Corre el año 1913 en Estados Unidos. Un país de contrastes: telégrafo y diligencia, fonógrafo y letrinas de madera, sombreros de copa en Wall Street y gallinas campando por la cocina en las zonas rurales. Es entonces cuando el Servicio Postal decide pegar un volantazo histórico y lanza su flamante “Servicio Postal de Paquetería”. ¡Bravo por la modernidad! Por fin, los ciudadanos podían enviar paquetes más grandes que una carta y más voluminosos que una chocolatina fina.
Ahora bien, lo que nadie se esperaba es que entre los bultos enviados empezaran a aparecer… niños. Sí, personas humanas. Menores de edad, convenientemente etiquetados y franqueados, rumbo a casa de la abuela como si fuesen una caja de galletas. Una innovación logística de dudosa ética pero innegable eficiencia.
El bebé Beagle, o cómo enviar un hijo por quince centavos
La historia arranca apenas unas semanas después de la entrada en vigor del nuevo servicio. Jesse y Mathilda Beagle, vecinos de Ohio, contemplaron a su hijo de ocho meses y cinco kilos de peso con una mirada práctica: no veían un bebé, veían un paquete perfectamente legal.
Por solo 15 centavos (eso sí, asegurado por 50 dólares, no fueran a perderlo por el camino), enviaron al pequeño James a casa de su abuela, que vivía a unos kilómetros de distancia. El bebé no fue echado en un buzón, tranquilos, sino acompañado por un cartero de confianza. Faltaría.

Este primer envío causó tal revuelo que los periódicos lo recogieron con una mezcla de regocijo sensacionalista y entrecejo arqueado. No era ilegal. Era insólito. Y, sobre todo, barato. Mucho más barato que un billete de tren. Y como todo lo barato y eficaz, pronto cundió el ejemplo.
Charlotte May, la niña que viajó como un pollo
Un año después, el 19 de febrero de 1914, otra historia se coló en los anales del correo insólito. La pequeña Charlotte May Pierstorff, de cuatro años, fue enviada desde Grangeville hasta Lewiston, en Idaho, a unos nada despreciables 115 kilómetros de distancia. Su historia alcanzó tal notoriedad que acabaría convertida en un libro infantil: Mailing May. Ironías de la vida, lo que comenzó como una solución logística y económica se transformó en literatura ilustrada.
Charlotte no fue embalada en una caja ni enviada en un saco de lona con un cartel de “frágil”. Su situación fue algo más digna. Viajó como pasajera en el tren postal, acompañada por su tía lejana (que trabajaba para el servicio de correo ferroviario). Eso sí, el billete no fue expedido a nombre de “niña de cuatro años”, sino como si fuera un ave de corral. Literalmente. Bajo la tarifa de un pollo. Un pollo con coletas, eso sí, y probablemente algo más parlanchín.
La lógica era aplastante: si un paquete no excedía el peso máximo y podía ser entregado en una dirección concreta, ¿por qué no incluir a los niños? Al fin y al cabo, no eran muchos más escandalosos que una caja de herramientas o una cesta de huevos.
La burocracia se planta
Pero como ocurre con todas las ideas brillantes que implican una pizca de insensatez, alguien al final dijo basta. Y ese alguien fue la propia administración postal. En junio de 1913 ya comenzaron a aparecer artículos en The Washington Post, The New York Times y Los Angeles Times alertando de la práctica. Aunque la niña May fue enviada en 1914 (¡un año después del primer decreto!), la norma no se aplicaba con rigidez. Los carteros seguían haciendo la vista gorda.

No fue hasta que el flujo de pequeños paquetes con piernas se hizo demasiado notorio que se decidió cortar por lo sano. La dirección de correos dictaminó que las personas, por muy pequeñas que fueran, no eran aptas para ser enviadas en formato postal. Una decisión polémica, porque en ciertas zonas rurales, los carteros eran las únicas personas que llegaban a diario, conocían a todas las familias y eran, en muchos sentidos, más fiables que los propios servicios de transporte convencionales.
Los carteros rurales: héroes, niñeras y contrabandistas de infancia
Aquí no estamos hablando de carteros de ciudad con uniforme impoluto y horario de oficina. No. Los carteros rurales de principios del siglo XX eran figuras casi legendarias: atravesaban montañas, sorteaban tormentas y, de paso, transportaban bebés como si fuesen paquetes prioritarios. El grado de confianza que las comunidades depositaban en ellos era tal que se les entregaban niños sin pestañear, con una etiqueta en la solapa y, a veces, incluso con una galleta de despedida.
En un entorno donde los trenes no paraban en todos los pueblos, donde un viaje en coche podía durar días (si es que había coche), y donde una abuela enferma podía ser motivo suficiente para improvisar, los carteros eran la última frontera entre el aislamiento y el contacto humano. Literalmente, los carteros eran héroes rurales.
La ley lo prohibió, pero la leyenda continúa
Aunque la práctica fue oficialmente prohibida, algunos historiadores sostienen que siguió dándose esporádicamente durante unos años más, disfrazada de «acompañamiento informal». Es decir, el cartero se llevaba al niño porque pasaba por allí, no porque lo llevara como parte del correo. Una triquiñuela semántica que no engañaba a nadie, pero que permitía a muchas familias seguir enviando a sus hijos sin recurrir a transportes prohibitivos o inexistentes.
La imagen de un niño con sello en la chaqueta y dirección en la espalda se convirtió en símbolo de una época donde el ingenio suplía la logística, y donde la línea entre lo absurdo y lo necesario era tan fina como un sobre de carta.
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Fuente: Kqed
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