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La vida y hazañas de Daja-Tarto: el faquir que desafió los límites humanos

Que el lector se acomode. Imagínese en una función del Circo Price en plena posguerra: olor a serrín recién esparcido, un toque de anís en el ambiente y la curiosidad chispeando ante la posibilidad de ver a un hombre tragarse una bombilla mientras una señora de luto eterno se abanica con dramatismo desde la tercera fila. Porque lo que sigue no es solo la historia de un faquir, sino la de un auténtico camaleón con bigote que convirtió su cuerpo en espectáculo, su vida en novela y su estómago en un auténtico triturador multiusos.

Gonzalo Mena Tortajada (Cuenca, 1904), comprendió pronto que la realidad ordinaria se le quedaba corta. Hijo de sastre y con vocación de sufrir en público, pasó de botones en el Hotel Ritz a crío correccional en Santa Rita con la misma facilidad con la que otros se cambian de zapatos. Su primer roce con la jet set ocurrió mientras cargaba las maletas de Charles Chaplin o Antonio Maura. Un entrenamiento de alto nivel, vaya, para alguien que acabaría solicitando voluntarios del público para lanzarle objetos cortantes sin pestañear.

De Cuenca al Ganges… pasando por Melilla

Su biografía oficial —y la igualmente extravagante versión oficiosa— está sospechosamente llena de lagunas. Lo que sí parece innegable es que, tras un dramático desencuentro con un tren en Talavera de la Reina —acontecimiento que, para colmo, coincidió con la fatídica muerte del torero Joselito—, Gonzalo comprendió que la vida de fugado tenía su aquel, su dosis de aventura y su inevitable toque de caos. Con la imprudencia de quien se deja llevar por el azar, se trasladó a Barcelona, se embarcó rumbo a Melilla y, en plena resaca emocional y sanitaria del desastre de Annual, se alistó en el ejército con la misma naturalidad con la que otros se apuntan a un curso de cocina mientras soñaba en convertirse en un torero famoso.

Allí, entre barro, mosquitos y burocracia militar, contrajo el tifus. Tras sobrevivir a esta experiencia, tomó una decisión: los toros no eran el camino que su imaginación anhelaba; lo suyo iba más por el lado del martirio ilustrado, del espectáculo que combina dolor y sorpresa, y de la autoproclamada inmortalidad escénica.

Misterios hindúes

Por capricho del destino, la casualidad o quizá un guiño del azar cósmico, descubrió un libro titulado Misterios de la India, que lo impactó más que los sermones interminables de Millán Astray. Entre agujas hipodérmicas, rituales místicos y camellos con aire de sabios centenarios, Gonzalo tuvo la sensación de estar ante una epifanía: una revelación que le indicó que su cuerpo podría ser instrumento de prodigios, su estómago laboratorio de lo imposible y su vida un escenario de leyenda.

Daja-Tarto

Y así, con la pompa de un truco anunciado y la audacia de un escapista en plena función, nació Daja-Tarto. Nombre que no es otra cosa que Tortajada al revés, con la musicalidad de un encantador de serpientes, la teatralidad de un mago de feria y el misterio que concede saberse capaz de desafiar al dolor y a la lógica. Un alias que prometía aventuras, acrobacias imposibles y la certeza de que, mientras uno no tema tragarse una navaja ni un puñado de clavos, la inmortalidad escénica está a un solo número de distancia.

La forja de un faquir

Para hacerse un hueco en los escenarios, Daja-Tarto recurrió a lo que hoy llamaríamos personal branding. Turbante, capa, pedrería y un porte entre Maharajá de bolsillo y vendedor de crecepelo. Fue el representante Pascual Escudero quien lo introdujo en el mercado del dolor consentido con ribetes místicos, donde triunfaban las modas orientales, los misterios del yoga y las prácticas que hoy solo se ven en TikTok o en quirófanos de urgencias.

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Su número comenzaba con música compuesta expresamente por el maestro Bienvenido García. Bailarinas, incienso y una puesta en escena que habría hecho tomar apuntes a Cecil B. DeMille.

Daja-Tarto

Pero el verdadero clímax del espectáculo era él: el hombre que primero se bebía un vaso como quien toma un sorbo de agua, y luego, con calma teatral, lo engullía entero, dejando a los espectadores entre el asombro y el horror fascinados. No era un truco ni un efecto de cámara: cada fragmento de vidrio recorría su garganta y estómago como si fueran caminos ya conocidos, y él, impasible, continuaba con su acto como si nada. Para aumentar la emoción, el público tenía la libertad de participar en su propio riesgo: se le permitía aportar cualquier objeto que considerara “interesante” para la digestión del faquir.

Las opciones eran tan variadas como absurdas: insignias masónicas, relojes de bolsillo, bigotes postizos o cualquier cosa de metal medianamente masticable que alguien considerara “adecuada” para ser convertida en cena escénica. Cada nuevo aporte generaba un silencio expectante, seguido de murmullos nerviosos y algún que otro grito de horror o entusiasmo, mientras Daja-Tarto continuaba su acto, indiferente a la lógica, al dolor y a la prudencia, consolidando así su reputación de invencible y extravagante maestro del sufrimiento con estilo.

Y todo esto sin anestesia. Ni gastroenterólogo de guardia agazapado entre bambalinas.

Radiografías y rituales

Tanta ingestión poco ortodoxa no pasó desapercibida para la ciencia. El Hospital General de Madrid lo invitó cordialmente a una sesión de rayos X tras zamparse una bombilla con bario. Y las radiografías, que no mienten, mostraron un estómago más blindado que la caja fuerte de un banco suizo. “El destino se pone de su parte”, titulaba la revista Estampa, entre el asombro y el desconcierto.

Daja-Tarto no era solo resistente al dolor, era también inmune a la lógica. Su cuerpo soportaba serrín, tiza, clavos, cuchillas, cemento, plomo fundido, botellas rotas, espadas… Un catálogo de castigos medievales aplicados a alguien que los engullía sin despeinarse.

Matrimonio y faquira

En Santander conoció a Dionisia Gallardo, ex-miss Castilla y futura compañera de torturas voluntarias, cuya elegancia y temple complementaron al de su flamante pareja. Se casaron en 1932 y, a partir de entonces, Dionisia asumió el papel de faquira paterneri, un nombre que parece sacado de una opereta y que evocaba un exotismo de feria de provincias, entre lo místico y lo cómico. Su función no era menor: aportaba un contrapunto de gracia y presencia femenina que suavizaba, aunque fuera mínimamente, el brutal impacto visual de clavos, cuchillos y vidrios.

En otras palabras, su mera presencia otorgaba cierto contexto teatral a tanto sufrimiento performativo, evitando que el espectáculo degenerase únicamente en una demostración de masoquismo calculado.

Juntos recorrieron España llevando su espectáculo de ciudad en ciudad, combinando espiritismo, martirios hindúes, escapismo de barra fija y acrobacias. En uno de estos números, Daja-Tarto fue enterrado vivo durante una corrida, y no hablamos en sentido figurado: el público contuvo la respiración mientras el faquir permanecía bajo tierra.

En otra ocasión, en un arranque de osadía y quizás de exceso de confianza, intentó hipnotizar a un toro bravo, con el éxito que uno podría imaginar: el animal respondió con una cornada memorable. Cada nuevo número era un reto al sentido común, una danza entre la muerte y la ilusión que mantenía a la audiencia al borde de sus butacas, oscilando entre la fascinación, el horror y la incredulidad más absoluta.

Crucifixión, gangrena y casinos portugueses

En Coimbra, Portugal, el faquir protagonizó un episodio que merece su propia enciclopedia: permanecer crucificado durante 400 horas. El motivo de tan extravagante performance era saldar una deuda de juego adquirida en el Casino de Estoril. Al parecer, el dolor físico le resultaba más llevadero que el financiero.

La experiencia fue tan rentable que decidió mejorarla con tecnología: se mandó fabricar unos clavos con rosca para poder repetir la hazaña. La falta de higiene le regaló una infección que casi le cuesta las manos.

Espíritu patriótico y apariciones espectrales

Durante la Guerra Civil, Daja-Tarto actuó para las tropas franquistas. Fue una estrella de la retaguardia y hasta organizó sesiones de espiritismo privado para el general Aranda, donde supuestamente se manifestaban Felipe II y Napoleón Bonaparte. ¿Místico? ¿Charlatán? ¿Entretenedor con buenas conexiones? A saber.

Lo cierto es que, finalizada la contienda, intentó volver a los escenarios con desigual fortuna. La televisión y el cine le dieron pequeños papeles, generalmente haciendo de sí mismo, o de una versión más aséptica y llevadera para el gran público.

Final con lentejuelas… y papel de lija

Su retiro llegó en 1969, tras un accidente durante el rodaje de Cañones para Córdoba. Un foco le cayó en la cabeza mientras se introducía un cuchillo por la nariz. Sufrió un desprendimiento de retina y tuvo que batallar en los juzgados para que le reconocieran la invalidez.

A partir de ahí, comenzó una etapa más tranquila, acompañado de su familia, su perra y el eco de sus glorias pasadas.

Daja-Tarto

Fue homenajeado con la Medalla de Oro del Circo por los Hermanos Tonetti y se le hizo una figura en el Museo de Cera de Madrid, atravesada por agujas y clavos, como mandaban los cánones. Poco después, el muñeco fue retirado discretamente y almacenado en algún trastero, quizás junto a otros ilustres olvidados del espectáculo español.

Daja-Tarto falleció en 1988. Su último deseo: que su ataúd estuviera forrado de cristales rotos y su cuerpo envuelto en papel de lija. Un guiño final de quien jamás dejó de hacer del dolor un arte, del sufrimiento un negocio, y del absurdo una manera de estar en el mundo. Porque no todo el mundo puede presumir de haberse comido una bombilla… y haber digerido la Historia sin despeinarse.


Fuentes:

Wikipedia – Gonzalo Mena Tortajada
https://es.wikipedia.org/wiki/Gonzalo_Mena_Tortajada

Historia Hispánica – Gonzalo Mena Tortajada
https://historia-hispanica.rah.es/biografias/46678-gonzalo-mena-tortajada

La Vanguardia – Daja-Tarto, el torero frustrado que comía cemento y se enterraba vivo en las plazas
https://www.lavanguardia.com/cultura/20170425/422015293023/daja-tarto-fakir-torero-anecdotas.html

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