Si existiese un edificio de la música ligera española, José Luis Perales ocuparía el ático de la calma. Su voz susurra, sus letras emocionan, y sus conciertos suelen transcurrir con la misma serenidad con la que alguien se toma una infusión de manzanilla en un balneario. Pero incluso en ese universo de serenidad hay espacio para el disparate. Y lo que ocurrió una noche con su célebre canción “Que canten los niños” demuestra que la realidad a veces escribe escenas que ni Berlanga habría osado siquiera soñar.
El ritual de la canción emblemática
La tradición dictaba algo casi ceremonial: en mitad de la interpretación de “Que canten los niños”, un grupo de pequeños subía al escenario. El cantautor los acogía con ternura, invitaba a uno de ellos a sentarse a su lado en un taburete y todo el teatro se impregnaba de un aire solemne, de esos que hacen llorar hasta a los que juran ser inmunes al sentimentalismo. Aquella canción, estrenada en 1986, se había escuchado incluso en la mismísima sede de las Naciones Unidas, un lugar poco dado a la improvisación, lo cual ya dice bastante del peso simbólico que arrastra.
Era, por tanto, un momento esperado, coreografiado y repetido en centenares de escenarios. Un instante perfecto… hasta que dejó de serlo.
El niño inesperado
La espectáculo parecía transcurrir sin fisuras. Los chavales subieron al escenario, sonrientes y algo intimidados. Perales, siguiendo la liturgia, tomó en brazos al que creyó un niño menudito y lo colocó a su lado. Hasta ahí todo encajaba con lo acostumbrado.
Lo extraño fue la reacción de la sala: en vez de emocionarse, el público empezó a reír. Primero tímidamente, luego con carcajadas que iban creciendo como un incendio forestal. Algo no cuadraba.
El cantante, acostumbrado a la solemnidad, se preguntaba qué demonios estaba ocurriendo. Y la respuesta estaba a escasos centímetros de él mismo: aquel supuesto niño no lo era. En realidad, se trataba de un adulto de baja estatura, rondando el medio siglo de vida, que no sólo se dejó llevar en brazos, sino que se vino arriba y empezó a bailar grotescamente mientras aprovechaba la situación para saludar al público con gestos burlones.
Una escena más cercana a Torrente que a un recital de José Luis Perales.
La reacción del maestro
Cualquier otro habría interrumpido la canción, soltado un improperio o salido del paso con torpeza. Pero Perales, hombre de temple y oficio, optó por continuar. Colocó al “niño” adulto en el taburete, buscó rápidamente a un verdadero infante para sostenerlo en brazos, y prosiguió con la interpretación como si nada. Una especie de malabarismo emocional entre lo solemne y lo ridículo, resuelto con la elegancia del que lleva demasiados años sobre las tablas como para dejarse desbordar por la sorpresa.
La anécdota acabó por humanizar aún más a un artista que siempre ha proyectado una imagen de serenidad casi marmórea. Si la canción era un canto a la inocencia, aquella función terminó convertida en un canto a lo inesperado. Porque la vida, incluso en los escenarios más controlados, siempre se reserva una carta sorpresa.
El episodio Bolsonaro-enano
No se crean que sólo le ha pasado a Perales; observen como el político brasileño también cogió en brazos al «niño» equivocado.
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Que canten los niños
Fuente: Europa Press
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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