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Ebenezer Cobb Morley y el primer reglamento del fútbol

En una esquina de Londres, un lunes cualquiera de 1863, un puñado de caballeros con patillas de respeto, botas capaces de arrancar baldosas y esa sólida convicción de estar siempre en lo cierto se reunió en un pub para abordar una cuestión urgente: poner orden a un juego que, hasta entonces, consistía básicamente en correr detrás de un balón y rezar para conservar las piernas enteras. Aquel local era la Freemasons’ Tavern y, sin pretenderlo, se convirtió en coautor —junto con un abogado llamado Ebenezer Cobb Morley— del primer reglamento oficial de fútbol de la historia.

La Freemasons’ Tavern: un pub que no sabía que estaba cambiando el mundo

Situada en Great Queen Street, en el corazón de Londres y a un paseo de lo que hoy es la estación de Holborn, la Freemasons’ Tavern acogió el 26 de octubre de 1863 la reunión en la que nació la Asociación de Fútbol de Inglaterra. El objetivo no era menor: poner fin al despropósito de normas que impedía que dos equipos jugaran al mismo deporte sin necesidad de renegociar todo antes de empezar.

Cada club, escuela o barrio regía un código propio. Unos permitían coger la pelota con la mano, otros fomentaban el “placer” de atizar a las espinillas ajenas, y algunos mezclaban ambas tendencias con un entusiasmo nada compatible con la integridad de la tibia. Frente a ese panorama, los representantes de una docena larga de clubes y escuelas acudieron a la taberna para lograr un consenso mínimo, algo que pareciera un deporte y no una sucesión de acuerdos improvisados.

La estampa, vista desde hoy, tiene encanto: ambiente cargado, jarras sobre la mesa, chalecos bien ceñidos y discusiones más o menos civilizadas sobre si un juego podía considerarse decente si permitía llevarse por delante la pierna del rival de una coz bien dada. En medio de aquel barullo figuraba un abogado procedente de Hull que jamás hubiera imaginado que pasaría a la posteridad no por sus contratos, sino por redactar unas reglas destinadas a hacerse casi sagradas: Ebenezer Cobb Morley.

Ebenezer Cobb Morley: un abogado harto del desorden

Morley nació en 1831 en Kingston upon Hull, hijo de un ministro religioso. En 1858 se instaló en Barnes, un apacible suburbio londinense, para ejercer la abogacía. Entre testamentos y escrituras encontró hueco para su auténtica pasión: el deporte. Practicó remo, jugó al fútbol como aficionado y acabó convirtiéndose en el motor organizativo del ambiente deportivo local.

primer reglamento del fútbol

Como capitán del Barnes Football Club, sufría de forma especialmente intensa la anarquía reglamentaria reinante. En 1862 se decidió a escribir al periódico Bell’s Life para pedir la creación de un organismo que hiciera con el fútbol lo que otra institución británica ya había hecho con el críquet: ponerlo en orden, unificar criterios y darle una apariencia respetable.

La carta no cayó en saco roto. En realidad, desencadenó la reunión de octubre de 1863 en la Freemasons’ Tavern, en la que nació la Asociación de Fútbol y donde Morley fue elegido primer secretario. Lo que empezó como una queja educada acabó convirtiéndose en una responsabilidad monumental: sentar las bases del deporte que más pasiones despertaría en el futuro.

Seis reuniones, muchas espinillas y una guerra civil futbolística

Para desgracia de quienes soñaban con resolverlo todo en una tarde, el encuentro del 26 de octubre fue solo el comienzo. Entre octubre y diciembre de 1863 se celebraron seis reuniones en la misma taberna, con la intención de fijar un código unificado y, sobre todo, de decidir en qué se diferenciaba aquel “fútbol de asociación” del ya pujante rugby.

Desde el primer momento afloraron dos bandos. En uno, los defensores del juego duro —partidarios del “hacking” y de un uso de las manos que dejaba poco margen a la duda— agrupados en torno a clubes como Blackheath. En el otro, quienes defendían un deporte jugado fundamentalmente con los pies, con un contacto físico más limitado, y que contaba con Morley entre sus principales valedores.

Las discusiones fueron subiendo de tono. Se debatió si era aceptable embestir al rival con violencia, si tenía sentido permitir correr con la pelota en las manos o si aquello debía parecerse a un combate cuerpo a cuerpo. El punto de ruptura llegó con las espinillas: los partidarios del “hacking” se impusieron inicialmente en la votación del 17 de noviembre, pero la reunión del 24 dio la vuelta a la situación y el grupo más moderado logró aprobar su visión del juego.

La reacción fue explosiva. Blackheath, ofendido tras la prohibición de las patadas a las espinillas, abandonó la asociación. Otros clubes siguieron el mismo camino y acabaron formando parte del movimiento que desembocaría en la creación de la Unión de Rugby en 1871. Se trató, en esencia, de la primera gran fractura del fútbol: una ruptura tan profunda que dio origen a un deporte distinto.

Las trece primeras reglas: anatomía de un reglamento pionero

Mientras los clubes se enzarzaban, Morley avanzaba en silencio. En su casa de Barnes, en el número 26 de The Terrace, redactó el borrador de las trece primeras reglas del fútbol de asociación. Se aprobaron en diciembre de 1863 y se publicaron poco después.

Aquel primer reglamento no reflejaba aún el fútbol tal y como se conoce hoy, pero sí delimitaba con claridad su identidad frente al rugby. Destacaban varios aspectos:

La figura del portero no existía y tampoco se mencionaba al árbitro. No se especificaba la duración de los encuentros ni el número concreto de jugadores por equipo. El gol podía marcarse a cualquier altura, ya que entre los postes solo había, en el mejor de los casos, una simple cinta. Coger la pelota con las manos para correr con ella estaba prohibido, aunque atraparla otorgaba un tiro libre. La regla del fuera de juego era tan estricta que casi condenaba a ser infractor a cualquiera que se aventurara demasiado hacia la portería rival. Y el saque de esquina ni siquiera se contemplaba: si el balón salía por la línea de fondo, se aplicaban normas más próximas al rugby que al fútbol actual. Para rematar, el reglamento prohibía las botas con clavos o placas sobresalientes, advertencia que invita a imaginar la clase de armamento que algunos llevaban en los pies.

A pesar de sus carencias, aquel texto marcó una frontera nítida: se prohibían las patadas a las espinillas y se desterraba la idea de correr con la pelota en las manos. Desde ese momento, lo que se jugaba bajo esas normas era otra cosa.

El primer partido oficial: Limes Field, 19 de diciembre de 1863

Las reglas no sirven de nada si nadie las pone a prueba. El primer encuentro disputado conforme al nuevo reglamento tuvo lugar el 19 de diciembre de 1863 en Limes Field, cerca de la casa de Morley. El Barnes se enfrentó al Richmond y el partido terminó, con toda solemnidad, en un 0-0 tras hora y media de juego.

No fue un espectáculo épico, pero sí un hito. Por primera vez, dos clubes disputaban un partido bajo un código escrito y común, sin discusiones previas sobre si se permitiría agarrar la pelota, si el gol valdría a cualquier altura o si se podría “tocar” al rival con excesiva franqueza. Morley, imaginado paseando entre el césped y las líneas improvisadas del campo, debió de sentirse como un artesano comprobando si su obra resistía el uso.

Ese encuentro no dejó una jugada célebre para la posteridad, pero demostró algo decisivo: el fútbol podía organizarse.

Del pub al planeta: de trece reglas a diecisiete leyes

Aquel reglamento inicial no tardó en reformarse. El deporte, todavía joven, fue ajustándose. Las reglas de Sheffield y Cambridge aportaron ideas y soluciones; la del fuera de juego se suavizó en 1866 para permitir un juego más ofensivo; y en 1870 quedó completamente prohibido que los jugadores —excepto uno, que aparecería poco después— utilizaran las manos.

En 1871 nació el guardameta, y con él se consolidó una pieza esencial en la estructura del juego. Con el tiempo, el reglamento evolucionó hasta las diecisiete leyes actuales, supervisadas desde finales del siglo XIX por un organismo internacional creado para garantizar que el fútbol se jugara del mismo modo en cualquier lugar del mundo.

Que un texto escrito a mano en un salón de Barnes y debatido en una taberna termine siendo la referencia global para miles de partidos semanales tiene un punto de ironía irresistible. Sobre todo si se recuerda que aquel esfuerzo nació para evitar que los jugadores acabaran cojeando cada fin de semana.

Un reglamento contra la brutalidad (y sin saberlo, a favor del negocio)

Uno de los objetivos principales de Morley y su entorno era reducir la brutalidad que dominaba los partidos. No se trataba solo de prevenir lesiones, sino de hacer el juego más aceptable para las escuelas, los clubes y la sociedad. Sus reglas limitaban el uso de las manos, eliminaban el “hacking”, regulaban el calzado y daban más importancia a la pelota que al choque.

Sin pretenderlo, sentaron las bases de un deporte exportable, atractivo y compatible con el espectáculo. Hoy resulta difícil imaginar el negocio que mueve el fútbol si las patadas a discreción hubieran seguido siendo parte del reglamento. Cuesta pensar en grandes contratos publicitarios en un deporte en el que los jugadores pudieran salir del campo con las espinillas en estado calamitoso sin que nadie alzara una ceja.

De aquel temprano interés por las botas y sus clavos se desprende una consecuencia que nadie previó: el nacimiento de una industria deportiva colosal, con rivalidades entre marcas que han marcado décadas enteras del fútbol profesional. Y todo, en el fondo, arranca de una norma que simplemente quería evitar que un jugador se calzara una suela metálica capaz de causar estragos.

La herencia incómoda de un reglamento nacido en una taberna

La Freemasons’ Tavern no llegó viva al siglo XXI. El edificio original fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial y en su lugar se levantó un complejo que hoy recuerda con una placa la fundación de la Asociación de Fútbol y el nacimiento del juego moderno.

Morley continuó implicado en la organización del fútbol inglés, primero como secretario y después como presidente. Siguió ejerciendo de abogado y figura relevante en Surrey durante décadas, y hoy descansa en un cementerio de Barnes. Su antigua casa lució durante mucho tiempo una placa que recordaba que allí se redactaron las primeras leyes del juego.

Lo llamativo del asunto es que ni él ni sus compañeros de taberna eran conscientes del alcance de lo que estaban creando. Querían ordenar un juego local, poner paz entre clubes londinenses y evitar la incertidumbre de llegar a un campo y descubrir que allí se jugaba según unas normas totalmente distintas.

Sin embargo, de aquellas reuniones rutinarias surgieron tres pilares fundamentales: una asociación que aún hoy rige el fútbol inglés, un deporte claramente separado del rugby y un reglamento que ha sobrevivido durante más de siglo y medio, adaptado, reinterpretado y discutido, pero fiel a su idea esencial: se juega con los pies, no se corre con el balón en las manos y las patadas se reservan para la pelota, no para las piernas.

Resulta difícil imaginar la reacción de aquellos caballeros si alguien les hubiera contado que sus debates sobre cintas haciendo de larguero, fuera de juego draconiano y botas sin clavos acabarían influyendo en la vida cotidiana de miles de millones de personas. Probablemente habrían soltado una carcajada y pedido otra ronda. Pero aquel 26 de octubre de 1863, en una taberna londinense, mientras Ebenezer Cobb Morley afinaba un texto que intentaba poner orden al caos, el fútbol moderno empezó a tomar forma.

Vídeo: “Ebenezer Cobb Morley – The Father of Modern Football”

Fuentes consultadas

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