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El Tato: el torero que se convirtió en leyenda por no faltar nunca

El hombre que siempre estaba… incluso cuando no estaba

En una época en la que no había stories, ni hashtags, ni fiestas patrocinadas por ginebras artesanales con nombre en inglés, ya existía un influencer de los de verdad. No tenía cuenta en Instagram, pero sí una presencia tan omnipresente que ni la gripe se le acercaba. Su nombre era Antonio Sánchez, aunque el mundo lo conocía como el Tato, y nació en el sevillanísimo barrio de San Bernardo allá por febrero de 1831. Si hoy se pudiera etiquetar a alguien con el hashtag #SiemprePresente, sería a él. Y no por insistente, sino porque no había verbena, corrida, inauguración, banquete o entierro donde no apareciera como si se tratara del padrino universal de todos los eventos.

Decir que el Tato era puntual sería quedarse corto. Él no solo llegaba a tiempo: llegaba antes que la banda. Y si no estaba, la cosa no valía ni el vino peleón que se servía. Así nació la célebre expresión que aún resuena en bares, oficinas y eventos fallidos:

«No ha venido ni el Tato».

De puntillero a figurón de todos los ruedos (y de todos los corrillos)

La historia del Tato tiene un aire novelesco que ni Pérez Galdós en sus mejores tardes. Comenzó su andadura taurina como puntillero, oficio con glamour más bien escaso pero con bastante contacto con la realidad (y demasiado cerca de los pitones). Pero Antonio no se iba a quedar en las sombras. A partir de 1851, su carrera despegó como sombreros en tarde ventosa. De novillero a matador, su nombre empezó a sonar por toda España con gran insistencia.

Se convirtió en un torero de renombre, sí, pero también en un personaje de salón. Donde hubiera una mesa bien puesta, allí estaba el Tato; donde se alzara una copa, la suya ya estaría vacía; y donde se reuniera la alta sociedad, allí estaría él, con su monóculo imaginario y su pierna ortopédica.

Peregrino: el toro que no sabía de protocolo

Fue en junio de 1869 cuando un toro llamado Peregrino decidió que aquello de la fama se pagaba caro. Durante una corrida con cartel compartido con Lagartijo y García Villaverde, el Tato recibió una cornada en la pierna derecha. Cuatro centímetros de profundidad bastaron para cambiarlo todo.

El Tato: el torero que se convirtió en leyenda por no faltar nunca

La herida se infectó y, ante la imposibilidad de salvar el miembro, los médicos optaron por amputar. Así de tajante. España aún no tenía Seguridad Social, pero sí farmacias con criterio expositivo peculiar: la pierna del Tato acabó exhibida en una botica de la calle Fuencarral, en Madrid. Y allí permaneció, como un souvenir macabro de lo que había sido, hasta que un incendio la consumió. Trágico, sí. Pero con un punto kitsch que ni Dalí.

La resurrección: torear con pata de palo y orgullo

¿Y qué hizo el Tato tras perder la pierna? ¿Se retiró a llorar en un cortijo con vistas? Nada de eso. Dos años después ya estaba de nuevo en el ruedo, ahora con prótesis incluida, como un precursor andaluz de los cyborgs. El público, que a veces se pone tiquismiquis, acabó diciéndole que no. En Sevilla, los tendidos le rogaron que no siguiera, y él, entre lágrimas, aceptó. Pero no se retiró de la vida pública: solo del albero.

El Tato siguió asistiendo a todo evento que oliera a social. Su presencia, incluso mutilada, era sinónimo de éxito. Se convirtió en una especie de talismán de la vida pública decimonónica, una mezcla de torero, figurón y columnista sin columna. Su afán de estar en todos lados acabó por hacerle omnipresente en la lengua, que es donde acaban los verdaderos mitos.

De boca en boca: así nace una expresión que nunca pasa de moda

La anécdota más repetida —y más sabrosa— es la del rey Amadeo de Saboya, que, según Bartolomé Cossío, soltó un día aquello de: “Esto no lo hace ni el Tato”. Y claro, si un rey dice una tontería con gracia, se convierte en sabiduría popular. La frase se instaló con la fuerza de una epidemia lingüística. Hoy se usa con tanta soltura como si viniera en el lote de expresiones básicas.

Pero hay quien apunta a una explicación más pedestre y más bonita: que el dicho nació porque, si ni siquiera el Tato se presentaba en un sitio, era que no merecía la pena. Ni las croquetas. Ni el vino. Ni el discurso del concejal. Nada.

Un final menos épico, pero igual de digno

Tras una vida de carreras, corridas, cócteles y carcajadas, el Tato acabó, como muchos, en un oficio más terrenal. Pasó sus últimos años repartiendo carne del matadero. De torear toros a trocearlos: cosas de la vida. Murió en 1895, en Sevilla, su ciudad natal. Y aunque la lápida no lo dice, cada vez que alguien murmura «no ha venido ni el Tato«, una parte de él revive.

No fue un filósofo, ni un político, ni un artista. Fue algo mejor: un personaje. De esos que se cuelan en las frases hechas, que desafían al olvido con pura presencia. Un símbolo involuntario de lo que significa estar en todas. Y que, irónicamente, solo se convirtió en leyenda cuando dejó de aparecer.


Fuentes:

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