Barcelona, ciudad de modernismo, vermuts al sol, y también, de monjas místicas con superpoderes. Entre los adoquines del barrio de Gràcia y los ecos de la Guerra Civil, se esconde la historia de Ramona María del Remedio Teresa Llimargas Soler, una religiosa que, sin saber ni papa de castellano, logró bilocarse en el despacho del mismísimo Francisco Franco para darle consejitos divinos. Si algo nos faltaba en este país era una monja con línea directa al Caudillo y, según se cuenta, también tenía comunicación privilegiada con las alturas celestiales… y con las infernales.
Esta es la historia, tan delirante como fascinante, de Ramona Llimargas, fundadora de una orden, portadora de estigmas, mártir voluntaria de cáncer ajeno y, por supuesto, bilocadora profesional.
Los humildes (y algo escabrosos) orígenes de una santa de barrio
Ramona nació en Vic, allá por 1892, en una familia que podría figurar en cualquier telenovela decimonónica: madre severa, pobreza rampante, siete hermanos muertos, y una hija única que, como la cenicienta catalana, acabaría recogiendo el manto de lo sobrenatural entre misas, trapos y visiones.
Desde niña, Ramona tuvo lo que podríamos llamar un físico poco agradecido (así lo describen las crónicas): rostro endurecido, vello facial y una pierna maltrecha por culpa de una poliomielitis que superó, según dicen, por intercesión divina. Añádase a eso una dislexia infantil y una madre que más que amor maternal parecía dispensar penitencia diaria. Ramona, lejos de hundirse en la miseria emocional, abrazó el sufrimiento con entusiasmo místico.
Demandadera, visionaria y fundadora
Pronto se convirtió en demandadera en un convento, una especie de asistente sin sueldo y con mucho sacrificio —como tantas mujeres en tantas instituciones religiosas que, además de fe, aportaban sudor y horas interminables—, y ahí comenzó a perfilarse su particular andadura mística. Entre cánticos, ropa planchada y encargos interminables, fue alimentando esa mezcla de fervor y trance que acabaría marcando su vida. En 1939, en plena posguerra y cuando España entera olía a pólvora, racionamiento y sotanas recién almidonadas, dio el salto fundacional: la creación de la Pía Unión de las Hermanas de Jesús Paciente, una congregación que nacía con una misión tan clara como necesaria en aquel país exhausto: atender gratuitamente a los enfermos pobres, que en aquel tiempo eran prácticamente legión, una auténtica multitud olvidada por el sistema sanitario oficial, que bastante tenía con lamerse sus propias heridas.
La sede se instaló en Can Trilla, una masía del siglo XVII situada en el número 177 del carrer Gran de Gràcia, que resistía con estoicismo la modernización acelerada del barrio. Hoy, el edificio todavía puede visitarse —aunque conviene hacerlo con cita previa, cierta discreción y, si se puede, con cara de devoto curioso—, pues no es un museo al uso sino un lugar que todavía conserva su aire de recogimiento y vida religiosa. En su interior se encuentra la cripta donde reposa, desde 1998, el cuerpo de Ramona, trasladado allí desde el cementerio de Sarrià, donde había sido enterrada en 1940. El cambio de ubicación fue una suerte de mudanza espiritual que, paradójicamente, la acercó mucho más al bullicio urbano de Barcelona.
De los milicianos a los milagros
Durante el verano del 36, cuando el país ardía en todos los sentidos —en las calles, en los templos, en las trincheras y hasta en las cocinas donde faltaba el pan—, Ramona fue sorprendida en su propia casa por cuatro milicianos armados y con más sospechas que pruebas. La acusaban de esconder al obispo de Vic, Juan Perelló, y lo cierto es que la acusación no era precisamente un invento malintencionado: el prelado efectivamente había encontrado refugio bajo su techo.
En cualquier otro caso, aquello habría acabado mal, pero en una pirueta del destino que parece escrita por un guionista con sentido del humor negro, apareció en escena Francisco Freixenet, jefe local de las milicias anarquistas y, detalle jugoso, padre de un niño al que Ramona había salvado años atrás de morir asfixiado. El hombre, agradecido a su manera y ejerciendo de árbitro improvisado entre pólvora y sotanas, ordenó que la dejaran en paz. Fue un instante casi literario: la Providencia y el karma estrechándose la mano y encendiendo, metafóricamente, un pitillo juntos en mitad del caos bélico.
En 1940, apenas un año después de haber fundado su comunidad religiosa, Ramona murió. Pero claro, tratándose de ella, no podía ser una muerte corriente con rosario en mano y último suspiro piadoso. Según las crónicas de la congregación, tomó la insólita decisión de asumir el cáncer de una enferma terminal, como si se tratara de una transferencia bancaria entre cuentas vitales. Un traspaso oncológico, voluntario, altruista y casi incomprensible para la lógica médica. Porque lo de donar órganos o sangre ya es admirable, pero lo de absorber tumores ajenos en plena posguerra es, sencillamente, de otro nivel místico, casi superheroico, si se permite la comparación.
Ramona “la encantada”: estigmas, levitaciones y enfrentamientos demoníacos
Aquí la cosa se pone paranormal y, admitámoslo sin pudor, bastante más entretenida que la rutina conventual. Ramona no era una religiosa al uso, de esas que se conforman con rezar rosarios en cadena o con visitar enfermos en silencio resignado. No, señora: lo suyo era un catálogo completo de fenómenos místicos dignos de manual de parapsicología. Entraba en trances extáticos, caía al suelo de rodillas como fulminada por un rayo divino, y en ocasiones —según testimonios recogidos— llegaba incluso a elevarse unos centímetros del suelo para dejar boquiabiertos a los presentes.
A esto añadía los estigmas sangrantes en manos y pies, las supuestas apariciones de difuntos que acudían a darle noticias frescas del más allá, y las célebres locuciones internas, ese término tan piadosamente eclesiástico que viene a significar, en román paladino, que alguien escuchaba voces en su cabeza y, curiosamente, no se trataba de un diagnóstico psiquiátrico sino de un carisma celestial.
Entre sus talentos más llamativos y, podríamos decir, mediáticamente explotables, sobresalía el de la bilocación: la capacidad de estar en dos lugares a la vez. Un don extraordinariamente útil en tiempos convulsos, cuando el frente estaba dividido y las trincheras necesitaban tanto enfermeras como apariciones milagrosas. Ramona se dejaba ver simultáneamente en hospitales de campaña republicanos y nacionales, repartiendo consuelo imparcial como una especie de ONG sobrenatural. Y por si fuera poco, utilizaba esta misma habilidad para asesorar a Francisco Franco, apareciéndosele en su despacho o en momentos clave, ya fuera desde el más allá, el más acá, o ese limbo intermedio reservado a las almas con contactos directos en la Moncloa celestial.
La monja que le susurraba al dictador
Sí, Franco. El hombre del brazo en alto perpetuo, la voz nasal y las sobremesas interminables. Resulta que Ramona, que apenas chapurreaba más allá de su catalán natal, se le aparecía en estado de bilocación al mismísimo Caudillo. La escena, si uno la imagina con calma, tiene un punto berlanguiano irresistible: el dictador sentado en su despacho, rodeado de banderas y crucifijos, recibiendo de pronto la visita espectral de una monja que ni siquiera hablaba castellano con fluidez, y aun así le transmitía advertencias que iban desde conspiraciones masónicas hasta menús envenenados.
Según los testimonios recogidos por su congregación, Franco se refería a ella con cierta familiaridad como “Ramona, la catalana”, un apodo que en boca del dictador sonaba casi a gesto de cercanía. La monja le aconsejaba no meterse en la Segunda Guerra Mundial, le alertaba de un posible envenenamiento en una comida en Zaragoza y le señalaba con dedo invisible a más de un colaborador que simpatizaba con la masonería. Un asesoramiento que, dicho sea de paso, habría firmado cualquier servicio de inteligencia, aunque aquí venía servido en bandeja mística.
Lo más curioso es que no se limitaba al bando nacional: también aparecía en trincheras y hospitales republicanos, llevando consuelo a soldados moribundos, curando a enfermos y repartiendo esperanza en mitad del desastre bélico. Era, en definitiva, una especie de visitadora fantasma multibando, capaz de cruzar fronteras ideológicas con la misma facilidad con la que cruzaba paredes. Tanto es así que un enfermo, tiempo después, al entrar en el Dispensario de las Hermanas de Jesús Paciente y ver una fotografía de Ramona, aseguró con toda naturalidad que aquella era la monja que lo había atendido en el hospital… mientras, oficialmente, ella estaba en Barcelona fundando su congregación.
Una visita a Can Trilla: reliquias, tallas y mordiscos del diablo
En pleno barrio de Gràcia, Can Trilla sigue en pie. Más que un convento, es un oasis atemporal en mitad del ruido urbano. Allí, en su cripta capilla, reposan los restos de Ramona junto a una imponente talla de Jesucristo descendido de la cruz. La escultura fue obra de María Luisa Vidal, cofundadora de la orden, quien —según las hermanas actuales— no tenía formación artística alguna. Lo cual, siendo honestos, le da un toque aún más sobrenatural al asunto.
En una vitrina se guardan algunos de los enseres personales de Ramona. Y entre ellos, destaca un crucifijo con una supuesta dentellada del demonio. Que sí, que el mismísimo Satanás, harto de sus éxtasis y milagros, intentó hincarle el diente a su símbolo de fe. Lo que viene siendo un exorcismo express con testigo material.
Una historia de barrio con ecos celestiales
El legado de Ramona, más allá de lo increíble (en el sentido más literal del término), sigue vivo en forma de una comunidad religiosa que lucha por mantenerse a flote, atendiendo a enfermos sin recursos, gestionando un dispensario, y conservando la memoria de una mujer que, guste o no, forma parte de ese estrambótico panteón de místicos hispanos entre los que se cuentan beatas levitadoras, santos incorruptos y vírgenes lloronas.
Can Trilla no figura en las guías turísticas, pero guarda uno de los relatos más extravagantes del siglo XX español. Un cuento de guerra, fe, milagros y bilocaciones, donde lo divino y lo absurdo se dan la mano.
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- Manuel Jesús Segado-Uceda(Autor)
Fuente:
- Theros, X. (2008, 3 de septiembre). La monja bilocada de Franco. El País. https://elpais.com/diario/2008/09/03/catalunya/1220404045_850215.html
- Real Academia de la Historia. (s.f.). Ramona María del Remedio Llimargas Soler. Historia Hispánica. https://historia-hispanica.rah.es/biografias/25439-ramona-maria-del-remedio-llimargas-soler
- Hernández, S. (s.f.). Ramona Llimargas, la monja bilocada o amb el do de la ubiqüitat. betevé. https://beteve.cat/va-passar-aqui/ramona-llimargas/
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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