Saltar al contenido
INICIO » El sitio de Leningrado: cuando la ciudad fue reducida al hambre

El sitio de Leningrado: cuando la ciudad fue reducida al hambre

Septiembre de 1941. Leningrado, emblema de la Revolución de 1917 y orgullo industrial del país, quedó atrapada entre las tropas alemanas y los aliados finlandeses. Hitler no pretendía únicamente vencer; quería borrar del mapa un símbolo político, anular un puerto estratégico y aplastar una ciudad que producía armas y blindados. El resultado fue uno de los episodios más crueles de la guerra: casi tres años de bloqueo, desde aquel 8 de septiembre hasta finales de enero de 1944, con cerca de un millón de civiles muertos por bombas, frío y una inanición que se convirtió en rutina.

Los habitantes solo tenían una vía de supervivencia: la ruta sobre el lago Ládoga, que en invierno se congelaba y permitía un tránsito precario de camiones. Era un camino tan frágil como necesario, una línea temblorosa sobre el hielo que la gente bautizó como el “Camino de la Vida”. Cada noche, los conductores avanzaban casi a ciegas, guiados por marcas clavadas en el hielo mientras la artillería enemiga hacía lo imposible por convertir aquellos vehículos en destrozos metálicos.

Dentro de la ciudad, la comida se transformó en un recuerdo. El pan se mezclaba con serrín y restos de harina. La sopa de col parecía una broma de mal gusto. El pegamento de tapicería se reconvertía en una especie de gelatina. Cuando esa miseria se agotó, los vecinos recurrieron a lo que quedaba: palomas, perros, gatos, ratas, cuero hervido… y, en más casos de los que se quieren recordar, carne humana procedente de cadáveres. La antropofagia dejó de ser una leyenda para entrar en los informes policiales.

En ese escenario, donde cualquier animal vivo era pura supervivencia, lo lógico habría sido que el zoológico de la ciudad fuese saqueado. Pero, sorprendentemente, ocurrió lo contrario. El zoo de Leningrado escribió su propia historia dentro de la gran tragedia.

Un zoológico que ya había vivido demasiado

El zoológico de Leningrado no era una atracción improvisada. Desde 1865, cuando un matrimonio apasionado por los animales lo instaló en el céntrico Parque Aleksándrovsky, formaba parte del paisaje urbano. Era un lugar que mezclaba entretenimiento, ciencia y tradición familiar.

Tras la Revolución de 1917 fue nacionalizado, y logró sobrevivir a la guerra civil, a las hambrunas de los años veinte y a las sospechas políticas de los treinta. La ciudad mudaba de nombre, pero el zoo seguía ahí, como si fuese un punto inmóvil en medio del torbellino histórico. Sus elefantes, sus osos polares y sus pájaros exóticos recordaban a la población que el mundo no se reducía a consignas y discursos.

A finales de los años treinta, el zoo era una institución entrañable. Entre sus habitantes más queridos estaban Betty, la elefanta que hacía las delicias de generaciones de niños, y Belle, una hipopótamo de aspecto imponente que pronto adquiriría un papel insospechado.

Cuando la amenaza alemana avanzó hacia la ciudad, nadie dudó de que aquel rincón pacífico iba a sufrir de lleno. Lo que nadie esperaba es que, durante casi todo el bloqueo, el zoo se mantendría abierto al público. Como si en medio del desastre se quisiera mantener, aunque fuese por unas horas, la apariencia de normalidad.

Evacuación urgente: tigres hacia el interior del país

En el verano de 1941, cuando ya se escuchaban los estampidos de la artillería, se decidió evacuar una parte de los animales. No había medios para salvarlos a todos. Así que se priorizó a los más valiosos, peligrosos o sensibles: tigres, panteras, osos polares, un rinoceronte, un tapir y varios ejemplares más fueron enviados hacia el este, a ciudades donde la guerra no había llegado.

Aun así, la mitad de los animales se quedó. Faltaban camiones, combustible y tiempo. Las jaulas que antes albergaban curiosidad infantil estaban a punto de convertirse en refugios improvisados.

El 8 de septiembre, justo cuando el cerco se cerró definitivamente, tres bombas de gran tamaño impactaron en el zoológico. Murió Betty, la elefanta más querida, y varios pabellones quedaron destrozados. Fue un golpe demoledor. A partir de ahí, el zoo entró en una lucha constante por resistir a las bombas, al frío y al hambre, igual que el resto de la ciudad.

Hambre en las jaulas: imaginación forzada por la necesidad

Mientras los ciudadanos se enfrentaban a raciones que apenas merecían el nombre de alimento, en el zoo los cuidadores se las ingeniaban para alimentar a criaturas tan diversas como ciervos, osos, aves rapaces o grandes felinos.

zoo de Leningrado

La pregunta era siempre la misma: ¿qué darle de comer a una fiera cuando en toda la ciudad no quedaba un solo trozo de carne? ¿Cómo evitar que un herbívoro de cientos de kilos muriera cuando no quedaban verduras ni pienso?

La creatividad fue la salvación. Recolectaban hierbas, raíces, castañas y bellotas en los parques y jardines. Plantaron huertos dentro del mismo recinto con coles y nabos. Para los carnívoros usaron pellizas de animales muertos rellenas con mezclas de hierbas, pescado y cualquier resto aprovechable.

Y, a pesar de la desesperación dominante, ocurrió algo llamativo: la población nunca intentó irrumpir en el zoo para comerse a sus animales. Cualquiera que hubiese probado el pan con serrín quizá habría considerado un antílope un manjar, pero no hubo asaltos. El zoo se respetó como si fuese un santuario. Era uno de los pocos lugares donde seguía latiendo algo parecido a la vida de antes.

Belle, la hipopótamo que se negó a rendirse

En ese entorno de penuria, Belle se convirtió en símbolo de resistencia. Un hipopótamo no es un animal sencillo de cuidar ni en tiempos tranquilos. Con el bloqueo, la tarea rozaba el disparate.

Sin agua corriente, su enorme piscina quedó vacía. La piel de un hipopótamo necesita humedad constante. Sin ella, se agrieta, se infecta y, finalmente, el animal muere. Pero Belle tuvo a su favor a una mujer de temple casi inverosímil: su cuidadora, Evdokia Ivanovna Dashina.

Cada día, Evdokia caminaba hasta el río Neva, llenaba enormes barriles —a veces cientos de litros— y los arrastraba de vuelta al zoo. Después calentaba el agua y la vertía con cuidado sobre el lomo de Belle, masajeándola con aceite de alcanfor para mantenerla hidratada. Mientras tanto, la comida escaseaba tanto que Belle pasó de consumir decenas de kilos de alimento al día a sobrevivir con una mezcla mínima de hierbas, verduras sueltas y, cuando no había más remedio, serrín.

Y, sin embargo, sobrevivió. Belle vivió no solo el sitio, sino también la posguerra. Falleció ya anciana, convertida en un icono local y en recordatorio de lo que puede lograrse con una mezcla de obstinación y cariño en los momentos más improbables.

Los trabajadores del zoo: héroes con mono de faena

Si el zoológico no se convirtió en un lugar desolado, fue gracias a una veintena de trabajadores que decidieron no abandonar su puesto. Muchos de ellos vivieron directamente dentro del recinto durante el bloqueo, durmiendo en habitaciones heladas y trabajando sin descanso.

Cada jornada incluía reparar muros dañados para evitar posibles fugas, atender a animales heridos por los bombardeos, recolectar alimento en kilómetros a la redonda y estar al acecho de incendios provocados por las explosiones.

zoo de Leningrado

Varios murieron víctimas de los ataques o del mismo hambre que diezmaba a la población civil. Dieciséis fueron condecorados por su labor, aunque su gesta pasó desapercibida frente a los grandes relatos militares. Ellos no manejaban rifles ni comandaban divisiones; manejaban cubos de agua y sacos de pienso escaso. Pero su papel resultó esencial.

Un zoológico abierto: la resistencia también se mide en detalles

Uno de los aspectos más sorprendentes es que el zoo permaneció abierto durante la mayor parte del bloqueo. Solo cerró en los meses más fríos del invierno de 1941 y 1942, cuando la situación era indescriptible. El resto del tiempo, siempre que no hubiese bombardeos inmediatos, la gente podía entrar.

Para muchos ciudadanos, cruzar la puerta del zoo era una manera de recordar que la vida no se había extinguido del todo. A veces, entre explosiones lejanas, seguían oyéndose rugidos, chillidos o algún gruñido de lo que quedaba de la colección. Para quien entraba allí, aunque fuese solo un rato, aquello tenía un efecto balsámico.

Era, en cierto modo, una terapia colectiva improvisada. No había psicólogos; había jaulas, cuidadores exhaustos y animales que tampoco comprendían nada de lo que ocurría. Y, por extraño que parezca, funcionaba.

Lo que quedó: una ciudad rota y un zoo que no quiso morir

El sitio dejó una cifra terrible de un millón de muertos. Las calles se llenaron de recuerdos traumáticos que marcarían a generaciones.

En el zoológico, las pérdidas fueron graves, pero un centenar de animales logró sobrevivir, entre ellos un tigre llamado Kitty y la incombustible Belle. En un contexto donde la muerte era la norma, aquellas supervivencias parecían casi milagrosas.

Cuando, décadas después, la ciudad recuperó su antiguo nombre de San Petersburgo, alguien sugirió cambiar también el del zoológico. La idea se descartó rápido. Mantener “zoológico de Leningrado” era una forma de honrar la labor de quienes habían protegido a los animales y habían conservado, contra toda lógica, un fragmento de humanidad.

Hoy, el zoo sigue en el mismo lugar, con miles de ejemplares y visitas escolares. Pero bajo la apariencia de cualquier zoológico moderno se esconde una historia insólita: la de un espacio que, en los días en los que la ciudad se moría de frío y hambre, logró mantenerse vivo gracias al empeño de unas pocas personas y a la convicción de que, incluso en medio de la barbarie, cuidar de un animal puede ser un acto profundamente humano.

Vídeo: “Leningrad Zoo Under Siege (WW2 Stories)”

Fuentes consultadas

Nuevas curiosidades cada semana →

Únete a El Café de la Historia y disfruta una selección semanal de historias curiosas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *