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El corredor que completó una maratón medio siglo tarde: la peripecia de Shizō Kanakuri

El día en que el sol puso las reglas

El 14 de julio de 1912 amaneció en Estocolmo con ese tipo de luz veraniega que no invita a correr sino a buscar una sombra decente. A más de 30 °C, la maratón olímpica se convirtió en una prueba que ponía a prueba no solo piernas, sino también orgullo, resistencia y hasta el sentido común. Entre los 69 corredores que tomaron la salida había un joven japonés de 20 años, Shizō Kanakuri, que formaba la mitad de la humilde delegación nipona enviada a aquellos Juegos. El resto del cuadro lo componían abandonos, golpes de calor y la desgraciada muerte del portugués Francisco Lázaro, víctima directa de una climatología que no perdonó.

Kanakuri, por su parte, no cayó por insolación, pero sí protagonizó el gesto más desconcertante de la jornada: desaparecer de la carrera sin dejar rastro. Su pérdida no fue épica ni trágica, sino profundamente humana. Hacia el kilómetro 20, desfallecido y mareado, aceptó la ayuda de una familia sueca que lo acogió en su casa y le ofreció algo fresco para recuperar el mundo. Y ahí, en la calma doméstica, el desastre deportivo empezó a mezclarse con un pudor casi insoportable: no poder terminar la primera maratón olímpica en nombre de su país le quemaba más que el sol de Estocolmo.

Cuando recuperó fuerzas, el joven decidió que lo mejor era volver a Japón discretamente, sin avisar a organizadores ni delegados, como quien intenta colarse por la puerta trasera esperando que nadie note la ausencia. Pero claro, lo notaron. Y en Suecia, donde la situación tenía un inevitable toque surrealista, la historia del japonés que se volatilizó se convirtió en una especie de misterio folclórico, repetido durante décadas como anécdota jugosa en periódicos y programas de entretenimiento.

De fantasma olímpico a maestro respetado

Mientras en Suecia el relato se inflaba con leyendas, Kanakuri continuó su vida con la normalidad tranquila que solo alguien muy testarudo puede construir tras semejante bochorno. En Japón siguió vinculado al atletismo, se convirtió en profesor y pronto adquirió un prestigio tan sólido como sus kilómetros entrenados. Llegó incluso a ser conocido como el «padre del maratón japonés», no por su fuga en Estocolmo, sino por su empeño pedagógico y por impulsar pruebas que hoy son instituciones, como la Hakone Ekiden, una competición universitaria que paraliza cada año al país.

A medida que su figura deportiva crecía, el asunto sueco se transformó en nada más que un episodio juvenil, una mezcla de mala suerte, exceso de vergüenza y barrera idiomática. Sin embargo, en Suecia su recuerdo seguía flotando como esos chistes que pasan de generación en generación hasta que se confunden con historia oficial. Y, como suele ocurrir con las historias que se niegan a morir, alguien quiso ir más allá.

El retorno inesperado: un reportero curioso y un cronómetro en pausa

Fue en los años sesenta cuando un periodista sueco, Oscar Söderlund, decidió averiguar qué había sido del japonés desvanecido entre los pinos de Estocolmo. Y dio con él. Kanakuri vivía tranquilo en Tamana, impartiendo clases, organizando competiciones y sin sospechar que medio país escandinavo aún lo consideraba un atleta perdido en combate.

La televisión sueca, siempre dispuesta a exprimir un buen guion, lo invitó en 1967 a regresar a Estocolmo para «terminar» la maratón de 1912. A sus 75 años, con humor y cierta dignidad estoica, aceptó. Y así, el 20 de marzo de ese año, cruzó por fin la meta que medio siglo antes lo había visto desaparecer. Lo hizo entre aplausos, cámaras y un ambiente entre solemne y cómicamente afectuoso.

El tiempo oficial de la prueba fue tan estrafalario como encantador: 54 años, 8 meses, 6 días, 5 horas, 32 minutos y 20 segundos. Guinness lo dejó registrado como la maratón más larga jamás completada, y probablemente también como una de las más dulces.

Uno de los momentos más emotivos de su viaje fue volver a la casa donde le habían atendido en 1912. Allí se reencontró con el hijo de la familia Petre, el mismo que había visto a su padre ofrecer bebida y sombra al joven agotado. Conversaron, compartieron recuerdos y, según cuentan, volvieron a brindar con zumo de naranja. Pocas historias deportivas pueden presumir de un epílogo tan doméstico y tan reconfortante.

Cuando los datos bailan y el mito se ajusta

Como suele ocurrir cuando las historias viajan más que sus protagonistas, los detalles sobre la vida de Kanakuri han variado ligeramente según la fuente. Hay pequeñas discrepancias sobre el año exacto de su muerte, sobre la transcripción correcta de su nombre o incluso sobre el minutaje exacto de su «maratón infinita». Pero esas vacilaciones no alteran el espíritu del relato: la mezcla perfecta entre error juvenil, orgullo mal gestionado y una comunidad internacional que acabó convirtiendo la anécdota en leyenda amable.

Y no hay que olvidar el trasfondo deportivo. Kanakuri no fue un personaje pintoresco perdido en un Olimpo de excentricidades. Compitió también en 1920 y 1924, fue decisivo en el desarrollo del atletismo de fondo en Japón y dejó un legado pedagógico que aún hoy se respira en las grandes competiciones niponas. Su papel histórico se sostiene más allá de cualquier episodio anecdótico.

Pinceladas que redondean la fábula

  • Su retirada silenciosa tuvo causas muy terrenales: calor extremo, hidratación insuficiente y una barrera idiomática que convertía cada interacción en un ejercicio de mímica. Si a eso se añade el peso del honor japonés de principios de siglo, se entiende mejor la tentación de desaparecer sin explicaciones.
  • La Hakone Ekiden, uno de los eventos más seguidos de la televisión japonesa, tiene en Kanakuri a uno de sus grandes impulsores. Resulta casi poético que un corredor marcado por una retirada acabara dando forma a una de las pruebas más prestigiosas de su país.
  • Cuando completó la maratón en 1967, bromeó diciendo que en los años que la prueba permaneció «en pausa» le había dado tiempo a casarse, tener seis hijos y diez nietos. La frase, humilde y socarrona, resume mejor que cualquier titular el tono humano de toda su peripecia.
  • Su récord de «maratón más larga» no mide velocidad, sino la capacidad de una historia para estirarse en el tiempo sin perder ni un ápice de encanto.

Las capas invisibles de una historia bien contada

La trayectoria de Kanakuri sirve para entender cómo se construyen los relatos que trascienden. En ella conviven la fragilidad del deportista que teme fallar a los suyos, el peso social del honor, el humor inesperado que surge al mirar atrás y la sorprendente colaboración entre culturas distintas que acaban abrazando la misma anécdota.

Shizo Kanakuri

La maratón de 1912, tantas veces recordada por la tragedia de Lázaro, quedó marcada también por esta pequeña aventura que humaniza a los deportistas, recordando que sus decisiones, a veces impulsivas, a veces torpes, están cargadas de matices que el cronómetro no registra. La risa sueca y la discreción japonesa se encontraron medio siglo después en la línea de meta para rematar una historia que ni los guionistas más sentimentales habrían imaginado.

Lo que sí está claro: fechas, datos y un legado que resiste

Kanakuri nació el 20 de agosto de 1891 en Tamana y falleció allí también en noviembre de 1983. Representó a Japón en tres Juegos Olímpicos, impulsó carreras históricas y dejó una impronta profunda en la cultura atlética de su país. Su maratón inconclusa y terminada a destiempo forma parte ya del imaginario deportivo mundial.

El tiempo total, calculado con precisión casi humorística —54 años, 8 meses, 6 días, 5 horas, 32 minutos y 20,3 segundos—, es uno de esos datos que parecen inventados por un cronista bromista. Pero no: ocurrió de verdad. Y eso basta para convertirlo en uno de los episodios más queridos del olimpismo moderno.

La historia que se adapta y sigue viva

Las anécdotas viajan, mutan y se enriquecen. La de Shizō Kanakuri, entre la vergüenza y la reconciliación, entre la juventud precipitada y la vejez luminosa, se ha contado mil veces y seguirá contándose. No porque sea extravagante, sino porque en ella se reconoce cualquiera que alguna vez quiso desaparecer por puro pudor y terminó volviendo, con una sonrisa, para cerrar un capítulo pendiente.


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Fuentes consultadas

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