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Orion: el Elvis que no quiso ser Elvis

Si no la conocen, no se pierdan la muy bizarramente norteamericana historia de Jimmy Ellis.

Lo que empieza como una oportunidad de oro para un cantante con voz celestial y futuro incierto, acaba siendo una tragicomedia con antifaz, fans enloquecidas, ataúdes promocionales y una vida tan intensa como impostada. Ellis no fue Elvis, aunque durante una década muchos lo creyeron fervientemente.

Una página extraña del rock en la que nuestro protagonista fue el menos convencido de todos.

Jimmy Ellis: cuando sonar como el Rey es una maldición

Jimmy nació en Alabama en 1945, ese rincón sudoroso del sur profundo donde los gallos cantan temprano y los sueños fermentan con aroma a bourbon. Su voz, una mezcla perfecta entre la seducción sureña y el dramatismo melódico, le granjeó comparaciones tempranas con Presley.

No era el típico ‘Te das un aire’, sino más bien un ‘¡Diantres! llamad al notario, que Elvis ha vuelto con otro pasaporte’.

El problema era, claro, que ya había un Elvis. Y a diferencia de otros dobles, Ellis no lo buscó. No imitaba sus gestos, no ensayaba el “thank you very much” ni vestía monos brillantes en sus actuaciones.

Pero su timbre, bendito o maldito, le condenaba a habitar una sombra colosal, esa que proyectan los ídolos difuntos que nunca se van del todo.

El milagro (comercial) de Shelby Singleton

En aquel teatro de sombras llamado industria musical apareció Shelby Singleton, un personaje salido de la mejor tradición americana de buscavidas. Era una mezcla perfecta de productor sin escrúpulos, tahúr de feria y vendedor de crecepelo envasado en frascos de colores chillones. Un tipo con el olfato tan afinado para los negocios que era capaz de detectar rentabilidad en la más leve flatulencia cultural, y además embotellarla en edición limitada y venderla a precio de percebe en navidad.

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Había trabajado en la trastienda de Nashville, conocía a los músicos, a los distribuidores y a los abogados, y no tenía reparos en exprimir a unos y otros con idéntica sonrisa perlada de vendedor de coches usados.

Su golpe maestro fue hacerse con el catálogo de Sun Records, la discográfica mítica que había dado la primera oportunidad a Elvis Presley, Johnny Cash, Jerry Lee Lewis y otros ilustres. Comprar aquello no era sólo adquirir canciones: era apropiarse de una parte del ADN de la música popular norteamericana, un pedazo de mito listo para ser revendido.

Singleton, siempre con las orejas bien abiertas, no tardó en fijarse en un tal Jimmy Ellis, un cantante de Alabama con una voz que, para escándalo y fascinación de quienes lo escuchaban, sonaba como un calco de Elvis.

Ahí lo vio claro: la gallina de los huevos de oro estaba cacareando delante de sus narices.

La magia del negocio: cuando la voz vale más que la identidad

A Singleton no le importaba que Ellis no fuese Presley. Ni falta que hacía. ¿Acaso el público compraba certificados de nacimiento? ¡No! Lo que compraban era ilusión, magia barata servida con vinilo y carátula brillante. Jimmy no tenía la sangre de Elvis, pero sí sus cuerdas vocales de segunda mano. ¡Cantaba igual! ¡Movía al público igual! ¿Qué más daba el ADN cuando uno tiene oído y una portada bien diseñada?

Orion Elvis

El plan de Singleton era tan audaz como siniestro: promocionar a Ellis como si fuese el mismísimo Rey… pero con ese truco de prestidigitador que consiste en insinuar sin decir, sugerir sin confirmar, lanzar la piedra y esconder la mano.

Un Elvis con DNI falso, un doble fantasmagórico que flotaba entre el homenaje y la estafa. El público se encargaría de completar las frases no dichas, de unir los puntos de un dibujo nunca trazado explícitamente.

Claro, había un problema: los abogados de RCA, guardianes de la herencia musical de Elvis, eran depredadores entrenados. Olían demandas como los tiburones la sangre y no dudaban en lanzarse sobre cualquier sospechoso de fraude con la furia de una manada de hienas jurídicas.

Shelby Singleton
Shelby Singleton

Singleton, que tampoco era tonto, sabía que necesitaba un blindaje, una coartada visual, algo tan absurdo como eficaz. Y lo encontró en una idea digna de los Looney Tunes: ponerle a Ellis una máscara. Sí, un antifaz negro de baratillo. Con él, el público tendría misterio, la prensa tendría carnaza y, sobre todo, RCA tendría las manos atadas mientras los dólares desfilaban en fila india hacia su bolsillo al ritmo de rock and roll.

Fallece Elvis, nace Orion

Así nació Orion. Nombre pomposo, eco de constelaciones y divinidades, porque ya que íbamos a jugar a la farsa, mejor apuntar alto. Le enfundaron un antifaz negro y un mono de lentejuelas, como si fuese un superhéroe de la copla del Medio Oeste. Y lo lanzaron al mundo con una historia digna del National Enquirer: un astro del rock que, abrumado por la fama, finge su muerte y reaparece en los escenarios con nueva identidad.

La novela “Orion: The Living Superstar of Song”, escrita por Gail Brewer-Giorgio, sirvió de guion encubierto. Publicada justo después de la muerte de Elvis en 1977, se convirtió en una suerte de Biblia conspiranoica para fans descompensados y productores con déficit de moral. Singleton la devoró como quien encuentra una guía de instrucciones para explotar emocionalmente al público.

Orion Elvis

El primer LP de Orion (Reborn… guiño, guiño) aparece Ellis dibujado luciendo antifaz y capa roja y, a sus pies, un féretro. Sublime y morboso.

Una portada que gritaba: “Sí, Elvis ha muerto… pero no del todo”. Y ahí estaba Jimmy Ellis, renaciendo, cantando con esa voz fantasmal que despertaba ovaciones y suspicacias a partes iguales. Ebony Eyes fue el primer sencillo, y cada nota sonaba como un susurro desde el más allá.

Ebony eyes

Fans, conciertos y una realidad paralela

Lo que vino después fue un espectáculo tan hipnótico como grotesco, un circo de actuaciones desbordadas, gritos histéricos y teorías imposibles. El Club de Fans de Orion, lejos de ser una anécdota, se convirtió en una auténtica congregación de creyentes: llegó a superar los quince mil miembros, cifra nada desdeñable en tiempos sin redes sociales, donde la devoción se medía a base de sellos en cartas y kilómetros en carretera.

Algunos seguidores lo trataban como si de un mesías de provincias se tratase, con la única diferencia de que el supuesto Salvador conducía una furgoneta desvencijada.

Había devotas que organizaban procesiones improvisadas tras sus conciertos, caravanas de coches que lo seguían de estado en estado como si fuesen peregrinaciones con gasolina de por medio. El caso más llamativo fue el de una madre y su hija que, literalmente, vivían en el interior de su coche. Pasaban las noches aparcadas en los parkings de los auditorios, durmiendo en asientos reclinados, esperando a que el motor de Orion rugiera para poner en marcha su propia persecución.

Orion

Era la versión americana y motorizada de “sígueme y te haré pescador de hombres”.

Mientras tanto en Europa…

Al otro lado del Atlántico, Inglaterra y Alemania se convirtieron en focos de histeria paralela. Allí, la prensa amarilla alimentó el bulo hasta llevarlo al límite del esperpento. Los tabloides hablaban de un “Elvis redivivo”, de pruebas ocultas guardadas en sótanos del FBI, de testigos secretos que afirmaban haber compartido café con Presley en alguna gasolinera de Misisipi. Todo ello narrado con un tono de seria credulidad.

Pero detrás del mito hinchado a base de titulares y esperanzas descabelladas había un hombre de carne y hueso, agotado hasta la extenuación.

Jimmy Ellis cumplía con su papel, se desvivía en cada actuación, cantaba con el alma y con los pulmones, pero en lo más profundo sabía que buena parte de los aplausos no eran para él, sino para un fantasma con patillas que jamás había pedido invocar.

Orion

Y esa conciencia amarga, la certeza de que el reconocimiento era prestado y de segunda mano, funcionaba como un ácido lento que lo iba corroyendo por dentro. Porque todo lo falso, mantenido demasiado tiempo, termina por convertirse en una jaula invisible. Y Jimmy, pese a los focos y la euforia, no era más que un prisionero con antifaz.

El día que se quitó la máscara

Con el paso del tiempo, Jimmy Ellis fue acumulando un cansancio invisible, un desgaste que no venía de los viajes ni de las actuaciones, sino de la impostura diaria de fingir ser alguien que no era. La farsa, tan rentable para otros, se había convertido para él en una especie de condena perpetua. Ni siquiera en sueños lograba escapar: hasta en las pesadillas se veía subido a un escenario con el antifaz clavado al rostro, como si hubiese nacido con él.

El disfraz no era ya un accesorio de utilería, sino una piel prestada que le asfixiaba cada día un poco más.

La Nochevieja de 1981 se convirtió en la fecha de su particular rebelión. En medio de la actuación, cuando la orquesta alcanzaba el punto álgido y el público lo aclamaba como si el Rey hubiese regresado de ultratumba, Ellis decidió hacer algo impensable: romper la cuarta pared de su existencia.

En un gesto teatral, cargado de rabia y de liberación, se llevó las manos al rostro y arrancó el antifaz que lo había encadenado durante años. El público, en shock, apenas entendía qué ocurría.

Por un instante eterno, el silencio sustituyó a los gritos. Y allí estaba él, desnudo de personaje, mostrando por primera vez su verdadero rostro.

El instante que lo cambió todo

Un fotógrafo, rápido como un pistolero de western, inmortalizó el momento. Y la foto reveló lo evidente: aquel hombre no era Elvis. Ni siquiera se parecía demasiado. El espejismo se desmoronaba en directo. La magia del engaño se evaporaba bajo los focos, dejando tras de sí a un hombre sudoroso, agotado y con una expresión entre desafiante y derrotada.

Orion

La reacción en los despachos no tardó. Shelby Singleton, que hasta entonces había manejado a Ellis como un titiritero experto, montó en cólera. La gallina de los huevos de oro acababa de poner un ladrillo ante miles de personas. La estrategia de marketing, construida con paciencia sobre rumores y medias verdades, se desplomaba en un segundo. Singleton comprendió que ya no podría vender más discos con la misma aura de misterio ni mantener a las fans en ese estado de trance conspiranoico.

El negocio se vino abajo como un castillo de naipes ante un ventilador.

Orion y Kiss

La relación entre productor y artista, ya deteriorada por años de tensiones, se quebró para siempre esa noche. Ellis había osado desafiar la maquinaria que lo sostenía, y eso, en la industria musical, era un sacrilegio imperdonable.

A partir de entonces, Jimmy tendría que enfrentarse a la vida con su propio rostro, con su voz —que seguía siendo inconfundible—, pero sin el apoyo del hombre que lo había convertido en un mito de prestado.

Epílogo en tonos trágicos

Los años siguientes para Jimmy Ellis fueron una especie de limbo, un purgatorio musical entre la gloria impostada de Orion y la realidad humilde de un hombre que intentaba sobrevivir.

Regresó a Alabama, a la granja de su infancia, donde el aire olía a césped recién cortado y a resignación. Allí levantó un pequeño imperio rural compuesto por una gasolinera, una tienda de licores y un ultramarinos, negocios pensados no tanto para enriquecerse como para mantenerse ocupado y pagar las facturas.

La paradoja era cruel: había compartido escenario con multitudes que lo vitoreaban como si fuera Elvis resucitado, pero ahora despachaba tabaco, cerveza y gasolina a camioneros anónimos.

Orion Elvis

Aun así, la música seguía presente, aunque en dosis cada vez más reducidas y menos glamurosas. Ellis ofrecía una media de cincuenta espectáculos al año, suficientes para no perder del todo el contacto con los escenarios, aunque más por necesidad económica que por un verdadero impulso artístico.

Ya no eran estadios repletos ni giras europeas, sino ferias locales, salones de convenciones o pequeños auditorios de provincias donde el eco de los aplausos se apagaba demasiado rápido.

Jimmy Ellis, la persona

Su corazón seguía deseando ser reconocido por lo que era —Jimmy Ellis, cantante— y no por lo que representaba con antifaz y mono de lentejuelas. En 1990, con voz cansada y una honestidad que sonaba a confesión tardía, le dijo a un periodista local: “Solo quería actuar y demostrar mi talento”.

Era la declaración de un hombre consciente de haber vivido atrapado en un disfraz demasiado pesado.

Orion Elvis

La tragedia final llegó en diciembre de 1998, cuando la rutina se rompió de la forma más brutal.

Tres adolescentes, armados con escopetas recortadas, irrumpieron en la tienda que regentaba junto a su prometida. No buscaban otra cosa que un botín rápido encontrando una caja registradora que apenas guardaba unas decenas de dólares. El atraco se convirtió en masacre en cuestión de segundos: disparos, caos y silencio.

Jimmy Ellis cayó tras el mostrador junto a Elaine Thompson, su pareja. Tenía 53 años y un destino que merecía mucho más que una nota breve en los periódicos locales.

El mundo apenas se enteró. Nadie lloró al cantante enmascarado porque, para el público, Orion había muerto mucho antes. Y Jimmy, el hombre real, nunca llegó a nacer del todo para la posteridad.

Ironías del destino

Mientras tanto, Shelby Singleton, ya mayor y retirado, ofrecía declaraciones que parecían más un epitafio condescendiente que un reconocimiento sincero. Admitía que Ellis fue un gran cantante, con un talento indiscutible y una voz que podía haber alcanzado cotas altísimas.

Pero no pudo —o no supo, o quizá nunca quiso— ayudarle a construirse una identidad propia. Singleton había preferido envolverlo en un mito rentable, un producto envasado para consumo rápido, como esas bebidas energéticas que prometen alas pero sólo dejan insomnio y taquicardia.

En vez de darle espacio para ser Jimmy Ellis, lo vistió con la mortaja dorada de Elvis, explotando hasta la saciedad la nostalgia de millones de fans que no aceptaban que el Rey hubiese muerto en Graceland. El productor lo vendió como un fantasma resucitado, olvidando que los hombres de carne y hueso también necesitan respirar, amar, envejecer sin máscaras y, sobre todo, existir sin depender del reflejo de otro.

Orion Elvis

Y así quedó la historia de Orion: un espejismo, un Elvis alternativo, el cantante que pudo haber sido grande por méritos propios pero cuya maldición fue sonar demasiado a otro.

El hombre que enterró su identidad bajo un antifaz brillante, que vivió condenado a escuchar aplausos que no le pertenecían, y que murió, devorado por el despiadado show business, a la sombra de una leyenda que jamás pidió interpretar.

Una ironía cruel y perfecta: su mayor don, esa voz inconfundible, terminó siendo también la cadena que lo mantuvo preso hasta el final.



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Una hora de música de Orion

Orion en directo a finales de los años 70

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