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Disturbios de Niká: cuando unos “ultras” de cuadrigas pusieron contra las cuerdas a Justiniano

En enero del año 532, Constantinopla descubrió por las malas que mezclar impuestos desorbitados, fervor deportivo llevado al extremo y política imperial era tan sensato como dejar una candela encendida junto a un barril de aceite. Durante una semana entera, la capital bizantina ardió de verdad, mientras Justiniano I, emperador ambicioso donde los hubiera, oscilaba entre huir como un hombre prudente o quedarse y arriesgarse a que su nombre pasara a la historia tallado en una lápida.

El propio nombre de la revuelta nació del grito que envolvió la ciudad como un vendaval: “¡Niká!”, “¡Victoria!”. Lo que empezó por dos condenados a muerte de las facciones de las carreras de cuadrigas —Azules y Verdes— terminó con decenas de miles de cadáveres, media ciudad reducida a escombros y una enseñanza sencilla y universal: jamás subestimar a una afición mosqueada.

Constantinopla, donde las cuadrigas eran el auténtico “deporte nacional”

Para comprender por qué unos disturbios surgidos en un hipódromo casi derriban a un emperador, conviene mirar la vida diaria de Constantinopla sin la bruma romántica del pasado. El corazón popular de la ciudad no era el Gran Palacio ni siquiera la imponente Santa Sofía, sino el Hipódromo, una mole dedicada a las carreras de carros encajada junto al propio palacio imperial. Desde allí, Justiniano asistía a los espectáculos como quien vigila al mismo tiempo a sus súbditos.

En ese escenario bullían los demoi, las facciones organizadas que animaban a los equipos y actuaban como verdaderos bloques sociales. Al principio existieron cuatro colores: Azules, Verdes, Rojos y Blancos. Con el paso del tiempo, los dos primeros se impusieron y se convirtieron en algo más que simples hinchadas apasionadas: eran agrupaciones con identidad política, redes clientelares y ambiciones propias.

disturbios de nika

Simplificando mucho, los Azules tendían a representar a propietarios acomodados, aristócratas y corrientes religiosas alineadas con la doctrina oficial. Los Verdes, en cambio, arrastraban un perfil más humilde: artesanos, comerciantes, pequeños propietarios y una simpatía notable hacia tendencias religiosas vistas como incómodas desde el poder.

Nada era suave ni civilizado. Aquellas facciones funcionaban como organizaciones con jefes, grupos violentos y una predisposición notable a convertir cualquier diferencia en una trifulca monumental. Los altercados después de las carreras no eran excepciones, sino una parte más del espectáculo.

El emperador, por supuesto, no podía mirar para otro lado. Los demoi servían al Estado para canalizar el ánimo popular y, cuando convenía, para inclinar opiniones. Justiniano intentó jugar un equilibrio imposible; la consecuencia sería un incendio político de proporciones bíblicas.

Justiniano y Teodora: reformas ambiciosas, enemigos por doquier

Justiniano ascendió al trono con una lista de proyectos larga como un día sin pan. Quería recuperar territorios perdidos, reorganizar la administración, ordenar la legislación del Imperio y convertir su reinado en ejemplo de autoridad y grandeza. Su célebre Corpus Iuris Civilis sería una de las bases del derecho europeo siglos después. Pero todo eso costaba una fortuna.

Para sufragar campañas militares, acuerdos diplomáticos y obras públicas, el emperador aplicó una política fiscal que recordaba más a un extintor lanzando gasolina que a una estrategia prudente. Con la ayuda de Juan el Capadocio y del jurista Triboniano, exprimió al pueblo y a las élites. La ciudad hervía con rumores de corrupción, abusos y arbitrariedades.

En este escenario apareció Teodora, una de las personalidades más llamativas del periodo. Debido a su pasado como actriz —y quizá prostituta, según detractores poco sutiles—, abundaron los chismes destinados a desacreditarla. Aun así, terminó ejerciendo como emperatriz con un peso político real. Su carácter firme y su claridad estratégica la hicieron indispensable en la corte.

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Justiniano y Teodora simpatizaban abiertamente con los Azules, lo que aumentaba la tensión con los Verdes. Para intentar controlar la situación, el emperador probó a distanciarse de ambas facciones, pero solo consiguió irritar a las dos. Cuando un gobernante descontenta al mismo tiempo a bandos enemigos, el desenlace nunca es amable.

De un ahorcamiento chapucero al rugido de “¡Niká!”

La chispa de la revuelta surgió el 10 de enero de 532. Tras altercados previos, varios miembros de Azules y Verdes fueron condenados a morir en la horca. Durante la ejecución, la herramienta falló y dos de los sentenciados sobrevivieron. Uno era Azul, otro Verde. Y a partir de ahí, todo se complicó.

Los dos fugitivos se refugiaron en una iglesia protegida por monjes, y las facciones rivales, por una vez unidas, pidieron clemencia para ellos. Justiniano, enredado en negociaciones delicadas con Persia, no quiso aparecer débil. Mantuvo la sentencia y tensó todavía más el ambiente.

El emperador convocó carreras en el Hipódromo para el 13 de enero, confiando en que el deporte devolvería la calma. Lo que consiguió fue que el estadio se llenara de miles de personas dispuestas a gritar cualquier cosa menos “larga vida al emperador”.

Desde el palco, Justiniano escuchó cómo los insultos subían de tono hasta converger a coro en una sola palabra: “¡Niká!”. De repente, Azules y Verdes dejaban atrás sus rencillas para pedir, juntos, una victoria sobre el gobierno mismo. La protesta rebasó los muros del Hipódromo y se convirtió en una revuelta abierta.

Una ciudad sitiada por su propio pueblo

Durante una semana, Constantinopla se convirtió en un infierno urbano. Arreció el incendio sobre edificios públicos, templos, mercados y viviendas. La antigua iglesia de Santa Sofía quedó destruida, y gran parte de los barrios cercanos ardieron sin control.

Los amotinados reclamaron mucho más que el perdón de los dos condenados. Exigieron la destitución de altos cargos señalados como corruptos y abusivos: Eudemon, Juan el Capadocio y Triboniano. Justiniano, presionado hasta el límite, accedió a apartarlos temporalmente. La multitud no quedó satisfecha.

En aquellas calles convulsas se mezclaban rabia fiscal, agravios religiosos y tensiones políticas alimentadas durante años. Algunos senadores descontentos vieron en el desorden una oportunidad para debilitar a Justiniano. Mientras tanto, el palacio imperial vivía prácticamente cercado. La proximidad del Hipódromo lo convertía en un hervidero de asambleas improvisadas y amenazas veladas.

Hipacio: emperador a la fuerza

En medio del desconcierto, parte de los aristócratas y de los rebeldes decidió que, puestos a derribar a Justiniano, podían probar suerte con otro candidato. Se fijaron en Hipacio, sobrino del antiguo Anastasio I. El pobre hombre fue arrastrado casi literalmente al Hipódromo y elevado como emperador improvisado. Según él mismo contaría después, jamás quiso el cargo, aunque esas declaraciones siempre suenan a defensa de manual.

La proclamación de Hipacio convirtió la revuelta en un desafío frontal contra Justiniano. Ya no se trataba de protestar por unos ahorcamientos fallidos, sino de decidir quién ocupaba el trono del Imperio romano de Oriente.

Teodora y la frase que cambió la historia

Mientras el pánico recorría el palacio como una corriente eléctrica, muchos consejeros recomendaban escapar por mar. En ese clima de miedo irrumpió Teodora con un discurso que, real o embellecido, acabaría grabado en la memoria colectiva. Sostuvo que huir significaba vivir en la desgracia y depender de la caridad ajena. Y remató con una afirmación inolvidable: la púrpura imperial era un sudario tan digno como cualquier otro.

Dicho de otro modo, prefería morir como emperatriz que vivir como fugitiva. Su intervención frenó el impulso de abandonar la ciudad y propició que Justiniano optara por una respuesta contundente.

Belisario, Mundos y Narsés: del oro a la espada

La reacción del emperador combinó astucia y violencia. Narsés, figura de confianza en la corte, se reunió discretamente con los líderes Azules y les recordó lo bien que Justiniano los había tratado siempre. Para reforzar la idea, empleó el recurso habitual en política: dinero contante y sonante.

Belisario y Mundos, dos de los generales más capaces del imperio, aguardaban el momento para intervenir. Cuando los amotinados volvieron a concentrarse en el Hipódromo, convencidos de su fuerza y confiados en Hipacio, los Azules comenzaron a retirarse del apoyo a la revuelta. Esa deserción dejó a los Verdes y otros grupos rebeldes completamente expuestos.

Entonces, las tropas irrumpieron en el recinto. Lo que siguió fue una matanza espantosa. Las crónicas hablan de decenas de miles de muertos y describen una de las represiones más feroces de toda la Antigüedad tardía. Las cifras varían según las fuentes, pero ninguna rebaja la magnitud de la tragedia.

Hipacio y su hermano Pompeyo fueron apresados y ejecutados. Justiniano ordenó arrojar sus cuerpos al mar para impedir que se convirtieran en símbolos de resistencia.

De las cenizas a la nueva Santa Sofía

Cuando Constantinopla por fin recuperó la calma, el panorama era desolador. Grandes zonas de la ciudad estaban en ruinas. La antigua Santa Sofía, desaparecida entre las llamas, simbolizaba mejor que nada el alcance del desastre.

Sin embargo, Justiniano decidió convertir la tragedia en una ventana de oportunidad. Inició una reconstrucción monumental que tenía tanto de obra pública como de declaración política. En apenas unos años, se levantó la nueva Santa Sofía, una basílica colosal que aspiraba a manifestar la grandeza del emperador y del Imperio.

Cada piedra recordaba, con una mezcla de orgullo y aviso, que el trono había resistido. A partir de entonces, las facciones del Hipódromo quedaron más vigiladas que nunca. El mensaje era evidente: disfrutar del espectáculo, sí; desafiar al poder, no.

Hinchas, poder y ciudad: una combinación explosiva

Al mirar los disturbios de Niká con ojos actuales, resulta tentador ver un eco de las peleas entre hinchadas en los estadios modernos. Pero en el siglo VI las facciones deportivas eran mucho más que pasión por unos colores. Eran vehículos de protesta, redes de influencia y herramientas políticas.

Azules y Verdes actuaban como altavoces de tensiones sociales reales. Cuando Justiniano les recortó privilegios mientras exprimía al pueblo, tocó un nervio sensible. Que la revuelta estallara por la supervivencia de dos condenado a muerte —uno de cada bando— demuestra lo entrelazado que estaba el mundo de las cuadrigas con la vida política.

La figura de Teodora añade profundidad a aquella crisis. Su determinación en el momento decisivo ha fascinado a generaciones de historiadores. Encuadra bien con una corte en la que, pese a la rigidez social, algunas mujeres podían alcanzar poder real si su inteligencia y su carácter eran lo bastante afilados.

Y aunque la nueva Santa Sofía brillara sobre la ciudad como un coloso de mármol y oro, el recuerdo de lo ocurrido en el Hipódromo dejó una huella imborrable: Constantinopla había demostrado ser capaz de tragarse a su propio imperio cuando el descontento y la furia coincidían en el mismo lugar.

Vídeo: “Los disturbios de Niká contra el emperador Justiniano”

Fuentes consultadas

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