer doce uvas en el tránsito entre un año y otro. Aunque los propios articulistas matizaban que la tradición no era exclusiva de Madrid ni tan estricta en el número, el apelativo se popularizó y dotó al gesto de una identidad propia. Lo que había empezado como una réplica humorística adquirió una estructura sorprendentemente duradera.

El mito del excedente de 1909: cuando el marketing se cuenta a sí mismo

Hoy se repite con naturalidad una explicación que encaja muy bien en los informativos navideños: en 1909, los agricultores alicantinos se enfrentaron a una cosecha desbordante y, para evitar pérdidas, inventaron la tradición de las doce uvas. Una historia limpia, sencilla y cargada de ingenio rural.

Pero los papeles dicen otra cosa. La existencia de “uvas de la suerte” ya está documentada en Madrid a mediados de la década de 1890. Y en 1903, por ejemplo, la prensa canaria describe cómo en Tenerife se comen “doce uvas por cabeza”, lo que demuestra que la práctica se expandía antes del célebre año del excedente.

En 1909, lo que sí ocurre es una excelente campaña en el Vinalopó, una de esas cosechas que despiertan al comerciante que todos llevamos dentro. Los productores aprovecharon una costumbre ya arraigada para impulsar las ventas, lo que contribuyó a difundir la idea de que ese fue el origen de todo. Con el tiempo, el relato se simplificó tanto que el impulso comercial acabó disfrazado de génesis mítica.

Investigadores y periodistas gastronómicos han recordado en numerosas ocasiones que la versión del “superávit salvado por la tradición” es un bulo que resulta demasiado cómodo. Borra el componente satírico, omite el origen urbano y limpia el relato de tensiones sociales. A cambio, propone una historia amable de agricultores astutos y población agradecida, mucho más digerible para la conciencia colectiva.

Del gesto castizo al rito nacional… y exportable

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, las doce uvas recorren España como una moda que se expande sin prisa pero sin pausa. Lo que empezó en la Puerta del Sol aparece poco después en islas y ciudades lejanas, adaptándose con rapidez a otros ritmos urbanos. La simbología de los doce meses, la idea de atraer la suerte y la potencia visual del reloj conforman una combinación perfecta para un país que avanza hacia la modernidad mediática.

La costumbre cruza fronteras con sorprendente facilidad. Hoy forma parte también de la celebración de Año Nuevo en varios países de América Latina, donde se ha reinterpretado sin perder su esencia aritmética: una uva por cada mes que se desea enderezar o, al menos, sobrevivir con dignidad.

Que un acto nacido entre aristócratas aburridos y madrileños cabreados acabe implantándose en hogares de medio continente hispanohablante revela el poder del símbolo y la eficacia de un ritual bien sincronizado. La tradición va ganando terreno sin necesidad de decretos ni solemnidades; basta con que la gente disfrute de la sensación de participar en un momento colectivo.

El negocio se organiza: Vinalopó, denominaciones y packs de uvas “listas para sufrir”

Si se analiza con perspectiva económica, las doce uvas son un regalo para cualquier productor. El rito exige un mínimo innegociable por persona, concentra la demanda y reduce la elasticidad del consumidor. Se venden uvas porque “hay que comprarlas”, no porque apetezca especialmente.

Gran parte de las uvas de fin de año provienen del Valle del Medio Vinalopó, en Alicante, amparadas por su Denominación de Origen. Desde allí sale un volumen ingente de fruta que ronda los dos millones de kilos destinados solamente a cumplir con el ritual de Nochevieja. Y el sistema tradicional de embolsado permite prolongar su conservación justo hasta las fechas clave, lo que asegura disponibilidad incluso para quienes compran a última hora.

A partir de mediados del siglo XX, y especialmente en las últimas décadas, la mercadotecnia se ha encargado de domesticar y empaquetar la tradición: bandejitas con doce uvas exactas, envases individuales para evitar discusiones y etiquetas que prometen suerte en porciones uniformes. Se ha creado incluso la categoría de “uvas perfectas para las campanadas”, una herramienta infalible para generar ansiedad ante la posibilidad de elegir mal.

El gesto que nació como broma termina convertido en un pequeño engranaje industrial, donde todo está milimetrado y cualquier fallo puede atribuirse al productor o al consumidor, pero nunca al propio ritual.

Televisión, campanadas y un escaparate para vender

La segunda gran transformación llega cuando la televisión se hace con el control de la última noche del año. Desde principios de los años sesenta, las campanadas se retransmiten en directo, y lo que antes se vivía en plazas y radios pasa a convertirse en un espectáculo seguido en masa desde el salón.

Cada cadena compite por ofrecer la imagen que se recordará al día siguiente: quién presenta, quién lleva el vestido más comentado, qué anuncio ocupa el último hueco del año y cuál inaugura el siguiente. Las uvas se convierten así en un elemento visual indispensable, fácil de grabar y reconocible al instante.

El ritual televisado refuerza la tradición, la estandariza y la hace aún más rentable. Las marcas encuentran en ese minuto y medio de tensión colectiva un escaparate perfecto. Y la población adopta una coreografía idéntica año tras año, casi como una liturgia laica que no está escrita en ningún libro pero que todos practican con precisión.

Folklore envasado: entre la memoria sentimental y la etiqueta del supermercado

Si se observan los distintos hilos históricos, el panorama final es menos bucólico de lo que las historias repetidas suelen sugerir:

  • A finales del XIX, las uvas eran un capricho de clase alta asociado al champán y a las élites políticas.
  • Entre 1880 y 1897, la población madrileña transformó esa moda en un acto de burla, dándole un aire gamberro e irreverente.
  • A comienzos del XX, la costumbre ya se había extendido y se mezcló con supersticiones accesibles y fáciles de vender.
  • En 1909, los productores aprovecharon la tendencia para impulsar las ventas, lo que más tarde se reinterpretó interesadamente como el origen del rito.
  • Desde mediados del siglo XX, televisión, comercio y denominaciones de origen han construido un imaginario que combina tradición, espectáculo y consumo.

Lo que empezó como una ocurrencia de salón y una burla callejera se ha convertido en uno de los pocos momentos del año en que millones de personas realizan exactamente la misma acción al mismo tiempo. Y, aunque el relato se ha ido retocando con los años, la fuerza del gesto sigue siendo la misma: una mezcla de humor, superstición y deseo de empezar de cero que, por alguna razón, solo cuaja con una uva entre los dientes.

Vídeo:

Fuentes consultadas

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