La Segunda Guerra Mundial, con su sinfonía de bombas, mapas coloreados con flechas y discursos enardecidos, también tuvo su lado tragicómico. Entre los nombres grabados a fuego en la historia bélica, uno brilla por lo insólito: Hans-Ulrich von Luck, coronel alemán que transformó el desierto africano en un improvisado club social donde el té y los cigarrillos competían con el rugido de los tanques. Lo suyo no fue la épica de grandes victorias ni el sadismo de ciertas divisiones, sino un sentido del honor y del protocolo que haría sonrojar a más de un mayordomo británico.
Un caballero al servicio de Rommel
Nacido en 1911, Von Luck pertenecía a la hornada de oficiales que, sin ser genios estratégicos, sabían moverse con la elegancia de quien se cree protagonista de una novela de Thomas Mann con uniforme. Fue subordinado directo de Erwin Rommel, “el Zorro del Desierto”. Su papel consistía en comandar unidades de reconocimiento blindado: explorar, tantear al enemigo, sembrar la incomodidad y, con un poco de suerte, regresar sin que nadie hubiese notado demasiado su presencia. Lo suyo era la sutileza dentro de un conflicto que no se caracterizó precisamente por la delicadeza.
Pero Von Luck añadió un ingrediente peculiar a la receta bélica: cortesía. Esa cortesía anacrónica, casi decimonónica, que consistía en tratar al enemigo como adversario deportivo más que como alimaña a exterminar. En medio de un escenario de arena, calor y pólvora, decidió que la guerra también podía ser un torneo de cricket con tanques en lugar de bates.
La tregua de las cinco: cuando el desierto se paraba
Entre las anécdotas que más desconciertan a los historiadores figura la famosa pausa de las cinco de la tarde. Sí, a esa hora exacta, mientras en Londres hervía el agua de las teteras y en Berlín alguien brindaba con cerveza, en el desierto libio los cañones se callaban. No por mandato de Hitler ni de Churchill, sino porque Von Luck y su homólogo británico, cuyo nombre parece haber caído en un agujero negro de la memoria histórica, decidieron establecer un alto el fuego diario.

La escena resulta casi teatral: dos oficiales de bandos opuestos, charlando por radio como si fueran viejos colegas de club. “Hoy le hemos capturado a un hombre suyo, está ileso y ronca con entusiasmo”. Respuestas secas, tono educado y la sensación de que el mundo ardía menos durante esos quince minutos de surrealismo. No era un tratado ni un armisticio, sino un acuerdo tácito de caballeros.
El camión devuelto con intereses
Si la pausa para el té suena pintoresca, lo del camión rozó el vodevil. Una noche, las tropas de Von Luck capturaron un vehículo británico cargado de provisiones. En circunstancias normales, aquel botín habría significado festín, brindis y digestión pesada. Pero al coronel, más amante de la etiqueta que de las calorías, se le ocurrió algo distinto: devolverlo. Y no solo devolverlo, sino añadir dos camiones con comida alemana como gesto de cortesía.
Es decir, la guerra convertida en intercambio de regalos. Los soldados, confusos, debieron mirarse entre sí con cara de “¿pero este hombre de qué va?”. Lo curioso es que funcionó: se consolidó así una relación entre enemigos donde el respeto no anulaba la violencia, pero la suavizaba con una capa de urbanidad impropia del desierto bélico.
El rescate más humoso de la historia
El episodio de los cigarrillos merece capítulo aparte. Cuentan que Von Luck propuso liberar a un oficial británico prisionero a cambio de un millón de cigarrillos. Ni oro ni petróleo, tabaco. Los ingleses, pragmáticos, regatearon: “Un millón es excesivo, coronel. ¿Qué tal 600 000?”. Y así quedó. Una transacción que ni un negociador contemporáneo de la ONU.
La guinda la puso el detalle del rehén: nada menos que el heredero de la tabacalera John Player and Sons. Un magnate del humo tasado, para humillación suya, en 600 000 pitillos. El caballero, con aires de grandeza empresarial, se indignó: “¿Yo, valorado en menos de un millón? ¡Por favor, produzco esa cantidad antes de desayunar!”.
Honor y pólvora: contradicciones del desierto
Es tentador pintar a Von Luck como un romántico perdido en medio de una carnicería industrializada. Pero conviene no olvidar que sus tanques no repartían precisamente flores. Sin embargo, el contraste entre la brutalidad del frente africano y estas escenas caballerescas dibuja un retrato desconcertante: un oficial que parecía vivir en un universo paralelo, donde la guerra era un duelo de esgrima con pausas para el té y cortesías mutuas.
El propio Von Luck, tras pasar años como prisionero de los soviéticos, relató estas vivencias en sus memorias Panzer Commander. Allí aparece como un narrador mesurado, casi distante, recordando que un día intercambió a un prisionero por un cargamento de cigarrillos con la misma calma con que alguien rememora un partido de fútbol en el patio del colegio.
El absurdo necesario de la historia bélica
La guerra no siempre fue una trituradora anónima. Hubo individuos capaces de introducir gestos de civilidad en medio del desastre. Y aunque esos gestos no borran las cicatrices de la contienda, sí ofrecen una ventana distinta: la del enemigo que se comporta como adversario digno y no como bestia deshumanizada.
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- Luck, Hans Von(Autor)
Fuentes: BBC – Wikipedia
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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