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Operación Eagle Claw: el fracaso del rescate en Tabas (24 de abril de 1980)

La historia oficial suele despachar aquel 24 de abril de 1980 con una frase que suena a epitafio burocrático: “la Operación Eagle Claw fracasó”. Pero tras esa sentencia seca, casi administrativa, se oculta un laberinto de decisiones apresuradas, héroes que nadie recuerda, caprichos meteorológicos dignos de una tragedia griega y choques de ego entre despachos y uniformes. No fue solo mala suerte —aunque de eso hubo a montones—, sino el inevitable encontronazo entre la ingeniería militar más ambiciosa y la fragilidad humana más común. Lo que debía ser un rescate quirúrgico, planificado con precisión milimétrica, terminó, literalmente, ardiendo en el desierto, bajo una tormenta de polvo que no solo cegó a los pilotos, sino también a toda una nación que observaba con incredulidad cómo el sueño de la eficacia estadounidense se desmoronaba entre llamas y arena.

El plan en el que no hay plan

El plan, visto con perspectiva, tenía el descaro propio de las películas de acción que Hollywood todavía no había rodado. Un grupo de comandos de élite —Delta Force, Rangers y una mano discreta, pero determinante, de la CIA— debía infiltrarse por aire en territorio iraní, repostar en un punto perdido y polvoriento del desierto conocido como Desert One, y desde allí volar hasta Teherán para liberar a los más de cincuenta rehenes que llevaban cautivos desde noviembre de 1979.

El modelo, por supuesto, era Entebbe: la operación israelí de 1976 en Uganda que había convertido a Yonatan Netanyahu en símbolo nacional y había dejado al mundo entero con la sensación de que la audacia, el buen espionaje y una logística afinada podían torcerle el brazo incluso al destino. Pero lo que en Entebbe fue épica, en Tabas se transformó en advertencia: no basta con el valor ni con la técnica cuando el desierto conspira y los relojes políticos corren más rápido que los motores de los helicópteros.

La tormenta imperfecta

Sin embargo, hasta el plan más meticuloso y calculado se tambalea frente a aquello que ningún general, por más estrellas que lleve en el uniforme, puede ordenar ni prever: el azar, ese enemigo silencioso que no figura en los mapas. Aquella noche, fatídica y cargada de tensión, varios de los helicópteros se averiaron incluso antes de alcanzar el punto de reunión acordado. Los que lograron llegar lo hicieron envueltos en un vendaval de polvo y arena —la tristemente célebre sandstorm— que convirtió el cielo en una masa opaca y abrasiva, reduciendo la visibilidad a la nada más absoluta. En medio de aquella oscuridad turbia, donde la orientación era más intuición que instrumento, uno de los aparatos chocó contra un avión cisterna repleto de combustible.

Operacion-Eagle-Claw

La explosión fue tan violenta que iluminó el desierto como si fuera un amanecer infernal, arrancando de golpe ocho vidas estadounidenses y desintegrando en segundos un plan que llevaba meses de preparación. El fuego devoró el silencio y, cuando finalmente se impuso de nuevo la calma, llegó la orden inevitable: abortar. Minutos interminables de desconcierto, consultas nerviosas y silencios cortantes atravesaron la línea directa con la Casa Blanca antes de que el Presidente diera su consentimiento.

El fiasco de Tabas

El desastre de Tabas fue algo más que una operación militar frustrada: fue un terremoto político que sacudió los cimientos de la administración Carter. En los pasillos de Washington, las culpas comenzaron a circular con la misma velocidad que los rumores. Cyrus Vance, secretario de Estado y voz crítica desde el inicio, terminó por dimitir, señalando sin palabras la fractura que corroía al gabinete. Las portadas de los periódicos se llenaron de titulares demoledores —“fiasco en el desierto”, “vergüenza nacional”— y los caricaturistas convirtieron la tragedia en sátira. Carter, que ya luchaba contra la inflación galopante, la crisis del petróleo y una creciente sensación de impotencia internacional, vio cómo su prestigio se evaporaba con la misma rapidez que el combustible derramado en las arenas de Tabas.

Y, aun así, reducir toda aquella catástrofe a una simple ecuación —la operación fracasó y Carter perdió las elecciones— sería tan cómodo como injusto. La realidad, como suele ocurrir, fue mucho más cruel y menos cinematográfica. La crisis de los rehenes en Teherán minó su autoridad durante 444 días, convirtiéndose en una herida abierta que no dejaba de sangrar mientras la economía se desmoronaba y la confianza pública se evaporaba.

Para colmo, el desenlace tuvo un punto de sarcasmo histórico: los rehenes fueron liberados el 20 de enero de 1981, apenas unos minutos después de que Ronald Reagan jurara el cargo en Washington. A ojos del mundo, fue una escena casi teatral: la caída de un presidente y el ascenso de otro, sellados por la liberación simbólica de los cautivos. Un cierre de ciclo que, más que justicia poética, pareció la última ironía del destino.

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Improvisación y lecciones

De aquel episodio queda una enseñanza amarga y persistente: entre el riesgo calculado y el desastre incontrolable hay una frontera tan delgada como una ráfaga de viento en el desierto. Esa línea invisible separa la gloria de la catástrofe y depende, más que de la valentía, de la paciencia, la coordinación y una dosis saludable de humildad. En Entebbe, los israelíes dispusieron de inteligencia precisa, una cadena de mando sin fisuras y un plan ejecutado con la precisión de un reloj suizo.

En Eagle Claw, en cambio, los estadounidenses se vieron atrapados en el laberinto de su propia burocracia, con helicópteros envejecidos, ramas militares que no terminaban de entenderse entre sí y una meteorología que parecía ensañarse con cada intento de corrección. Cuando la épica militar se mezcla con la política y ambos mundos compiten por el protagonismo, el precio siempre se duplica: el de los muertos en el terreno y el del descrédito en los titulares. La arena no solo sepultó restos de metal, sino también parte de la fe en la infalibilidad de la maquinaria estadounidense.

El azar contra los States

Y para colmo, el telón de fondo de todo aquello fue una tragicomedia interna de proporciones shakesperianas. En un rincón del tablero, Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional, defendía la línea dura, el golpe de autoridad frente a Irán; en el otro, Cyrus Vance, secretario de Estado, insistía en la vía diplomática, convencido de que la negociación aún podía salvar vidas y prestigio. Aquella noche crucial, Vance ni siquiera estaba presente: su silla vacía fue el símbolo perfecto del desacuerdo en el corazón del poder.

Carter, aislado entre asesores, presionado por los halcones y con la tormenta de arena rugiendo más allá de las fronteras, tomó la decisión que acabaría marcando su presidencia. La escena —el presidente de gesto sombrío, los teléfonos sonando y el desierto convertido en una trampa mortal— parece sacada de un cómic político o de una tragedia moderna: una superpotencia atrapada por su propio exceso de confianza, viendo cómo el azar, burlón y omnipresente, pulveriza sus planes ante los ojos del mundo.

Lecciones de la operación

Eagle Claw no cabe en un titular ni en una moraleja patriótica empaquetada para consumo rápido. Es, más bien, una lección escrita con arena y fuego sobre la imprevisibilidad humana, sobre los límites de la técnica y sobre la necesidad de humildad en cualquier estrategia que pretenda desafiar al caos. Porque, al final, por muy sofisticados que sean los planes o por muy entrenados que estén los hombres, siempre hay un margen —imprevisible, incómodo, cruel— donde manda el azar y no la voluntad. El verdadero coraje, quizás, no está en lanzarse al vacío con la bandera por delante, sino en reconocer cuándo no conviene jugárselo todo a una carta, cuándo la prudencia pesa más que la gloria.

En el desierto de Tabas no solo se estrellaron helicópteros: se estrelló también una visión de la propia omnipotencia, un espejismo cuidadosamente cultivado durante la Guerra Fría que se evaporó entre el humo y el polvo. Lo que quedó fue una cicatriz, una advertencia y, para quien quiera escucharla, una enseñanza que trasciende el uniforme y el himno: que incluso las superpotencias, a veces, necesitan perder para recordar que son humanas. Y tal vez esa sea la única victoria posible que dejó aquella noche abrasada por la tormenta.


Productos recomendados para profundizar y ampliar información sobre el artículo


Operation Eagle Claw 1980: The disastrous bid to end the Iran hostage crisis: Estudio en inglés sobre la fallida operación de abril de 1980, que aborda logística, meteorología y decisiones políticas; útil para lectores que busquen una reconstrucción técnica y narrativa de los sucesos en Desert One y Tabas.


Desert One: The True Story of Operation Eagle Claw (ebook): Investigación en inglés centrada en la planificación, errores y consecuencias de Eagle Claw; ofrece entrevistas, cronología precisa y análisis táctico que desmenuzan por qué la misión fracasó, aportando material primario y narración detallada para estudios comparativos.


Operación Entebbe: La historia y el legado del rescate israelí: Libro en español que narra la operación israelí de 1976, sus preparativos, ejecución y consecuencias políticas; permite comparar métodos, inteligencia y logística con otras operaciones de rescate internacionales, siendo lectura complementaria para contextualizar la inspiración que motivó misiones como Eagle Claw.


Los rehenes de Teherán (Meneses): Monografía en español que recoge la secuencia de los hechos, reacciones diplomáticas y repercusiones mediáticas de la crisis de 1979-1981; ofrece datos, fechas y análisis periodístico que facilitan la reconstrucción detallada del conflicto, desde la toma hasta la liberación de los cautivos, con un estilo directo y documentado.

LOS REHENES DE TEHERAN (Barcelona, 1981)
  • Equipo New York Times(Autor)

Vídeo

Fuentes consultadas:

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