La fecha puede sonar remota, casi amortiguada por el paso del tiempo, pero aquel 11 de diciembre de 1831, en la playa malagueña de San Andrés, el Estado absolutista decidió impartir una clase intensiva sobre el miedo como herramienta política. Sin juicio digno de tal nombre, sin garantías, sin más trámite que la prisa y la voluntad real, se fusiló al general liberal José María de Torrijos y Uriarte y a la mayoría de quienes habían tenido la osadía de secundarlo en su intento —a medio camino entre la ingenuidad y la valentía— de restaurar la Constitución de 1812 y devolver algo de libertad política a un país acostumbrado a respirarla solo a ratos.
Sobre el papel, aquellos hombres eran “traidores a la soberanía del monarca”. En la vida real, todos ellos habían combatido contra los franceses en la Guerra de la Independencia, respiraban liberalismo convencido, acumulaban años de exilio y seguían empeñados en creer que España podía ser algo más que la finca privada de Fernando VII.
El pelotón disparó. El rey pudo, por fin, dormir tranquilo. Y el mito de Torrijos quedó inaugurado.
¿Quién era José María de Torrijos y Uriarte, ese molesto liberal?
Torrijos no apareció por arte de magia aquella mañana en la arena. Había nacido en Madrid en 1791, en una familia vinculada a la administración regia, y muy pronto descubrió que su vocación no era despachar expedientes, sino combatir. Pero combatir “bien”: combatir contra quienes intentaban asfixiar la libertad del país.
Con solo diecisiete años estaba en el parque de artillería de Monteleón junto a Daoíz y Velarde durante el levantamiento del 2 de mayo. Por un golpe de suerte o de agenda, logró esquivar el fusilamiento francés, un destino que la vida parecía reservarle más adelante y bajo bandera española.
Durante la Guerra de la Independencia destacó como uno de esos oficiales que no solo querían expulsar al invasor, sino defender la idea —casi escandalosa para la época— de una nación con leyes justas y ciudadanos libres. Ese compromiso iba a acompañarlo toda su vida.
Tras la contienda, la historia nacional se sumergió en su enésimo ciclo de pronunciamientos, giros políticos y documentos constitucionales que duraban lo justo para que el rey volviera a guardarlos en un cajón. Torrijos, alineado con los liberales más firmes, participó en varias conspiraciones, acabó encarcelado y fue liberado por el pronunciamiento de Riego en 1820, que reinstauró la Constitución de Cádiz.
Se convirtió desde entonces en una preocupación constante para los absolutistas: tenía influencia, tenía principios y, para colmo, daba la sensación de no temer a nada. Un auténtico problema.
De héroe contra Napoleón a enemigo declarado del rey felón
Durante el Trienio Liberal, Torrijos se situó en el corazón del movimiento constitucionalista. Rehusó aceptar ciertos cargos que le olían a maniobra política por parte de un Fernando VII obligado —de mala gana— a fingir simpatía por las libertades que le habían impuesto.
Apoyó la actividad de sociedades patrióticas como la Fontana de Oro y tomó parte en agrupaciones clandestinas, como La Comunería, empeñadas en proteger la Constitución frente a quienes ya entonces intentaban vaciarla de contenido. Los liberales exaltados reclamaban derechos reales, no solo papeles firmados con letra bonita.
La llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis, invocados por el propio rey para borrar el liberalismo del mapa, acabó con el experimento. Torrijos volvió a empuñar las armas, esta vez contra un ejército francés que venía, paradójicamente, a apuntalar el absolutismo español. Tras la derrota, comenzó la Década Ominosa, coronada por censura, persecuciones y ejecuciones.

Torrijos huyó al exilio, primero francés y luego británico. En Londres vivió como tantos liberales españoles: modestamente, traduciendo libros, frecuentando tertulias y conspirando lo justo para no perder la esperanza. Admiraba a quienes luchaban por la libertad en cualquier parte del mundo y mantenía ese punto de romanticismo combativo tan propio de su generación.
Allí empezó a tomar forma la idea de un nuevo levantamiento. A ojos de los exiliados, España estaba preparada para recuperar la Constitución. Fernando VII, por supuesto, pensaba lo contrario. Y disponía de medios para demostrarlo.
Exilio, conspiraciones y un sueño liberal que se resistía a morir
En 1827 se organizó en Londres una Junta destinada a coordinar un futuro alzamiento en España. Torrijos fue elegido presidente y se convirtió en figura de referencia del liberalismo más radical, aquel que desconfiaba de los moderados y su afición a la prudencia.
Mientras tanto, en la península, el régimen real perfeccionaba sus métodos: detenciones, torturas, ejecuciones puntuales y un clima de miedo que pretendía sofocar cualquier chispa. La represión de los intentos insurreccionales en Andalucía tuvo su mártir más visible en Mariana Pineda, ejecutada en Granada por bordar —literalmente— palabras peligrosas en una bandera.
Aun así, el círculo de Torrijos seguía convencido de que el país mantenía un fondo liberal dispuesto a despertar. Exiliados instalados en Gibraltar y simpatizantes andaluces aseguraban que bastaría un gesto para provocar una reacción en cadena. Quizá era un optimismo temerario, pero encajaba con el estilo político del siglo XIX, donde un pronunciamiento podía reescribirlo todo.
De ese idealismo nació el plan: desembarcar un pequeño grupo en la costa de Málaga, proclamar la Constitución de 1812 y esperar que otras fuerzas se fueran sumando. Lo que ignoraban era que el absolutismo también sabía escribir guiones. Y que el suyo estaba ya preparado.
El plan “Viriato”: cartas, señuelos y una traición minuciosa
La trampa comenzó con un seudónimo: “Viriato”. Bajo ese nombre enviaba cartas al exilio un supuesto liberal malagueño deseoso de colaborar. En realidad, quien escribía era el gobernador de Málaga, Vicente González Moreno, antiguo camarada de Torrijos y ahora servidor ferviente del absolutismo.
“Viriato” le aseguraba que Málaga ardía en deseos de sublevarse, que las guarniciones estaban listas y que el pronunciamiento triunfaría con facilidad. Otros patriotas reales también enviaron mensajes alentadores, lo que hacía difícil separar la verdad de la emboscada.

No faltaron advertencias. La Junta liberal de Málaga rogó al general que no desembarcara con un grupo tan reducido. Pero Torrijos estaba convencido de que aplazar significaba perder. El capitán general de Andalucía, por su parte, ya había propuesto “apoderarse” del general mediante engaño. Todo avanzaba hacia una única dirección.
González Moreno tejió la trampa con disciplina militar: cartas, falsas promesas, información detallada del litoral y una puesta en escena calculada para hacer creer que la provincia estaba al borde de la sublevación. Pocas traiciones tan crueles se recuerdan entre dos antiguos compañeros de armas.
Del desembarco en El Charcón al cerco de Alhaurín: un pronunciamiento con barro en las botas
El 30 de noviembre de 1831, dos embarcaciones salieron de Gibraltar rumbo a la costa malagueña con unos sesenta hombres a bordo. La operación debía ser casi simbólica: pisar la arena, declararse en rebeldía constitucional y esperar que el resto del país hiciera el resto.
La realidad fue más áspera. Una nave de guerra les obligó a maniobrar y acabarían desembarcando de madrugada, en algún punto entre Fuengirola y Mijas, en la playa del Charcón. A partir de ahí, comenzaron varios días de marchas por la sierra de Mijas y el valle del Guadalhorce, buscando apoyos que no aparecían y esquivando a tropas realistas cada vez más numerosas.
Finalmente, fueron rodeados en Alhaurín el Grande, en un paraje llamado la Alquería. Resistieron lo posible, pero el cerco se estrechó y la situación se volvió insostenible. Al caer la tarde, el propio González Moreno llegó para entrevistarse con Torrijos. No quedó registro de lo hablado, pero la rendición llegó poco después. Quizá hubo promesa de un trato digno, quizá no. Nadie lo sabrá con certeza.
Detenidos el general y cincuenta y dos de sus hombres, el aparato represivo actuó con su eficacia habitual. No habría juicio serio ni posibilidad real de defensa. Fernando VII quería un castigo ejemplar. Y lo quería inmediato.
El fusilamiento en la playa de San Andrés: teatro del miedo a plena luz
A las once y media de la mañana del 11 de diciembre, Torrijos y sus compañeros fueron conducidos a la playa de San Andrés. No hubo juicio. No hubo garantías. Había una decisión tomada y una voluntad política de demostrar que cualquier intento de desafiar al rey estaba condenado.
Fueron fusilados cuarenta y nueve hombres: el general y cuarenta y ocho compañeros que habían sobrevivido al cerco. Entre ellos, un muchacho de unos quince años que trabajaba como grumete y que poco sabía del liberalismo. Su presencia en el paredón ilustra hasta qué punto el régimen consideraba la clemencia una debilidad.
El mensaje era evidente: el liberalismo militante quedaba escarmentado. Europa entera quedó conmocionada por la brutalidad del suceso; la prensa francesa y británica dedicó páginas enteras a denunciar lo ocurrido.
Los cuerpos fueron enterrados en Málaga, salvo el del irlandés Robert Boyd, que fue sepultado en el cementerio inglés. Hoy reposan bajo el monumento de Torrijos en la plaza de la Merced, curiosamente la misma donde nació Picasso más tarde, como si el lugar hubiera decidido reunir tragedia y creatividad bajo un mismo cielo.
Los compañeros de Torrijos: presidentes, marinos, un irlandés y muchos anónimos
Entre los fusilados figuraba Manuel Flores Calderón, último presidente de las Cortes durante el Trienio Liberal, representado junto a Torrijos en la célebre pintura de Gisbert. También el teniente coronel Juan López Pinto, símbolo de fidelidad constitucional hasta el último momento, y Robert Boyd, el joven irlandés que abrazó la causa española con convicción y entusiasmo juvenil.
Otros nombres asoman en las crónicas: Francisco Fernández Golfín, diputado y militar; Pedro Manrique, natural de Estepona; marinos curtidos, oficiales modestos, civiles comprometidos y aquel adolescente convertido en advertencia viviente de que nadie estaba a salvo del capricho real.
La lista, vista hoy, compone el retrato de una España que pudo ser: profesionales formados, burgueses ilustrados, jóvenes llenos de ideales y extranjeros fascinados por el sueño constitucional. Para el absolutismo, todos fueron simples conspiradores. Para la memoria liberal, mártires. Y, para quien observa desde fuera, hombres que creyeron en algo más que en un sueldo militar.
Gisbert, Espronceda y la fundación de un mito político
El fusilamiento pretendió borrar un peligro, pero terminó alimentando un relato. Años después, Antonio Gisbert pintó su enorme lienzo del fusilamiento, convertido hoy en una de las piezas más emblemáticas del Museo del Prado. Encargado por un gobierno liberal, el cuadro funciona como homenaje y como denuncia: quienes caen son héroes, quienes ordenan desaparecerlos se pierden fuera del encuadre.
Antes de Gisbert, Espronceda ya había escrito un soneto en honor a los fusilados, y Machado, siglo y pico después, evocaría la figura de González Moreno como símbolo de la traición y del uso interesado de la violencia política.
Torrijos encajaba a la perfección en el molde romántico: militar valiente, defensor de la Constitución, traicionado por alguien que conocía bien y ejecutado por decisión directa del rey. El romanticismo no necesitó adornarlo: la historia ya venía dramatizada de fábrica.
Lugares de memoria: cruces, plazas y silencios que aún pesan
Málaga ha ido llenando la ciudad de recuerdos. En la plaza de la Merced se alza el monumento a Torrijos, bajo el cual descansan los restos de la mayoría de los fusilados. No lejos de allí se conserva la cruz que señala el punto aproximado del fusilamiento, desplazada tierra adentro por las transformaciones del litoral. Ese lugar está reconocido como espacio de memoria democrática.
Varias asociaciones culturales trabajan para mantener viva la historia y organizan actos conmemorativos y recreaciones. La figura de Torrijos aparece en rutas históricas, en proyectos educativos y en estudios especializados, siempre con ese regusto incómodo que produce recordar que quienes defendieron la libertad en el siglo XIX acabaron cayendo por decisión de un monarca que firmaba sus órdenes con un solemne “Yo, el Rey”.
Quien se acerca hoy a la historia de Torrijos no encuentra una reliquia polvorienta, sino un espejo. Un país que se movía entre miedo y libertad, entre obediencia y ciudadanía. Torrijos eligió su bando. El otro respondió con pólvora.
Vídeo: “El Fusilamiento de Torrijos: Una Lucha por la Libertad”
Fuentes consultadas
- Wikipedia. (s. f.). José María de Torrijos y Uriarte. En Wikipedia, la enciclopedia libre. https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Mar%C3%ADa_de_Torrijos_y_Uriarte
- Wikipedia. (s. f.). Pronunciamiento de Torrijos. En Wikipedia, la enciclopedia libre. https://es.wikipedia.org/wiki/Pronunciamiento_de_Torrijos
- Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática. (2024). Bien: Cruz de Torrijos. https://www.mpr.gob.es/memoriademocratica/paginas/inventariolugares/visorbienes.aspx?bid=14
- Muñiz, F. (2019, 12 noviembre). La espada del Mariscal Dupont: solemnidad francesa versus gracejo español. El Café de la Historia. https://www.elcafedelahistoria.com/espada-mariscal-dupont/
- Museo Nacional del Prado. (2015). Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga. https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/fusilamiento-de-torrijos-y-sus-compaeros-en-las/cc128630-425b-4752-a805-008d26556bbb
- Real Academia de la Historia. (s. f.). José María Torrijos Uriarte. Historia Hispánica. https://historia-hispanica.rah.es/biografias/44147-jose-maria-torrijos-uriarte
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.






