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El colapso del puente colgante de Yarmouth (1845): el payaso, los gansos y la tragedia

La escena, por mucho que suene a chiste privado entre feriantes, nació de un anuncio de circo del XIX, cuando Cooke’s Royal Circus prometió en Great Yarmouth que un payaso, Arthur Nelson, remontaría el río Bure dentro de una bañera tirada —al menos en apariencia— por cuatro esforzados gansos. El “milagro” tenía truco: una cuerda oculta que conectaba la bañera con un bote y hacía creer al público que las aves poseían la fuerza de un caballo percherón. El número no era nuevo; ya en 1809, un tal Dicky Usher lo había ejecutado con igual desparpajo. La mezcla de curiosidad, morbo y ganas de matar el tiempo funcionó a la perfección. El 2 de mayo de 1845, miles de vecinos y visitantes se apelotonaron en los muelles y, sobre todo, en la acera sur del puente colgante de Yarmouth, dispuestos a no perder detalle del peculiar desfile acuático.

El puente, la multitud y la rotura en cadena

Aquel puente colgante, inaugurado en 1829 y ampliado un par de años después, era de proporciones modestas, pero ese día soportaba entre 300 y 400 curiosos comprimidos en su zona peatonal. La esquina sureste, con mejores vistas al río, parecía un concierto gratuito antes de que existieran los conciertos gratuitos. Sobre las 17:40, una de las barras de hierro que sostenían la cadena de suspensión cedió bajo el peso. Los presentes vieron la grieta, escucharon el chasquido… pero nadie se movió. Al borde del colapso y sin evacuación alguna, el puente aguantó apenas unos minutos más. La segunda barra falló, todo se vino abajo como un castillo de naipes y decenas de personas cayeron al agua sin tiempo para reaccionar. Setenta y nueve vidas se perdieron, cincuenta y nueve de ellas infantiles, con edades que apenas abarcaban desde los dos años hasta la adolescencia.

¿Fallo de diseño o negligencia industrial?

Las investigaciones técnicas posteriores, examinadas por ingenieros de la época como J. M. Rendel, señalaron una mezcla inquietante de problemas: un diseño que no había sido recalculado tras la ampliación, materiales de calidad discutible y soldaduras que hubieran hecho llorar a cualquier herrero con un mínimo de orgullo profesional. Rendel no tuvo reparos en describir el puente como un juguete caro y defendió la necesidad de estructuras más rígidas y robustas en lugares donde la gente tiende a aglomerarse en busca de espectáculo. También insistió en algo que hoy parece obvio, pero que entonces estaba lejos de serlo: inspecciones periódicas, realizadas por personal cualificado, y no simples revisiones oculares de compromiso.

Telégrafos, funerales y memoria pública

La reacción social fue inmediata. El telégrafo hizo su magia primitiva y la noticia llegó a Norwich en apenas cinco minutos, un tiempo récord que contribuyó a que la tragedia dejara de ser un incidente local para convertirse en un shock nacional. Las casas cercanas, posadas incluidas, se transformaron improvisadamente en hospitales. Después vino el silencio pesado de los funerales colectivos y, con los años, el lento proceso de convertir lo ocurrido en memoria pública: pequeñas conmemoraciones, una placa azul colocada en una posada cercana y, ya en 2013, un monumento de granito que fija para siempre el recuerdo de las víctimas.

El payaso, los gansos y la forma en que se cuenta la historia

Visualizar a un payaso navegando en una bañera remolcada por gansos tiene algo de humor grotesco, una postal que uno casi imagina en un grabado satírico victoriano. Pero la anécdota, por jugosa que sea, no debe empañar lo esencial. El espectáculo existió, la multitud acudió y el payaso cumplió con su numerito; sin embargo, los gansos no tuvieron la culpa de nada más que de su pinta cómica. Lo que mató a 79 personas no fue la payasada en sí, sino la sobrecarga, los fallos estructurales y la absoluta falta de un mecanismo de evacuación cuando se detectó la primera rotura. La prensa y los relatos posteriores envolvieron el episodio en una mezcla de fascinación y advertencia moral que aún hoy impregna su recuerdo.

Lecciones que llegaron con retardo

Una vez apagado el ruido —y retirados el payaso, la bañera y los gansos—, quedaron las preguntas incómodas. La tragedia de Yarmouth reforzó la exigencia de normas de seguridad en el diseño de puentes y en su mantenimiento, especialmente en lugares donde se concentran multitudes guiadas por la diversión, la novedad o el simple aburrimiento. El pequeño puente, construido para unir dos orillas, terminó convirtiéndose por un instante en un recordatorio brutal de la fragilidad humana y de lo imprudentes que pueden ser las masas cuando la curiosidad supera al sentido común.


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Fuentes consultadas

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