La Primera Guerra Mundial, ese gigantesco escenario de barro, alambradas y decisiones estratégicas cuestionables dejó historias que se adentran en el fangoso terreno de lo absurdo. Entre ellas destaca una que, más que un relato bélico, parece un sketch de humor británico con final inesperadamente serio: la historia del capitán Robert Campbell, un oficial que pidió permiso a sus captores alemanes para visitar a su madre enferma… y que, lo más desconcertante, obtuvo una respuesta afirmativa.
De la batalla de Mons al campo de prisioneros
Corría agosto de 1914 cuando el joven capitán Robert Campbell, de 29 años, combatía en la batalla de Mons, la primera gran escaramuza entre el ejército británico y las tropas del Káiser en suelo belga. Allí, entre disparos y confusión, Campbell resultó herido y cayó prisionero.
Los alemanes lo enviaron al campo de prisioneros de Magdeburgo, un complejo destinado a oficiales. No era precisamente un spa centroeuropeo, pero al menos contaba con cierta organización. Nada de comodidades victorianas, por supuesto, pero sí un nivel de disciplina que mantenía las apariencias. Allí, en medio del tedio y de la rutina propia del cautiverio, Campbell recibiría la noticia que daría pie a su rocambolesca petición.
Una carta al mismísimo Káiser
Dos años después, en 1916, le llegó la noticia: su madre en Inglaterra estaba gravemente enferma. Y aquí comienza la parte verdaderamente extravagante de la historia. En lugar de resignarse a la distancia o de planear una fuga de película, Campbell tomó papel y pluma y escribió directamente al emperador alemán Guillermo II. Sí, al mismo hombre que había declarado la guerra a Gran Bretaña y que estaba algo ocupado intentando derrotar a medio continente.
La carta, redactada con el tono impecablemente educado de un oficial británico, solicitaba permiso para volver a Inglaterra durante dos semanas con el fin de despedirse de su madre. La lógica dictaría que semejante solicitud acabaría en la chimenea de algún burócrata alemán con una sonrisa sarcástica. Sin embargo, contra todo pronóstico, la respuesta fue afirmativa.
El Káiser, ya sea por magnanimidad, aburrimiento o simple fascinación ante semejante muestra de formalidad, concedió el permiso con una única condición: Campbell debía regresar voluntariamente a su cautiverio una vez cumplido el plazo.
La palabra de un caballero
Y aquí llega lo verdaderamente increíble: Campbell aceptó. No solo aceptó, sino que cumplió su palabra con puntualidad ferroviaria suiza. Viajó hasta su hogar en Kent, estuvo junto a su madre moribunda y, en lugar de esconderse, reincorporarse al ejército o desaparecer discretamente en algún rincón de la campiña inglesa, volvió al campo de prisioneros en Magdeburgo.
Un gesto así, visto con los ojos de hoy, parece directamente un disparate. Pero en el contexto de 1916, la palabra de honor de un oficial aún pesaba más que la lógica más elemental. Campbell, formado en una tradición militar que todavía mantenía restos de romanticismo caballeresco, no quiso quebrantar su promesa.
La impasibilidad británica
Si alguien piensa que el ejército británico aprovechó la situación para planear alguna estratagema, que se quite la idea de la cabeza. Ni el gobierno ni el alto mando hicieron nada para retenerlo. Nada. Cero. Ninguna operación secreta, ninguna maniobra diplomática, ni siquiera un pretexto administrativo. Campbell regresó a Alemania como quien vuelve a su puesto de trabajo después de unas vacaciones.
En Magdeburgo lo recibieron con la naturalidad de quien recoge un paquete en la oficina de correos. Un “gracias por volver” implícito, y a la celda de nuevo.
El hombre del túnel
Ahora bien, que Campbell regresara por honor no significa que se conformara del todo con su destino. En 1917 participó en un intento de fuga más clásico, de esos que se cuecen a base de túneles cavados con cucharas, paciencia y mucha esperanza. El plan, sin embargo, fracasó, y el capitán terminó pasando el resto de la contienda bajo custodia alemana.
Finalmente, tras el armisticio de 1918, fue liberado. Pero lejos de retirarse a cultivar rosas en un tranquilo jardín inglés, Campbell continuó en el ejército. Incluso participó en operaciones en Rusia durante la convulsa Guerra Civil Rusa, antes de retirarse con honores en 1925. Murió en 1966, con 81 años, dejando tras de sí una biografía marcada por uno de los episodios más insólitos de toda la Gran Guerra.
Entre lo absurdo y lo admirable
Lo que convierte esta historia en un hito no es tanto el permiso en sí, sino la obediencia voluntaria de Campbell a una condición que cualquier otro habría considerado negociable. El código de honor británico, esa mezcla de orgullo, disciplina y cierta rigidez que raya en lo teatral, lo empujó a un acto tan difícil de explicar como de olvidar.
Un hombre que, teniendo la oportunidad de escapar, decidió regresar a prisión. Una anécdota que revela que, incluso en medio del caos más brutal, quedaba espacio para gestos de una coherencia absurda pero fascinante.
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Fuentes: BBC
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