Hubo una vez, en el Berlín de finales del siglo XIX, un caballo que hacía multiplicaciones. También sumaba, restaba, decía la hora y respondía a preguntas de geografía. ¿Un prodigio equino? ¿Un nuevo Newton con pezuñas? ¿Una triquiñuela para llenar teatros y bolsillos?
Bienvenidos al extraordinario, fascinante y ligeramente tragicómico caso de Hans, el caballo que sabía matemáticas.
Un profesor jubilado, un caballo y muchas ganas de asombrar al mundo
El protagonista humano de esta historia es Wilhelm von Osten, un respetable maestro retirado, de esos que en lugar de envejecer en una mecedora deciden abrazar el delirio pedagógico para dar sentido a su jubilación. Von Osten, ferviente creyente en la capacidad de los animales para razonar, decidió que un caballo podía ser entrenado para pensar como un humano. Y no un humano cualquiera, sino uno que sabía de álgebra.
Adquirió a Hans, un caballo de aspecto más bien anodino, aunque con esa mirada que los alemanes de entonces describirían como vernünftig (razonable). Von Osten lo enseñó durante años, sin descanso, ni fines de semana, ni vacaciones. Usó pizarras, cubos y hasta su propio bastón para instruir a Hans. Y Hans, bendito animal, parecía responder con más diligencia que muchos alumnos de carne y hueso: golpeaba con su pezuña el número de veces exacto que correspondía al resultado de un problema.
—¿Cuánto es 3 + 2?
—Clop, clop, clop, clop, clop.
El público, claro, enloquecía.
Gira triunfal y ovaciones con olor a heno
La fama de Hans no tardó en desbordar el patio trasero del profesor. Pronto, las plazas y salones de Berlín se llenaron de curiosos, escépticos y señoras con abanico que miraban al caballo como si fuese el mismísimo Pitágoras reencarnado en cuadrúpedo. Las exhibiciones eran gratuitas —von Osten no quería que le tacharan de charlatán de feria, sino de científico—, pero eso no impidió que los rumores y la prensa hicieran su agosto.
El equino respondía a operaciones aritméticas básicas, identificaba fechas en calendarios, resolvía ecuaciones simples y, según algunos, tenía nociones de ortografía.
La escena era digna de una opereta. El público lanzaba preguntas, von Osten las repetía en voz alta, y Hans golpeaba con la pezuña hasta alcanzar el número correcto. Y si el resultado era, por ejemplo, 16, el animal daba 16 toques. Ni uno más, ni uno menos. Inquebrantable. Matemáticamente admirable.
Entra el escuadrón escéptico: ciencia al rescate
Pero no todo el mundo tragaba con la idea del equino prodigio. En 1904, el Ministerio de Educación prusiano decidió investigar el caso. Formaron una comisión de expertos con nombre de película de aventuras: «La Comisión Hans«.
Psicólogos, veterinarios, biólogos, un ilusionista (sí, también, ¿por qué no?) y el notable psicólogo Oskar Pfungst se pusieron manos a la obra. Lo que descubrieron no sólo desmontó el mito del caballo matemático, sino que pasó a la historia como un ejemplo magistral de sesgo involuntario.

Hans no sabía sumar. Ni restar. Ni deletrear. Lo suyo ni siquiera daba para título de primaria. Lo que sí sabía —y muy bien— era leer a los humanos. Literalmente. El caballo había aprendido a captar señales sutilísimas, casi imperceptibles: la tensión en el cuerpo de quien le preguntaba, un leve pestañeo, una pausa en la respiración. Cuando llegaba al número correcto de golpes, notaba un cambio en la expresión o en la postura de su interlocutor, y entonces… magia: paraba.
No era magia. Era condicionamiento. Y algo de psicología. Y de paso, una bofetada a la arrogancia humana.
El efecto Hans el listo
El hallazgo de Pfungst desembocó en el hoy conocido como efecto Clever Hans, una denominación que se usa para describir a esa persona o animal que parece que responde correctamente a estímulos complejos. La realidad es más prosaica; solo está reaccionando a pistas involuntarias ofrecidas por el interlocutor.
El efecto Clever Hans ha sido de gran utilidad en campos de psicología experimental, etología y la investigación con animales. Desde entonces, cualquier estudio serio que involucre respuestas de animales debe aislar cuidadosamente todas las señales humanas, voluntarias o no. Gracias a Hans, se establecieron protocolos más rigurosos en los experimentos científicos.
Y no, esto no convierte a Hans en un fraude. Todo lo contrario. El caballo era un maestro del lenguaje corporal, un intérprete finísimo del nerviosismo humano. Si algún día se crea una universidad para animales, Hans merece una cátedra honorífica en Comunicación No Verbal Aplicada.
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Hans, caballo que sabía matemáticas en vídeo
Fuente: wikipedia
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