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Baarle: un rompecabezas fronterizo con cruces pintados en el suelo

El pueblo y su extravagante geografía

Baarle parece una madeja enmarañada. Allí conviven, o más bien se entremezclan, dos pueblos que comparten calles, fachadas y, en ocasiones, hasta felpudos: Baarle-Nassau (Países Bajos) y Baarle-Hertog (Bélgica). En el mapa, el conjunto se asemeja a un rompecabezas infantil al que alguien decidió quitarle las piezas del borde: parches de un país dentro del otro, líneas que atraviesan salones y límites nacionales que se cuelan por los azulejos de la cocina.

Caminar por sus calles es participar en una especie de juego de “pisa fronteras”: un paso y estás en Bélgica; otro, y vuelves a los Países Bajos. Hay casas con la puerta principal en Bélgica y el dormitorio en Holanda, bares con la barra en un país y las mesas en el otro, y calles que cambian de bandera en mitad de un paso de cebra.

Y no, no se trata de una travesura moderna ni de un error de GPS. La culpa es medieval, como casi todo lo verdaderamente complicado. En los tiempos en que los señores feudales cambiaban tierras por favores, el territorio fue troceado y recompuesto con una despreocupación admirable. Los duques de Brabante y los señores de Breda firmaron tantos acuerdos, intercambiaron tantos campos, molinos y viñedos, que el resultado acabó siendo una ensalada jurisdiccional imposible de ordenar siglos después.

Lo más curioso es que, durante generaciones, a nadie pareció importarle demasiado. Las fronteras, en aquella época, eran más promesas que muros; y mientras los campesinos pagasen sus impuestos y los caminos siguieran transitables, los señores no veían razón alguna para enderezar aquel dibujo de líneas caprichosas. Así, entre pactos, trueques y una buena dosis de dejadez feudal, nació uno de los mapas más insólitos de Europa: un pueblo con doble nacionalidad y una frontera que se cuela entre las baldosas.

Cómo se fraguó el laberinto fronterizo

El origen de este desconcierto cartográfico tiene un aroma a pergamino viejo y sello de cera. Feudos, vasallaje, derechos fiscales y, sobre todo, una profunda pereza administrativa dieron forma a un entramado legal que nadie se atrevió a desmontar. Desde el siglo XII, los duques y barones de la zona se dedicaron a intercambiar tierras como quien cambia cromos en una feria: aquí una aldea a cambio de fidelidad, allá un prado en pago de un servicio militar o una cosecha. Las tierras iban y venían, pero los derechos, las rentas y las obligaciones permanecían dispersos como las piezas de un puzzle sin manual de instrucciones.

Con el paso de los siglos, aquellos acuerdos feudales —que en su momento tenían más de promesa que de mapa— se consolidaron en la realidad. Lo que empezó siendo un laberinto jurídico acabó convertido en un laberinto físico, con cada parcela respondiendo a una historia distinta. Cuando los Estados modernos decidieron, siglos después, poner algo de orden y trazar líneas claras en el mapa, se toparon con una colección de minifundios soberanos imposibles de encajar en una frontera recta sin provocar una revuelta de notarios.

Así que, en 1843, tras décadas de discusiones diplomáticas y algún que otro acceso de desesperación, los representantes de Bélgica y los Países Bajos firmaron el Tratado de Maastricht —el viejo, no el de la Unión Europea— y optaron por la solución más pragmática: aceptar el caos como parte del paisaje. Parcelaron la frontera a conciencia, parcela por parcela, nombre por nombre, y redactaron un listado casi interminable de quién poseía qué. El resultado fue un mapa que parece más una colección de piedrecillas lanzadas sobre la mesa que un territorio coherente: un mosaico administrativo que aún hoy desconcierta a los geógrafos y divierte a los turistas.

Enclaves, contraenclaves y el elegante caos de lo absurdo pero legal

Baarle es el paraíso de los geógrafos y la pesadilla de los funcionarios con obsesión por el orden. Según a quién se pregunte —y según cómo se cuenten las parcelas, los solares o las casas con número—, en la zona hay entre 22 y 26 enclaves belgas desperdigados dentro de territorio neerlandés, y dentro de algunos de ellos, a su vez, pequeños contraenclaves holandeses incrustados en el corazón belga. Una especie de muñeca rusa territorial donde cada capa es soberana, y todas juntas componen un mapa que haría sudar a cualquier ministerio de interior.

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Pero más allá de las cifras, lo realmente fascinante es la consecuencia cotidiana: la frontera, en Baarle, no es una línea, sino una costumbre. Las aceras y los suelos están salpicados de pequeñas cruces blancas que marcan por dónde pasa el límite nacional. Cruzarlas no exige pasaporte, pero sí cambia discretamente la realidad: la normativa fiscal, los horarios comerciales o las leyes de consumo pueden variar con solo dar un paso a la izquierda.

El resultado es un carnaval jurídico que los habitantes afrontan con una naturalidad pasmosa. En tiempos en que Bélgica y los Países Bajos tenían horarios distintos para los bares, algunos restaurantes situados justo sobre la frontera resolvieron la papeleta moviendo las mesas de un país a otro según la hora: cuando el lado neerlandés debía cerrar, bastaba con desplazar al cliente dos metros para seguir bebiendo legalmente, esta vez “en Bélgica”. Hubo también vecinos que declaraban su domicilio en función de dónde caía la puerta principal —detalle crucial, pues la nacionalidad de la casa depende de ella—, lo que permitía optimizar impuestos o beneficiarse de mejores tarifas de servicios.

Ventajas de ser un jaleo administrativo

Los comerciantes, por su parte, desarrollaron un fino olfato para la ventaja comparativa: elegir el lado de la calle donde el IVA era más amable o donde las normativas eran menos estrictas podía marcar la diferencia entre sobrevivir o cerrar el mes en números rojos. Así, lo que en cualquier otro lugar del mundo sería un problema fronterizo, en Baarle se convirtió en una forma de arte: la convivencia pacífica entre dos sistemas legales que se cruzan, se superponen y se toleran mutuamente como viejos vecinos que ya ni recuerdan por qué empezaron a discutir.

Anécdotas que son auténticas clases prácticas de derecho cotidiano

Si algo abunda en Baarle —además de líneas fronterizas y banderas en miniatura— son las historias que revelan la creatividad con la que sus habitantes sortean las sutilezas de la ley. Una de las más celebradas es la de la “puerta viajera”: cuando las normas fiscales o legales eran más favorables en uno de los dos países, algún vecino avispado decidía cambiar de jurisdicción sin moverse del sofá, simplemente trasladando la puerta principal unos metros.

El truco funcionaba porque, en Baarle, la nacionalidad de una vivienda depende de dónde esté su entrada. Bastaba con tapiar una puerta y abrir otra para que la casa entera “emigrase” al otro lado de la frontera. No todos llegaron a tales extremos, pero la historia ilustra de maravilla cómo aquí las leyes se interpretan con la flexibilidad de un contorsionista y la frontera se representa casi como un acto teatral: se cumple en los gestos, se negocia en los detalles y, sobre todo, se sobrevive con ingenio.

El ingenio volvió a ponerse a prueba en tiempos recientes, durante la pandemia. Mientras Bélgica y los Países Bajos aplicaban restricciones distintas, Baarle se convirtió en un laboratorio involuntario de absurdos sanitarios. Había terrazas donde las mesas situadas en el lado belga podían servir comida, pero las del lado neerlandés no; camareros que, sin moverse de su local, pasaban de una legislación a otra según dónde colocaran la bandeja. Los dueños de bares, resignados, se aprendieron los decretos de ambos gobiernos mejor que muchos diputados.

Las leyes de la frontera

En el terreno más prosaico —aunque no menos lucrativo—, el comercio local también ha sabido sacar partido de estas disparidades legales. Durante años, las tiendas belgas del pueblo se hicieron famosas por vender petardos y fuegos artificiales que estaban prohibidos al otro lado de la línea blanca. Así, muchos neerlandeses cruzaban la frontera a pie para surtirse de artículos “ilegales” sin ni siquiera salir de su calle. Lo que para otros lugares sería una fuente de tensiones diplomáticas, en Baarle se transformó en un motor económico y en una atracción turística más: el placer de comprar en un país y regresar al otro sin dejar de estar, técnicamente, en el mismo pueblo.

La administración de lo absurdo: dos alcaldes, dos banderas y un sinfín de pactos

Gobernar Baarle es, básicamente, hacer malabares con dos constituciones y una sonrisa diplomática. En este pequeño prodigio geográfico, donde una acera puede pertenecer a Bélgica y la otra a los Países Bajos, la política local se ha convertido en un arte de la coordinación milimétrica. Baarle-Hertog y Baarle-Nassau mantienen cada una su propio ayuntamiento, su alcalde, su escudo y sus procedimientos administrativos. Y, sin embargo, funcionan como si fuesen los dos hemisferios de un mismo cerebro: distintos, pero condenados a entenderse si quieren que la criatura camine.

Durante años existieron servicios duplicados hasta lo cómico. Dos compañías telefónicas tiraban sus cables por las mismas calles; dos cuerpos de bomberos respondían —a veces a la vez— al mismo incendio; y hasta el alumbrado público podía depender de dos contratos municipales distintos, según dónde caía el poste. La coordinación llegó con el tiempo, no tanto por amor institucional como por pura necesidad: negociar el alcantarillado, la recogida de basuras o el mantenimiento de las calles se volvió una tarea tan natural como pedir azúcar al vecino de enfrente.

¿Y si nos fusionamos?

De cuando en cuando, algún alma práctica propone fusionar ambos municipios y acabar con tanto papeleo redundante. La idea, sobre el papel, suena sensata: un solo ayuntamiento, menos burocracia y un presupuesto más eficiente. Pero al intentar llevarla a la práctica, se topa con una maraña de leyes, escrituras históricas y un intangible pero poderoso factor sentimental. Porque en Baarle cada parcela no solo pertenece a un Estado: pertenece a una memoria. Cada frontera, por absurda que parezca, guarda siglos de acuerdos, herencias y orgullos locales que nadie quiere borrar con un trazo de bolígrafo.

Los alcaldes, siempre correctos y conscientes de que gobiernan un experimento viviente, suelen hablar de “cooperación ejemplar” y de “unidad en la diversidad”. Y lo cierto es que, pese al caos aparente, la convivencia funciona. Baarle sigue en pie, iluminada por dos banderas y gestionada por dos ayuntamientos que, aunque separados por papeles, comparten un mismo propósito: mantener en orden el desorden más fascinante de Europa.

El turismo y la experiencia del visitante

Viajar a Baarle es como participar en una clase práctica de geografía con humor. Lo primero que uno siente al llegar es la necesidad irrefrenable de desplegar un mapa y comprobar si realmente existen tantas fronteras en tan pocos metros. Luego llega la fase lúdica: localizar las cruces blancas del suelo, fotografiarse con un pie en Bélgica y otro en los Países Bajos, y presumir en redes sociales de haber cambiado de país sin moverse del sitio. Es una experiencia a medio camino entre la cartografía y la gymkana, con la adrenalina del turista que persigue líneas invisibles con la precisión de un detective fronterizo.

El visitante medio se mueve por Baarle con una sonrisa entre la incredulidad y la fascinación. Compra un café en territorio neerlandés y lo bebe, unos pasos después, en Bélgica; almuerza en un restaurante cuya cocina está sujeta a una legislación fiscal y cuyo comedor pertenece a otra; se detiene frente a casas que lucen, con orgullo, las dos banderas junto a la puerta principal, como quien presume de tener doble nacionalidad inmobiliaria. Y, por supuesto, no falta quien dedica media tarde a contar cruces pintadas en el pavimento como si fuesen estampas de colección.

Una rareza administrativa

Para el periodista curioso o el historiador urbano, Baarle es una joya de estudio: un caso vivo de cómo los límites feudales siguen condicionando la propiedad moderna, cómo las leyes se retuercen para adaptarse a lo cotidiano y cómo el turismo convierte una rareza administrativa en una marca registrada. Porque aquí el atractivo no son los monumentos —que los hay, discretos y bien cuidados—, sino la sensación de estar dentro de una paradoja ordenada.

El verdadero encanto de Baarle está en ese instante de extrañeza: cruzar una línea que no cambia el paisaje, ni el idioma, ni la gente, pero que transforma, aunque sea simbólicamente, el país en el que uno está. Es una frontera sin alambradas, una lección de convivencia y, sobre todo, un recordatorio de que los mapas, por más exactos que sean, no pueden capturar del todo lo absurdo —y lo maravilloso— de la realidad humana.

Sutilezas métricas: el arte (imposible) de contar los enclaves

Preguntar cuántos enclaves hay exactamente en Baarle es tan arriesgado como pedir una cifra definitiva de las estrellas visibles desde el balcón: cada fuente ofrece un número distinto y todas, en el fondo, tienen su parte de razón. Todo depende del criterio. ¿Se cuentan solo las parcelas con límite físico o también esos minúsculos trozos de campo que parecen caprichos del catastro medieval? ¿Incluimos los contraenclaves —islas neerlandesas dentro de enclaves belgas— o los dejamos aparte para no perder la cabeza? ¿Vale igual una parcela cultivada que una con vivienda?

Según los mapas y los autores, la cifra oscila entre 22 y 26 enclaves belgas dentro del territorio neerlandés, a los que se suman varios enclaves neerlandeses encajados dentro de esos primeros. Otros estudios, más generosos o más obsesivos, elevan el total a unas treinta piezas territoriales, cada una con su propia historia jurídica y su dosis de anacronismo.

Y aunque a primera vista parezca una discusión de eruditos aburridos, el asunto tiene su miga. Porque contar los enclaves no es solo un pasatiempo para geógrafos con tiempo libre: es una demostración de lo endiablado que resulta simplificar una frontera nacida de siglos de trueques, escrituras y concesiones feudales. Cada intento de poner orden en el mapa tropieza con la misma dificultad: ¿dónde empieza y dónde acaba la soberanía cuando la línea que la define se ha partido en tantos pedazos?

Así, mientras los estudiosos siguen afinando cifras con la paciencia de un relojero, los vecinos de Baarle continúan con su vida diaria sin preocuparse demasiado por la aritmética. Al fin y al cabo, da igual que sean 22, 26 o 30 enclaves: lo que realmente importa es que todos encajan, como por arte de magia, en el desconcertante mosaico que da fama al pueblo.

¿Un caso único? No exactamente, pero sí uno fuera de serie

Baarle no está solo en el club de los enclaves, aunque puede presumir de ser el socio más extravagante. Existen otros ejemplos repartidos por el planeta: Llivia, esa villa catalana que sigue siendo territorio español en pleno corazón de Francia; Ceuta y Melilla, que más que enclaves son capítulos geopolíticos aparte; o los complicadísimos enclaves que durante décadas se entrelazaron entre India y Bangladés, un auténtico sudoku territorial que solo se resolvió hace poco con un intercambio de terrenos digno de un notario zen.

Sin embargo, lo que distingue a Baarle no es su condición de rareza geográfica, sino su textura cotidiana. No hablamos de una isla perdida o de una base militar en tierra ajena, sino de un pueblo vivo donde la frontera pasa entre escaparates, atraviesa iglesias y se cuela por los pasillos de las casas. Es un archipiélago de pequeñas soberanías entretejidas en un mismo casco urbano, un mosaico donde lo belga y lo neerlandés se mezclan hasta el punto de volverse inseparables sin bisturí administrativo.

La diferencia esencial está en la densidad: mientras otros enclaves son anomalías aisladas, Baarle es un tapiz completo de microterritorios. Aquí las banderas ondean a pocos metros unas de otras, los códigos postales cambian a mitad de manzana y las normativas fiscales conviven como vecinas de balcón. En su aparente caos, el pueblo encarna la versión más amable —y más divertida— de la Europa moderna: esa donde las fronteras se han vuelto porosas, el nacionalismo se diluye en la convivencia y lo administrativo, en vez de separar, se convierte en parte del paisaje.

Por eso, más que un error histórico, Baarle es una metáfora en miniatura: un recordatorio de que las líneas del mapa, cuando se las deja en paz, pueden transformarse en algo tan humano como una costumbre compartida.

Lecciones prácticas y pequeñas maravillas jurídicas

Baarle es una clase magistral de derecho comparado impartida por sus propios vecinos, sin toga y con una cerveza en la mano. Aquí se aprende que las fronteras no son muros, sino acuerdos humanos que se petrifican en costumbres, escrituras y gestos cotidianos. Lo que comenzó como un rompecabezas feudal de vasallajes y rentas acabó siendo un delicado ecosistema legal donde lo práctico pesa más que lo patriótico.

En una Europa donde los pasos fronterizos se han disuelto bajo la bandera de Schengen, la rareza de Baarle es un amable recordatorio de que no todo se puede simplificar con un decreto o una línea recta en el mapa. Algunos territorios —como los matrimonios longevos— sobreviven gracias a la negociación constante y a la voluntad de no discutir cada detalle del pasado.

El pueblo funciona así como un laboratorio de convivencia institucional: dos ayuntamientos, dos sistemas legales, un solo tejido urbano. Y lo sorprendente es que funciona. No por una armonía ideal, sino por el pragmatismo cotidiano de quienes entienden que las leyes están para organizar la vida, no para interrumpirla.

En definitiva, Baarle enseña que el derecho, cuando se aplica con sentido común, puede ser tan flexible como las fronteras que traza. Y que a veces la mejor política es aceptar la complejidad con una sonrisa y un mapa lleno de parches.

Callejeros, mapas y la tentación del souvenir

El viajero abandona Baarle con el mapa hecho un acordeón, el móvil lleno de fotos de cruces blancas pintadas en el suelo y la agradable impresión de haber paseado por un experimento geopolítico en miniatura. Es el tipo de lugar que obliga a sacar el dedo del mapa y el niño interior del turista: aquí se cruzan países con un paso de cebra y se coleccionan banderas como quien junta imanes de nevera.

Los comercios del pueblo, sin caer en la caricatura de parque temático, han aprendido a rentabilizar el encanto fronterizo con elegancia. Hay guías que explican las sutilezas del mapa como si fueran rutas del tesoro, pequeños “sellos” simbólicos para inmortalizar el cruce de país y una oferta de recuerdos tan literal como deliciosa: tazas, camisetas y adoquines de imitación que proclaman que en Baarle la soberanía se mide, con toda seriedad, en centímetros cuadrados de pavimento.

¿Por qué importa esta historia para quien escribe sobre mapas y ciudades?

Porque Baarle no es únicamente un antojo del mapa ni una broma geográfica nacida del aburrimiento medieval: es una parábola viviente sobre cómo el pasado se incrusta en la piel de los lugares y resiste a los bisturíes de la modernidad. Cada parcela, cada cruz pintada en el suelo, cuenta una historia de pactos, de orgullos y de una obstinada fidelidad a lo que alguna vez se acordó bajo el sello de un duque o el capricho de un barón.

Para el cronista urbano, Baarle ofrece una lección de orfebrería territorial: enseña que la legalidad no se impone desde los despachos, sino que se vive, se improvisa y se negocia en el mostrador de una panadería o en la mesa de un café donde la mitad del azucarero pertenece a otro país. Es un espejo —ligeramente deformante, sí, pero lúcido— de cómo las ciudades europeas se construyen sobre capas superpuestas de memoria y conveniencia.

Y, quizá, su mayor enseñanza está en la ironía de su normalidad. Porque allí donde uno esperaría caos, hay convivencia; donde debería haber conflicto, hay acuerdos municipales y sonrisas compartidas. Baarle recuerda que las fronteras no siempre sirven para separar, sino para organizar el desorden con una cortesía casi artesanal. Que a veces, para que el mundo funcione, basta con aceptar que el mapa puede ser un collage y que la vida, a fin de cuentas, sigue su curso aunque la línea del suelo diga lo contrario.


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Fuentes consultadas:

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