La historia arranca en 1987. Por aquel entonces, los niños de medio planeta se dejaban la vista —y media tarde— buscando a un tipo enclenque, con jersey de rayas rojas y blancas, gorro de lana y una expresión tan anodina como entrañable. Ese ser escurridizo, mitad turista, mitad ninfa del camuflaje, no era otro que Wally, protagonista de ¿Dónde está Wally?, el libro-juego que convirtió el arte de mirar con lupa en un pasatiempo mundial y, de paso, en una pequeña odisea de paciencia y obsesión.
Un escándalo microscópico en el país de la moral amplificada
Hasta aquí todo parecía inocente. Nadie en su sano juicio habría imaginado que, entre castillos de arena, toallas de colores y bañistas que parecían salidos de una postal de verano, se escondía una amenaza capaz de poner en jaque a la decencia norteamericana. Pero, ay, amigos, en la patria del puritanismo refinado, lo insignificante puede adquirir proporciones bíblicas. Lo que para cualquier lector era una escena playera más, con su barullo de sombrillas y cuerpos en movimiento, se transformó para algunos en un caso de emergencia moral de primer grado.
El detonante: una mujer tomando el sol en topless, sí, una sola, perfectamente integrada en la multitud y con la naturalidad de quien no sabe que va a pasar a la historia de la censura. Mostraba, sin dramatismo alguno, medio pecho —ni siquiera entero—, del tamaño aproximado de una letra “o”. Una insinuación tan minúscula que requería lupa, buena luz y, probablemente, una dosis de obsesión superior a la media. Ni sensual, ni provocador: más bien un accidente anatómico, un descuido del pincel, un píxel travieso en un mar de dibujos. Y, aun así, fue suficiente para desatar una tormenta de indignación con sabor a histeria colectiva.
Porque los guardianes de la virtud estadounidense, siempre alerta ante cualquier estímulo visual que huela a carne humana, decidieron que aquel diminuto fragmento de piel era una afrenta a la inocencia infantil. La tierra de la libertad, tan orgullosa de su lema, demostró una vez más su capacidad para escandalizarse con una rapidez inversamente proporcional al tamaño del escándalo. Mientras los niños disfrutaban del reto de encontrar a Wally entre centenares de personajes, los adultos veían en la misma página una conspiración para corromper la juventud.
De libro infantil libro prohibido
Y así fue como medio pezón dibujado logró colarse en los archivos de la American Library Association, la institución que lleva el meticuloso registro de lo que ofende, perturba o simplemente incomoda a la sociedad bienpensante. ¿Dónde está Wally? acabó ocupando el puesto número 87 en la lista de libros más censurados de la década de los 90, un honor que lo situó en el olimpo de los títulos “peligrosos”. Allí, hombro con hombro, compartía cartel con autores tan temerarios como Roald Dahl, Judy Blume o incluso Harry Potter, acusado en su momento de promover la brujería y el pensamiento crítico.
El modesto Wally, sin pretenderlo, había pasado de ser un viajero curioso a convertirse en enemigo público número uno del decoro ilustrado. Todo por culpa de un detalle tan minúsculo que ni los ojos más entrenados del FBI habrían sabido detectar sin ayuda. Pero ya se sabe: en el país donde un pezón puede más que una metralleta en horario infantil, la censura no necesita excusas, solo una lupa y un buen motivo para indignarse.
Cuando medio seno bastaba para vaciar las estanterías
Las bibliotecas públicas y escolares, presas del pánico moral, reaccionaron como si Wally hubiera escondido en sus páginas una herejía ilustrada. Con la discreción de quien oculta una botella de vino antes de la llegada del obispo, comenzaron a retirar ejemplares del libro, no fuera a ser que algún niño —¡horror de horrores!— descubriera lo que la biología enseña desde primaria: que las mujeres, además de brazos, piernas y sentido común, tienen pecho. No dos, insistamos, sino uno. Y ni siquiera completo. Medio. Un fragmento inocente de epidermis que, al parecer, amenazaba con desmoronar la estructura moral de toda una generación de lectores.

La escena habría sido cómica si no fuera tan real. Bibliotecarios con guantes blancos, padres alarmados y directores de escuela en modo inquisidor revisaban las páginas con una mezcla de curiosidad y miedo, como si de verdad escondieran una bomba semidesnuda entre las ilustraciones. Lo paradójico del asunto es que la mayoría de los niños ni siquiera se habían percatado del “delito”, demasiado ocupados en localizar a Wally entre cientos de sombrillas, pelotas de playa y bañistas despistados. Pero el adulto ofendido tiene una capacidad casi mágica para encontrar pecado donde solo hay dibujo.
El entusiasmo censor fue tan desbordante que las ediciones posteriores llegaron “corregidas”. La famosa bañista apareció, de repente, recatada y redimida, luciendo un sujetador añadido a posteriori con el disimulo de un cartel de neón en plena noche. Una suerte de bikini penitencial, hecho no con tela sino con lápiz y prudencia. El pecado original había sido borrado a golpe de tinta, devolviendo así la paz espiritual a quienes no soportaban que un personaje de papel tomara el sol sin la aprobación del clero moralista.
Salvemos la pureza infantil
Todo esto, por supuesto, ocurrió mucho antes de la era del pixelado digital, cuando la censura aún se ejercía con cariño artesanal y una buena dosis de puritanismo ilustrado. Un trabajo manual, casi poético: rotuladores contra el mal, tinta contra la tentación. Así se purificó a Wally y se salvó, aparentemente, el alma infantil de millones de lectores.
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El resultado fue una versión de ¿Dónde está Wally? tan inocente que ni el mismísimo San Agustín habría tenido objeciones. Eso sí, perdió parte de su encanto subversivo: la emoción de saber que, en algún lugar entre una sombrilla y un castillo de arena, se escondía el detalle más perseguido —y menos peligroso— de la historia de la literatura infantil.
El club de los libros peligrosos (por razones incomprensibles)
Con este episodio tan pintoresco, ¿Dónde está Wally? pasó de ser un inocente juego de observación a convertirse, sin pretenderlo, en miembro de uno de los clubes más exclusivos —y absurdos— de la historia editorial: el de los libros prohibidos por motivos incomprensibles. Allí, en ese salón de la infamia literaria, comparte estantería con ilustres compañeros de infortunio: El guardián entre el centeno, acusado de fomentar el pensamiento libre (grave pecado, al parecer), Matar a un ruiseñor, culpable de hacer pensar demasiado, y los eternos Cuentos de los hermanos Grimm, perseguidos por atreverse a sugerir que las madrastras no siempre son un ejemplo de ternura y equilibrio emocional. Un club de “criminales de papel” formado por autores y personajes que, con la simple osadía de existir, lograron despertar la ira de la moral bienpensante.
La inclusión de Wally en tan selecta lista resultaba casi entrañable: un hombrecillo con jersey de rayas y sonrisa tímida, condenado a la hoguera cultural junto a Holden Caulfield y Atticus Finch. Ni malicia, ni ideología, ni doble sentido: solo un dibujo diminuto de medio cuerpo humano que, según algunos, podía pervertir a toda una generación de escolares. Si esto no es humor involuntario, que venga Cervantes y lo vea.
Lo más irónico de todo el asunto es que nadie, absolutamente nadie, pareció escandalizarse por el contenido realmente caótico y violento que puebla las páginas de Wally. Esas láminas están llenas de personajes aplastados, caídas dignas de un slapstick desquiciado, multitudes desbordadas, incendios, persecuciones sin sentido y accidentes de todo tipo. Un panorama que haría las delicias de cualquier sociólogo del caos y que, curiosamente, nunca despertó quejas ni comunicados de asociaciones de padres.
Violencia, vale. Lo otro, no
Pero claro, la violencia tiene mejor prensa que la piel. El desmembramiento se tolera, el pezón no. Lo grotesco se ríe, lo natural se censura. Porque en la jerarquía del escándalo, el absurdo sangriento siempre será más aceptable que un cuerpo humano sin abrigo moral. Y así, entre atropellos cómicos y montones de personajes aplastados, nadie pareció notar que el universo de Wally era, en realidad, una sátira silenciosa del caos moderno: un mundo donde todo sucede a la vez y nadie parece enterarse de nada.
El resultado fue una paradoja deliciosa: mientras algunos se afanaban en tapar un medio seno dibujado, otros pasaban páginas repletas de catástrofes en miniatura sin inmutarse. Pero ya se sabe: lo que no hiere la moral pasa inadvertido, y lo que no se entiende, se prohíbe. Así fue como un libro nacido para entretener a los niños acabó siendo tratado con la misma severidad que una obra herética. Y todo, por el pecado de ser demasiado visible en un mundo que prefiere mirar hacia otro lado.
Medio pezón, una guerra cultural y una lupa demasiado grande
Y así, lo que empezó como un pasatiempo inocente para niños acabó convertido en una batalla moral de proporciones tragicómicas. Un libro pensado para ejercitar la vista y la paciencia fue acusado de corromper almas por un detalle tan ínfimo que requería, literalmente, lupa y predisposición al escándalo. Mientras tanto, en esa misma sociedad que se escandalizaba ante un dibujo minúsculo de piel femenina, la televisión norteamericana seguía emitiendo anuncios de juguetes bélicos, con niños sonrientes bombardeando maquetas y gritando “¡fuego!” desde el sofá del salón. Ah, la coherencia cultural: ese unicornio que todos dicen haber visto, pero que nadie logra atrapar.
Lo ocurrido con ¿Dónde está Wally? fue, en realidad, un retrato perfecto de las contradicciones de su tiempo —y, para qué negarlo, también del nuestro—. La censura no temía al dibujo, sino a la interpretación; no temía el contenido, sino la posibilidad de que alguien pensara más allá de lo permitido. Bastó que un adulto con exceso de celo y falta de sentido común gritara “¡pecado!” para que el mundo entero empezara a mirar donde antes nadie había reparado. La lupa moral se impuso sobre la lógica, y el medio pezón dibujado acabó adquiriendo más notoriedad que el propio Wally, que seguía ahí, paciente, escondido entre paraguas, castillos de arena y bañistas que no sabían que vivían en el ojo del huracán puritano.
El censor acecha
En el fondo, la historia resume a la perfección una constante de la condición humana: la tendencia a convertir lo nimio en trascendental cuando lo trascendental resulta incómodo. Porque, seamos sinceros, nadie encontró el pezón escandaloso hasta que alguien lo señaló con aire de cruzado medieval. Fue ese dedo acusador, y no el lápiz del dibujante, el que convirtió un libro infantil en símbolo de decadencia moral.
Desde entonces, el verdadero desafío de ¿Dónde está Wally? ya no consiste en localizar al hombre de las rayas rojas y blancas, sino en algo mucho más difícil: encontrar la sensatez perdida entre tanto celo censor y tanta hipocresía ilustrada. Y quizá, si uno mira con suficiente atención —sin lupa, sin prejuicios y con algo de sentido del humor—, aún pueda hallarla, diminuta pero resistente, escondida entre las páginas de la historia.
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Fuentes consultadas
- The Clinic. (2013, 17 de febrero). “¿Dónde está Wally?” fue censurado en EE. UU. por mostrar una teta. The Clinic. https://www.theclinic.cl/2013/02/17/donde-esta-wally-fue-censurado-en-ee-uu-por-mostrar-una-teta/
- American Library Association. (s. f.). 100 most frequently challenged books: 1990–1999. American Library Association. https://www.ala.org/advocacy/bbooks/frequentlychallengedbooks/decade1999
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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