A veces la política se parece más a un teatro de máscaras que a un foro de ideas: uno nunca sabe si quien habla lo hace en serio o simplemente interpreta su papel con demasiada convicción. En ese escenario de solemnidades fingidas, la historia de Jacob Haugaard ocupa un lugar privilegiado, como si un chiste hubiera decidido tomarse a sí mismo demasiado en serio. Humorista de profesión, músico de ratos dispersos y provocador vocacional, Haugaard irrumpió en la vida pública con la misma naturalidad con la que un cómico cruza el telón del camerino al escenario: sin avisar, con una sonrisa traviesa y dejando tras de sí un reguero de bromas que sonaban más a sketch televisivo que a programa electoral. Lo que nació en 1979 como un divertimento de barrio —una gamberrada artística con pretensiones de happening— acabó, quince años después, con un escaño real en el Folketing, el Parlamento danés, gracias a 23.253 votantes que decidieron tomarse el humor como un acto político.
La llamada Unión de Elementos Concienzudamente Tímidos en el Trabajo —nombre que ya es, en sí mismo, una parodia de los comités interminables de la burocracia— vio la luz en Aarhus como una broma con mensaje. Era, a partes iguales, sátira y experimento, cabaret y campaña: promesas imposibles, consignas disparatadas y un descaro tan contagioso que terminó por convertirse en reflejo del cansancio colectivo. Porque, a veces, el ciudadano agota la seriedad oficial y busca refugio en el absurdo: el voto como guiño, como ironía o como elegante bofetada al sistema. En 1994, Dinamarca demostró que la democracia tiene sentido del humor y que, si la política no logra divertir ni convencer, siempre cabe la posibilidad de votar por alguien que, al menos, prometa viento a favor en las ciclovías y Nutella en las trincheras.
Programa electoral: un catálogo de delicias absurdas con función crítica
El programa electoral de Haugaard no se parecía a los folletos acartonados de los partidos convencionales. Era, más bien, una pieza de humor político con alma de manifiesto artístico: un texto que, bajo la carcajada, escondía una crítica punzante a la solemnidad del poder. Leído con atención, aquel catálogo de disparates tenía doble fondo: parodia en la superficie, denuncia en el subsuelo. Entre sus propuestas figuraban joyas del surrealismo cívico como “viento de cola en todas las ciclovías”, “más muebles renacentistas en IKEA” o la poética promesa de “un mejor clima”, porque si el Parlamento no puede gobernar el tiempo, ¿qué le queda? Otras, de tono más filosófico, eran auténticos guiños al absurdo institucional: “menos cola en los supermercados”, “8 horas de ocio, 8 horas de descanso, 8 horas de sueño” —reinterpretación juguetona del lema obrero de toda la vida— o el inolvidable “derecho a la impotencia”, una burla elegante a los intentos del Estado por legislar incluso la intimidad.

Entre todas, una propuesta merece mención aparte: la célebre exigencia de incluir Nutella en las raciones del ejército. A simple vista, parecía una ocurrencia de cafetería; pero, vista con lupa, encerraba una reivindicación muy seria. Hablar de chocolate en las trincheras era, en realidad, hablar de humanidad en tiempos de uniforme: de reconocer que los soldados, además de piezas de una estrategia, son personas con derecho a un pequeño placer en medio de la disciplina. Lo más curioso es que aquella idea, nacida como broma, llegó a aplicarse en parte durante su mandato. La Nutella acabó en los menús militares, y Haugaard, sin pretenderlo, demostró que un chiste bien lanzado puede transformarse en política práctica. En esa frontera difusa entre el disparate y la eficacia reside precisamente el encanto —y el valor analítico— de su aventura parlamentaria.
¿Cómo se explica lo inexplicable? Tres hipótesis para un voto que fue mezcla de bronca y cariño
Primera hipótesis: el voto de protesta… pero con una sonrisa.
Cuando el contador de la paciencia ciudadana alcanza números rojos, hay quien decide desahogarse no con un grito, sino con una carcajada. En lugar de quemar urnas, se vota con ironía. El sufragio se convierte entonces en una especie de terapia colectiva: un modo de decir “ya basta” sin necesidad de romper nada, salvo la solemnidad del sistema. Votar a un cómico como Haugaard no fue, para muchos daneses, un acto de frivolidad, sino un elegante bofetón democrático. La risa, en ese contexto, sirvió como el último refugio de la inteligencia política: un “teatro de la indignación” donde el público, harto de ver siempre a los mismos actores, eligió a su propio bufón para que subiera al escenario.
Segunda hipótesis: la identificación con el anti-sistema simpático.
El humor tiene la rara virtud de decir lo indecible sin resultar agresivo. Un político convencional promete crecimiento económico; Haugaard prometía más pan para los patos y mejores regalos de Navidad. Y, sorprendentemente, el público lo entendió. Aquellas promesas disparatadas no eran simples bromas, sino gestos poéticos que hablaban de las pequeñas necesidades cotidianas que la política suele ignorar. En cada chiste había un recordatorio: la vida real se compone de nimiedades, y gobernar también debería tener en cuenta los placeres y molestias del ciudadano común. En cierto modo, Haugaard consiguió representar mejor al pueblo precisamente porque no fingía ser otra cosa.
Tercera hipótesis: la comunicación como superpoder.
Haugaard no era economista ni jurista, pero dominaba algo que a menudo escasea en el parlamento: el arte de conectar. Sabía medir el tempo, usar la ironía como bisturí y mantener esa distancia justa entre la burla y la ternura. En sus manos, una promesa absurda se convertía en parábola política. Los tecnócratas elaboran informes; los humoristas, metáforas que todo el mundo entiende. Un discurso se olvida al salir del hemiciclo, pero un buen chiste se propaga como pólvora porque contiene una verdad incómoda envuelta en risas. Y Haugaard, maestro del timing, sabía exactamente dónde colocar la carcajada para que doliera lo justo y despertara lo necesario.
En el Parlamento: menos bufón y más votante responsable
La mayoría esperaba de él un espectáculo, no un mandato. Muchos daban por hecho que aquel cómico de chaqueta estridente convertiría el Folketing en un circo con micrófonos, un escenario perfecto para sus ocurrencias. Pero la realidad, caprichosa y a veces muy danesa, se empeñó en desmentirlo. Jacob Haugaard, una vez sentado en su escaño, se tomó el trabajo en serio. Acudió puntualmente a las sesiones, votó con criterio —más sensato de lo que cualquiera habría apostado— y, cuando su voto resultó decisivo en un Parlamento dividido, actuó con la prudencia de quien comprende que, aunque haya llegado al poder riéndose, el chiste termina donde empieza la responsabilidad. No se transformó en mártir de la sátira ni en bufón de Estado: fue, más bien, una anomalía civilizada, una especie de recordatorio viviente de que la política puede convivir con el humor sin desintegrarse en él.
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Conviene mirarlo con cierta perspectiva: lo fácil, lo cómodo y hasta lo rentable en términos de notoriedad habría sido convertir el hemiciclo en un late night institucional, explotar el personaje y vivir de la parodia. Pero Haugaard eligió justo lo contrario: mantener la compostura sin renunciar a la ironía, aportar normalidad dentro de la extravagancia. Su presencia, lejos de ser una provocación, resultó un saludable contraste ante la rigidez de los parlamentarios de corbata eterna. En 1998, tras cumplir su mandato, decidió no repetir la función. Se despidió sin estridencias, volvió a los escenarios y dejó tras de sí una lección silenciosa: que incluso la sátira, cuando se sienta en el escaño adecuado, puede mejorar el aire viciado de la política sin volar por los aires la institución.
Anécdotas útiles: Nutella, ballenas y la placa en el parque
Tres anécdotas bastan para captar la esencia del fenómeno Haugaard: la Nutella en las raciones del ejército, las ballenas del fiordo de Randers y aquella mítica partida de fondos que, según la tradición popular, acabó invertida en cerveza y salchichas para celebrar en el parque con los vecinos. Pequeñas historias, sí, pero reveladoras de hasta qué punto el humor puede aterrizar en la realidad con más eficacia que muchos discursos.
La primera, la de la Nutella, pasó de chiste a norma práctica. La petición de incluir crema de cacao en los menús militares parecía una boutade sin recorrido, hasta que las fuerzas armadas se vieron, literalmente, untando su propio sentido del humor: el chocolate se incorporó a las raciones de campaña. Lo que empezó como sátira terminó mejorando, aunque fuera simbólicamente, la moral de la tropa.
La segunda, la de “más ballenas en el fiordo de Randers”, rozaba la poesía ecológica. En su absurda literalidad se escondía una verdad más seria: la necesidad de cuidar el paisaje, de volver la mirada hacia la naturaleza y de reivindicar el orgullo local. La propuesta hizo reír, pero también hizo pensar, y no todos los programas electorales pueden presumir de semejante doble efecto.
Y la tercera, la más humana, habla de un dinero público convertido en banquete popular. Cuenta la leyenda que una partida de fondos destinada al partido terminó en parrillada y jarras de cerveza compartidas. Más que un escándalo, fue una escena costumbrista, un gesto de agradecimiento al electorado que había creído en la broma. Un cierre coherente para una historia en la que la política, incluso cuando se disfraza de chiste, deja huellas reales: chocolate en los menús, sonrisas en los parques y una extraña sensación de que, a veces, la sátira gestiona mejor la alegría que la propia administración.
¿Qué enseñanzas deja el caso Haugaard? Tres llaves para abrir la cerradura democrática
Primera llave: la democracia, cuando es madura, tolera la rareza.
Si un país permite que un humorista ocupe un escaño, es señal de que su sistema no teme al experimento. No se trata de convertir la excepción en norma, sino de recordar que la política no debería ser un club cerrado de expertos con corbata y ceño fruncido. La llegada de Haugaard al Parlamento fue una prueba de estrés institucional que Dinamarca superó con notable elegancia: el sistema no colapsó, la democracia no se derritió y, de paso, se demostró que la heterodoxia puede ser un excelente test de salud democrática.
Segunda llave: la sátira como herramienta de control.
La risa, bien utilizada, es una forma de fiscalización ciudadana. Puede actuar como bisturí o como espejo, según quién la empuñe. La sátira no sólo ridiculiza; también desnuda las imposturas del poder con una precisión que a veces se le escapa a los informes y a las comisiones. Un escaño ganado a golpe de chiste puede parecer una extravagancia, pero, en realidad, convierte la ironía en un instrumento de vigilancia. Haugaard, sin pretenderlo, mostró que un humorista en el Parlamento puede resultar más incómodo para el poder que un opositor con dossier y corbata.
Tercera llave: la emoción como motor político.
El voto, aunque los analistas insistan en vestirlo de racionalidad, se mueve por impulsos sentimentales. Se vota tanto con la cabeza como con las tripas. Los ciudadanos no sólo buscan programas ni cifras: buscan gestos, símbolos, un poco de consuelo ante el tedio burocrático. Haugaard lo entendió instintivamente. Sus promesas absurdas, envueltas en humor, funcionaron como pequeños actos de empatía colectiva. Prometer más pan para los patos o un mejor clima sonaba a broma, pero transmitía algo esencial: que la política también puede hablar en el idioma de lo cotidiano. En ese registro emocional —a medio camino entre el sarcasmo y la ternura— fue donde Haugaard encontró su victoria, demostrando que la sensibilidad, bien manejada, puede ser tan transformadora como la economía más ortodoxa.
Comparaciones: cuando la política se viste de carnaval en otros lugares de Europa
La historia de Haugaard no brota en el vacío ni se explica como una excentricidad escandinava. Europa, continente donde la seriedad es casi una religión civil, ha tenido desde hace décadas una pulsión subterránea por reírse del poder en su propio idioma institucional. Ahí está el Monster Raving Loony Party británico, con su mezcla de parodia electoral y manifiesto dadaísta; o los partidos “de broma” que, con el tiempo, acabaron dictando titulares y presionando agendas reales, como el Partido del Amor en Polonia o los Piratas en sus primeros años de hacker idealismo.
La genealogía de la sátira política europea es larga y, sobre todo, insistente: cada cierto tiempo reaparece para recordarnos que el Parlamento no es un templo, sino un teatro donde la seriedad es sólo una convención. Estas formaciones, nacidas entre la carcajada y el hartazgo, funcionan como termómetros morales: miden la fiebre cívica, el aburrimiento colectivo, la distancia entre el lenguaje del poder y el del ciudadano.
Comparar no es igualar estilos, pero sí advertir un patrón: cuando el humor político encuentra resonancia social, se desborda del chiste y se convierte en praxis. No es ya un número cómico, sino una forma de participación simbólica, una corrección irónica a la solemnidad del sistema. La risa, en estos casos, deja de ser evasión para convertirse en método: un modo de pensar la democracia desde el absurdo, que a veces resulta más lúcido que cualquier programa electoral redactado con seriedad ministerial.
El legado de un payaso serio: una advertencia y una sonrisa
Si se observa con cierta precisión —y un poco de ironía—, la figura de Haugaard actúa a la vez como advertencia y bálsamo. Advertencia, porque recuerda que la política corre el riesgo de deslizarse hacia el espectáculo y de convertir la representación en reality. Las instituciones, si quieren conservar su dignidad, necesitan conservar también un mínimo de solemnidad funcional. Pero consuelo, porque su historia demuestra que la política no tiene por qué ser una ceremonia de tedio ininterrumpido: un gesto de humor puede reabrir canales de empatía entre los representantes y los representados, romper la rigidez y, por qué no, humanizar la escena.
Cuenta la leyenda que en el Parlamento quedó colgado su retrato con una inscripción que rezaba algo así como “aviso para navegantes”: cualquiera con carisma y sentido del espectáculo podría, llegado el caso, ser elegido. El detalle tiene su gracia, pero también su fondo moral. Es un chiste con posdata filosófica: reírse de la política puede ser saludable, siempre que no olvidemos pensar mientras reímos.
Epílogo narrativo sin moraleja final (porque se ha pedido evitar conclusiones concluyentes)
La historia de Jacob Haugaard se lee como un cuento nórdico con moraleja escondida entre carcajadas: sobrio, sarcástico y con un poso de ternura que sólo aparece al final. Entró en la vida pública por la puerta del espectáculo y salió por la del Parlamento, dejando tras de sí un repertorio de promesas tan absurdas como entrañables, alguna cumplida por accidente y una lección sobre los límites —y las posibilidades— del humor en la política.
Para quien lo observa desde la distancia, su paso por el Folketing parece una de esas comedias que, sin proponérselo, acaban diciendo algo serio. Haugaard demostró que la risa no anula la responsabilidad, que el sarcasmo puede ser más honesto que muchos discursos y que el Parlamento también tiene derecho a una bocanada de aire fresco, aunque huela a gag.
Al cerrar el telón, su figura queda como un recordatorio amable: la política es un teatro donde el público, a veces, decide quién cuenta el chiste y quién paga la entrada.
Productos recomendados para profundizar y ampliar información sobre el artículo
Jeg er så lykk’lig — Jacob Haugaard: Edición (idioma danés) que recoge —en título y formato popular— la figura pública y artística de Jacob Haugaard. Ideal para quien busque materiales primarios o títulos vinculados al propio Haugaard, ofrece una aproximación directa desde la voz o la imagen del personaje, así como piezas discográficas y publicaciones relacionadas en el mercado nórdico.
Satiricón Político: La política en la España actual: Recopilación de ensayos y piezas satíricas que examinan el papel del humor en la vida pública española. Aúna reflexión teórica y ejemplos prácticos para comprender cómo la ironía y la parodia operan como crítica social. Texto ligero en tono pero riguroso en fondo, pensado para lectores interesados en la intersección entre comedia y poder.
- Fernández Esteban, Ricardo(Autor)
Vídeo
Fuentes consultadas:
- Folketinget. (s. f.). Jacob Haugaard. https://www.thedanishparliament.dk/members/Jacob-Haugaard
- Wikipedia contributors. (2025). Union of Conscientiously Work-Shy Elements. https://en.wikipedia.org/wiki/Union_of_Conscientiously_Work-Shy_Elements
- The Copenhagen Post. (2013, 3 de marzo). Who is … Jacob Haugaard?. https://cphpost.dk/2013-03-03/general/who-is-jacob-haugaard/
- Official Monster Raving Loony Party. (2025). The Official Monster Raving Loony Party. https://www.loonyparty.com/
- Moreno, C. (2022). Efectos de la sátira política a través de programas de infoentretenimiento televisivo en España. ¿Es humor solo para reír o hay algo más en juego? Papeles del CEIC. http://doi.org/10.1387/pceic.22763
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