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El Lipsi: el baile políticamente correcto de Alemania del Este

Hubo un tiempo —y no tan remoto como quisiéramos creer— en que las caderas de Elvis Presley eran consideradas una amenaza para el orden mundial. No por razones anatómicas, que también podrían debatirse, sino por su capacidad de provocar agitaciones sísmicas en los cimientos ideológicos del bloque oriental. Corrían los años 50, tiempos de Guerra Fría, telones de acero y paranoias en estéreo. Y en medio de esa escena, la República Democrática Alemana (RDA) decidió que lo mejor para mantener la moral proletaria intacta no era educar, reprimir o predicar… sino inventar un baile nuevo. Uno que no menease el alma ni, por supuesto, la pelvis.

Así nació el Lipsi. Sí, como suena. Un nombre tan anodino como el paso de sus compases. Un intento de coreografía sin erotismo, sin swing, sin gracia. Un baile de salón con pretensiones ideológicas, concebido en los despachos del Partido Socialista Unificado Alemán con la misma pasión que se dedica a redactar el manual de uso de un tractor.

Contexto histórico: cuando bailar era subversivo

A mediados del siglo XX, Alemania estaba partida como una tarta de cumpleaños mal cortada. En este decorado, la música occidental no era solo ruido: era un caballo de Troya cultural, una herramienta de propaganda imperialista con corcheas, peinados pompadours y pantalones ajustados.

Las juventudes de la RDA, como era de esperar, no se mostraban entusiasmadas por aprender ruso o marchar en fila india. Preferían escuchar rock’n’roll, practicar el swing en los sótanos o, peor aún, imitar los pasos de Elvis. ¿Cómo competir contra eso?

La respuesta del régimen fue digna del mejor realismo socialista: si no puedes censurar el baile que todo el mundo quiere bailar, crea uno que no dé ganas de bailarlo.

El nacimiento del Lipsi: entre Leipzig y la rigidez coreográfica

El nombre “Lipsi” proviene de Lipsia, el nombre latino de Leipzig, ciudad donde se gestó esta oda al control corporal. La idea partió de una pareja de bailarines profesionales, Christa y Helmut Seifert, que colaboraron con las autoridades culturales de la RDA para diseñar un baile decente, inocuo y —he aquí el matiz importante— socialista.

Su estructura musical era simple: cuatro por cuatro, como cualquier foxtrot modesto. Pero el tempo, ay, el tempo, era más propio de un desfile de ancianos que de una discoteca juvenil. Nada de giros sensuales, nada de contacto intenso, nada de movimientos de cintura que pudieran sugerir —¡Lenin nos libre!— algún tipo de deseo humano.

La idea era combinar elegancia y recato, dinamismo y autocontrol. El resultado fue una especie de paso-marcha a medio camino entre la gimnasia rítmica de un desfile soviético y un vals deprimido.

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El Lipsi en acción: la gran campaña

Por si el nombre no fuera suficiente repelente natural, el régimen decidió lanzar el Lipsi con toda la artillería propagandística. Y aquí es donde la historia adquiere ese tono tragicómico que tanto adoran los historiadores con sentido del humor.

Se imprimieron folletos explicativos, se organizaron talleres en escuelas, fábricas y sindicatos. Se transmitieron programas de televisión en los que simpáticas parejas ejecutaban los pasos con una sonrisa congelada. Incluso se escribió una canción oficial: “Heute tanzen alle den Lipsi” (“Hoy todos bailan el Lipsi”). Lo que sonaba más a amenaza que a invitación.

Las orquestas de baile de la época se vieron obligadas a incluir el Lipsi en su repertorio, bajo pena de ser acusadas de promover desviaciones culturales. Pero ni la censura ni la disciplina pudieron lograr lo que ni siquiera el diablo habría intentado: que los adolescentes bailaran algo diseñado por burócratas.

Recepción popular: de la vergüenza ajena al olvido colectivo

Como era previsible, el público juvenil respondió con una mezcla de estupor, risa nerviosa y rápida huida. El Lipsi no solo era artificial hasta la médula; era ridículamente poco sexy. En una época en que los jóvenes del otro lado del muro se dejaban llevar por el frenesí del twist, el beat y el rockabilly, pretender que alguien prefiriera el Lipsi no parecía razonable.

La juventud de la RDA no tardó en rechazar el invento. Incluso dentro del partido hubo cierta incomodidad: si bien muchos lo defendieron en público, pocos se atrevieron a bailarlo en privado. Se convirtió en el secreto vergonzante de la cultura socialista, una especie de primo torpe del foxtrot que nadie quería invitar a las fiestas familiares.

¿Por qué fracasó? Una autopsia del paso prohibido

Más allá del esperpento que supone imaginar un baile «oficial», el caso del Lipsi ilustra a la perfección las contradicciones del control cultural en los regímenes autoritarios. El intento de fabricar una alternativa patriótica a una forma de expresión tan espontánea como el baile solo revela lo poco que entendían los dirigentes de la naturaleza humana.

lipsi

Creían que se podía sustituir la emoción por disciplina, el ritmo por obediencia, el deseo por doctrina. Pero la historia del Lipsi es también la historia de un fracaso inevitable: no se puede imponer el entusiasmo, ni legislar el gusto.

Además, resulta enternecedor pensar que, en plena carrera armamentística y con medio mundo al borde del apocalipsis nuclear, alguien en Berlín oriental creyera que el verdadero peligro eran los giros de Elvis Presley.

El Lipsi hoy: arqueología del absurdo

Como tantos artefactos culturales nacidos de la planificación estatal, el Lipsi fue arrinconado, olvidado y finalmente archivado en el cajón de las rarezas. Hoy solo sobrevive en vídeos granulados de archivo, en alguna tesis doctoral sobre control social y, por supuesto, en la memoria de quienes aún creen que el Estado no debería haber intentado coreografiar las pasiones.

Hay grupos de baile que lo han rescatado como curiosidad histórica, algunos en tono de homenaje, otros con el mismo espíritu con que uno se disfraza de dinosaurio en Carnaval.

El Lipsi no es una herencia cultural, sino una advertencia: no se juega con el ritmo si no se sabe bailar.


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Fuentes consultadas: Berlinoschule WalledinBerlin

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