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Los últimos de Filipinas (1945): historia de la película

El 28 de diciembre de 1945, cuando Europa aún intentaba recomponerse entre escombros y silencios tensos, en el cine Avenida de Madrid se encendieron las luces para recibir un estreno cargado de intención: Los últimos de Filipinas, dirigida por Antonio Román. La cinta fue distinguida como “película de Interés Nacional”, una categoría que en aquella España no tenía nada de capricho cultural y sí mucho de aval político, económico y simbólico.

El país vivía entonces en un aislamiento casi asfixiante. Las potencias vencedoras de la recién terminada Segunda Guerra Mundial miraban a España con recelo, recordándole su proximidad ideológica con regímenes derrotados y su condición de dictadura sin disimulos. En medio de la autarquía, las cartillas de racionamiento y una moral católica vigilante, el cine se convirtió en un escenario idóneo para moldear imaginarios. Todo valía para levantar la autoestima colectiva: gestas heroicas, sacrificios, banderas ondeando con orgullo y un relato muy concreto de lo que se quería que significara “ser español”.

Los últimos de Filipinas (1945): historia de la película

En ese clima, Los últimos de Filipinas irrumpió como un flotador emocional. Si la vida cotidiana era gris, siempre podían desempolvarse episodios coloniales para insuflar ánimos, aunque el viejo imperio ya fuese más un recuerdo que una realidad.

De la iglesia de Baler al celuloide: la historia que se ficcionaliza

La película recrea el sitio de Baler, aquel episodio en el que una guarnición española se atrincheró en la iglesia del pueblo filipino del mismo nombre entre 1898 y 1899. Durante 337 días, alrededor de medio centenar de soldados resistió negándose a aceptar que la guerra había concluido y que Filipinas ya no era española. Para ellos, la rendición equivalía a una traición, incluso cuando el propio país había firmado la pérdida de sus últimas posesiones ultramarinas.

En la pantalla, el capitán Enrique de las Morenas y Fossi y el teniente Saturnino Martín Cerezo representan una obstinación casi suicida convertida en virtud épica. Sus hombres, aferrados a la bandera y al sentido del deber, defienden una iglesia que se viene abajo a golpes de hambre y enfermedad. La realidad fue menos heroica y más amarga: beriberi, disentería, deserciones, fusilamientos entre camaradas y una mezcla incómoda de valor, desinformación y testarudez administrativa.

Los últimos de Filipinas (1945): historia de la película

El guion, basado en un libreto radiofónico de Enrique Llovet y en los textos de Enrique Alfonso Barcones y Rafael Sánchez Campoy, toma los hechos históricos y los reordena con la intención de construir una novela patriótica en imágenes. No pretende documentar, sino dramatizar: pulir lo áspero, abrillantar lo incómodo y adaptar la historia a los códigos morales del franquismo naciente.

El público de la época buscaba emoción y consuelo más que revisión crítica. Nadie esperaba una reflexión sobre el colonialismo, la explotación o el declive imperial. El espectador acudía dispuesto a emocionarse con la lealtad, el valor y el sacrificio, aunque ese sacrificio hubiera servido para sostener una posesión colonial ya agonizante.

Antonio Román y su pelotón de estrellas

Tras la cámara estaba Antonio Román, un director bien posicionado en el primer franquismo y uno de los nombres más prolíficos del momento. Los últimos de Filipinas se convirtió en uno de sus mayores éxitos y afianzó su lugar dentro de la industria. Ya había demostrado su sintonía con los proyectos afines al régimen, como su participación en el guion de Raza, y se movía con soltura entre dramas históricos y relatos patrióticos.

El reparto reunía a figuras muy reconocidas: Armando Calvo como el teniente Martín Cerezo, José Nieto como el capitán de las Morenas, Guillermo Marín en el papel del médico Vigil y Manolo Morán aportando el toque de humor. Entre ellos aparecía un joven Fernando Rey, todavía lejos de la proyección internacional que alcanzaría años después, pero ya dotado de esa elegancia natural que lo convertiría en un icono. También asomaba Tony Leblanc, aún en los primeros compases de una carrera que llegaría a ser mítica.

Los últimos de Filipinas (1945): historia de la película

La producción corrió a cargo de Alhambra-CEA, un tándem habitual de la época, y optó por convertir Málaga en una Filipinas improvisada. El Jardín Botánico Histórico La Concepción y una cala cercana a Maro, en Nerja, sirvieron como selva tropical y costa asiática. Con una fotografía cuidada y algo de imaginación, el resultado cumplía su función con sorprendente eficacia.

Película de Interés Nacional: privilegios, propaganda y taquilla

La categoría de “película de Interés Nacional” era mucho más que un simple título. Implicaba ventajas sustanciales: permisos más amplios para importar y doblar películas, subvenciones que en algunos años podían alcanzar la mitad del presupuesto, prioridad en la exhibición y una campaña promocional asegurada, repetida en todos los medios oficiales.

El mensaje implícito era claro. Para los exhibidores: esto es lo que hay que proyectar. Para el público: esto conviene verlo. La clasificación como “tolerada menores” facilitaba además que acudieran familias enteras, reforzando la difusión del relato. En los años cuarenta, el cine español era un instrumento propagandístico de primer orden, sometido a una censura férrea que vigilaba contenidos, gestos, diálogos y hasta silencios.

En Los últimos de Filipinas se exaltan la disciplina, la obediencia, el sacrificio y la superioridad moral de la causa española, envueltos en la nostalgia del imperio perdido. Un bálsamo ideológico perfecto para una nación que acababa de ser marginada en el tablero internacional.

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“Yo te diré”: una habanera que valía más que un discurso

De todas las escenas, ninguna tuvo un recorrido tan largo como la que incluye la canción “Yo te diré”. Compuesta expresamente para la película, con letra de Enrique Llovet y música de Jorge Halpern, la pieza se convirtió en un éxito inmediato. La interpreta en pantalla la actriz Nani Fernández, aunque la voz pertenece en realidad a María Teresa Valcárcel, una de tantas cantantes que prestaron su talento sin figurar en los créditos.

En la trama, la habanera funciona como arma emocional. Los insurgentes filipinos usan la música para minar la moral de los sitiados, que escuchan la melodía como un recordatorio melancólico de lo que han dejado atrás. Fuera de la ficción, la canción vivió una vida propia: lideró la recaudación de la SGAE en su año, recorrió escenarios, radios y salones, y fue versionada por infinidad de artistas, desde Antonio Machín hasta Karina.

Es irónico que una epopeya militar acabe recordándose, sobre todo, por una habanera dulce y nostálgica. Pero España, país de zarzuelas, verbenas y pasodobles, tiende a grabar en la memoria aquello que se canta, no lo que se declama solemnemente.

Málaga tropical y Filipinas de cartón piedra

El rodaje malagueño permitió construir una Filipinas imaginaria pero convincente. El Jardín Botánico La Concepción, con su vegetación exuberante, proporcionó el marco perfecto para las escenas selváticas, mientras que una cala de Maro suplió al litoral del Pacífico sin mayores problemas. La fotografía de Heinrich Gärtner, uno de los operadores más prestigiosos del momento, reforzó la ambientación con un uso expresivo de la luz y los contrastes, acentuando la sensación de encierro, humedad y tensión.

Hoy resulta evidente el artificio: decorados que parecen tímidos, un maquillaje tropical algo domesticado y una visión muy parcial del mundo filipino. Pero en los años cuarenta, cuando viajar era un lujo casi inexistente, esas imágenes servían de ventana exótica a un público que rara vez salía de su provincia.

La representación colonial, sin embargo, estaba moldeada para reforzar el protagonismo español. Los filipinos aparecen como colectivo, raramente como individuos, y sus motivaciones quedan relegadas a un papel secundario. La cinta domestica el pasado, lo simplifica y lo acomoda a una narrativa de heroísmo sin demasiadas aristas.

Recepción, éxito comercial y mitología nacional

Tras su estreno madrileño, la película llegó a Barcelona y pronto a numerosas provincias, cosechando aplausos y llenos en muchas salas. Los programas de mano y la crítica oficial hablaban de “obra perfecta de la cinematografía”, fórmula que mezclaba entusiasmo institucional y fe en un cine nacional que aspiraba a consolidarse pese a las limitaciones técnicas y económicas del momento.

La cinta recibió distintos reconocimientos, incluidos premios del recién creado Círculo de Escritores Cinematográficos. Para el público, la mezcla de acción bélica, romance, patriotismo y música resultó irresistible.

Durante décadas, Los últimos de Filipinas se convirtió en un clásico recurrente en la televisión pública. Cada reposición reforzaba una imagen solemne de la historia nacional, aunque a partir de los años setenta empezaron a surgir miradas más críticas sobre el colonialismo y sobre el uso del cine como herramienta ideológica.

La expresión “los últimos de Filipinas” terminó por desbordar la pantalla y el propio episodio histórico. Se transformó en una metáfora popular para referirse a quienes resisten contra todo pronóstico, aferrados a una causa perdida. Con el tiempo, la frase ha servido para describir tanto a sindicalistas testarudos como a un grupo de amigos que se niegan a marcharse del bar cuando el camarero recoge las sillas.

Comparaciones incómodas: la versión de 2016 y el envejecimiento del mito

En 2016 se estrenó 1898: Los últimos de Filipinas, dirigida por Salvador Calvo, que revisaba el mismo episodio desde una perspectiva más contemporánea. El simple hecho de añadir el año al título revelaba que la película de 1945 continuaba siendo la referencia principal. La nueva versión apostaba por un enfoque más crítico, menos idealizado, mostrando fisuras internas, dilemas morales y una representación más compleja de los filipinos.

Comparar ambas obras ofrece casi una pequeña lección sobre la evolución de la mirada española hacia su pasado colonial. La cinta de Román glorifica el sacrificio y evita cualquier cuestionamiento, mientras que la de 2016 introduce matices incómodos y una sensibilidad más acorde con los debates actuales. Sin embargo, permanecen elementos comunes: la fascinación por un grupo de hombres encerrados, la tensión entre deber y supervivencia y el atractivo persistente de un episodio que mezcla épica, tragedia y obstinación.

Que todo ese imaginario naciera, cinematográficamente, en un frío diciembre de 1945, con una España hambrienta refugiándose en la oscuridad de un cine para recordar un imperio que ya no existía, dice mucho del poder del cine para crear refugios simbólicos y relatos duraderos.

Vídeo: “Los Últimos de Filipinas – Historia REAL (Sitio de Baler)”

Fuentes consultadas

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