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Woody Allen y el clarinete: la noche en que dejó los Óscar por tocar jazz

Un triunfo glorioso contado con la naturalidad de quien baja a por pan

La noche del 3 de abril de 1978 pasó a las actas oficiales como la edición número cincuenta de los Óscar, pero en la memoria colectiva quedó grabada como el día en que Annie Hall barrió casi todo lo que tenía por delante. Cinco nominaciones, cuatro estatuillas y un aroma a sorpresa que aún hoy flota en las crónicas. Mejor Película, Dirección, Actriz y Guion Original: lo que se conoce como “los cuatro grandes”. A Woody Allen, en su candidatura a Mejor Actor, le pasó por delante Richard Dreyfuss, pero eso apenas empañó la noche.

Hasta aquí, una historia brillante cargada de solemnidad hollywoodiense. Y sin embargo, lo que la convirtió en leyenda no fue el éxito de la película, sino la ausencia clamorosa de su director. Mientras en Los Ángeles se descorchaban botellas, Woody Allen estaba… tocando el clarinete en un bar de Manhattan. Así, sin alharacas, como quien se libra de una cena de compromiso alegando migraña.

Michael’s Pub, una chaqueta, un clarinete y un concepto muy personal de “prioridades”

Michael’s Pub, un local sin pretensiones de Manhattan conocido por su ambiente musical, se convirtió de la noche a la mañana en un santuario alternativo a los premios. Allí actuaba Allen cada lunes con un grupo entregado al jazz tradicional de Nueva Orleans. Y allí estaba también la noche en que su película hacía historia.

La imagen que ha sobrevivido —el cineasta, trajeado pero sin imposturas, soplando su clarinete mientras Hollywood ardía en aplausos— tiene algo de postal costumbrista. Un recordatorio casi travieso de que hay quienes prefieren sudar en un escenario minúsculo antes que dejarse envolver por la pompa del Dolby Theatre.

Esa contraposición gustó tanto al público que se convirtió en mito instantáneo: un artista fiel a su oficio más íntimo, ignorando sin dramatismos la ceremonia más famosa del mundo.

¿Principios, fobia social o la excusa musical más elegante jamás formulada?

Aquí comienza la letra pequeña de la historia, esa que rara vez encaja en un titular. Las biografías coinciden en que Allen tenía la costumbre inamovible de tocar con la banda los lunes, y la gala de los Óscar cayó en uno de esos lunes sagrados. Pero algunos biógrafos insinúan que esa coartada le vino pintiparada: evitaba exponerse, reforzaba su imagen de creador desapegado del oropel y permitía que otros construyeran la narrativa por él.

Nada apunta a un desprecio frontal hacia la Academia; más bien, a un estilo personal: la liturgia le daba pereza, la rutina le tranquilizaba y la música le ofrecía un refugio emocional que ningún premio podía igualar. Tocando en un club tenía control, anonimato y cero posibilidad de tener que posar con sonrisa forzada.

Cuando Hollywood recitaba discursos y Nueva York marcaba el ritmo

Mientras en Los Ángeles se sucedían los agradecimientos, los flashes y las miradas calculadas, en Manhattan sonaba un clarinete con una naturalidad casi doméstica. La escena, vista en contrapicado histórico, parece sacada de una sátira sobre la industria: la gala más relamida frente a un músico que, sin proponérselo, protagonizaba el mejor chiste de la noche.

Las crónicas de la época alimentaron aún más la leyenda. Que si Allen salió del pub por la puerta trasera para esquivar periodistas, que si se marchó directo a casa, que si desconectó el teléfono para dormir sin sobresaltos. Detalles que completan la pintura del antihéroe ceremonioso. Más allá de matices y exageraciones, la idea central se sostiene: mientras Annie Hall conquistaba Hollywood, su autor estaba a varias manzanas de cualquier alfombra roja.

El relato que la gente quiso escuchar… y el que quizás se perdió por el camino

La anécdota triunfó porque jugaba con opuestos deliciosos: la solemnidad frente a la improvisación, la gloria frente a la rutina, el star-system frente a la jam session. Y, como suele ocurrir, la prensa encontró un relato irresistible: el genio que elige la autenticidad antes que el espectáculo.

Pero el asunto también generó teorías menos románticas: hay quien sostiene que Allen era, simplemente, alérgico al ritual del estrellato. Otros lo describen como un hombre incapaz de soportar ceremonias que amplificaban la exposición pública. Que la ausencia de los Óscar se repitiera en años posteriores alimenta esta lectura: lo suyo no fue un gesto aislado, sino una pauta.

Woody Allen clarinete

La música de los lunes ofrecía algo que ninguna gala podía dar: estructura, tranquilidad y un cierto desinterés coreografiado que, con el tiempo, se convirtió en su sello.

También hubo Óscar para otros: ni arrase absoluto ni épica unipersonal

Conviene recordar que la gala de 1978 no fue un monólogo de Annie Hall. Aunque acaparó los premios clave, otro protagonista brilló con fuerza: Richard Dreyfuss, que ganó el Óscar a Mejor Actor por The Goodbye Girl. Ese premio, especialmente disputado, evitó la foto final de “Allen lo ganó todo menos el taxi para volver a casa”.

Y mientras Dreyfuss pronunciaba su discurso, Diane Keaton, radiante, recogía el Óscar a Mejor Actriz, poniendo rostro visible al triunfo de la película. El hecho de que la protagonista sí estuviera allí compensó, de algún modo, la ausencia del director y reforzó la percepción de que Annie Hall era algo más que un proyecto autoral.

Del archivo al souvenir turístico: la anécdota que no envejece

Con los años, la escena se ha vuelto casi un objeto de museo. Libros, documentales y perfiles biográficos han repetido la historia hasta convertirla en un pequeño mito pop. Hoy, quien recorre Manhattan puede encontrar guías que señalan Michael’s Pub como “el sitio donde Woody Allen ignoró los Óscar”. Y muchos aceptan el relato sin preguntarse demasiado por los matices.

Ese es el efecto colateral de las anécdotas irresistibles: se simplifican, se pulen, se empaquetan. Los motivos reales, los titubeos y los contextos quedan reducidos a una frase que cabe en una servilleta: “No fue a los Óscar porque prefirió tocar el clarinete”. Y, aunque incompleto, el resumen funciona.

La música como brújula creativa y refugio personal

Allen no vivía la música como pasatiempo elegante, sino como un territorio íntimo donde exploraba ideas, ritmos y estados de ánimo que luego se filtraban sutilmente en su cine. El jazz tradicional de Nueva Orleans le ofrecía un tipo de libertad que difícilmente podía encontrar en un plató.

Y lo hacía acompañado. Su banda —esa New Orleans Jazz Band que, durante años, formó parte de su rutina— era un pequeño ecosistema creativo. Tocaban juntos como quien se reúne a charlar, compartiendo un lenguaje que prescinde de discursos y ceremonias.

Por eso la decisión de no asistir a los Óscar no resulta tan extravagante si se observa desde esa óptica: su brújula apuntaba hacia la música, no hacia el aplauso institucional.

Una escena que hoy sigue funcionando como guiño y como advertencia

Leída con los ojos actuales, la anécdota conserva una frescura casi subversiva. En un mundo donde la exhibición permanente parece obligatoria, un gesto así —rechazar la visibilidad, preferir la rutina, dejar que otros recojan tus premios— tiene algo de resistencia doméstica.

Más que un desaire a la industria, fue una reafirmación silenciosa: la idea de que la creación no siempre necesita focos, ni discursos, ni cámaras. A veces basta con un clarinete, un bar de Manhattan y una noche cualquiera de lunes.

Epílogo

Hoy la anécdota circula como fábula mínima: un clarinete que compitió contra una alfombra roja y, de algún modo, ganó. La cama como refugio después de tocar, la noticia al despertar, el asombro ajeno ante lo que para él fue otra noche más. Entre la crónica oficial y el rumor, la historia tomó vida propia y se convirtió en una pieza más del folclore cinematográfico. Y quizá ahí resida su fuerza: en la mezcla de mito, ironía y normalidad que la mantiene viva casi medio siglo después.
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Fuentes consultadas

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